Foto: Paulo Slachevsky

25 de noviembre 2019

De la cocina política a la olla común destituyente

Gabriel Morales

La cocina

El papel que cumple la cocina en la vida cotidiana y en la cultura es fundamental: allí tienen lugar las transformaciones alquímicas que hacen del mundo algo asimilable. En la cocina los alimentos son cortados y preparados, separados los huesos, las cáscaras, todo lo que no es comestible, y el resto transformado para hacer digerible lo indigerible. En la cocina el humano se produce a sí mismo, preparando el mundo para poder comerlo y lograr asimilar por fin lo que éste tiene de crudo, de duro y de muerto.

Pero la cocina también es el lugar de la explotación silenciosa del trabajo doméstico y la servidumbre. En la cocina los siervos preparan el banquete que luego en el comedor van a devorar los amos, sean ellos jefes, patrones o maridos. La cocina es el lugar donde se trama en secreto aquello de lo cual el poder se alimenta. “La cocina es el lugar más cerca del poder. Le alimenta, si se quiere. Le ofrece las mejores recetas que, sin embargo, el poder determina”, ha escrito Rodrigo Karmy [1].

Por eso, no es casual que a la clase política se la identifique más con la cocina que con el comedor. Después de todo, son los sirvientes de un poder mayor: el amo trasnacional, bien sobrealimentado, obeso y glotón. En la cocina política se prepara lo que luego va a ser devorado por los dueños del mundo. Ahí se cocinan los acuerdos, las leyes y tratados que servirán de marco jurídico para que el gran empresariado pueda continuar devorándolo todo.

El pasado 15 de noviembre, tras casi un mes de revuelta popular, mientras veían cómo se derrumbaba la casa, los parlamentarios chilenos se atrincheraron en su cocina para buscar una salida constitucional a la crisis que vive el país. Luego de una larga negociación entre las cúpulas de varios partidos, los políticos firmaron un acuerdo “por la paz y la nueva constitución”, que después fue ratificado por Sebastián Piñera.

Luego del show político vino el show mediático: tras el acuerdo, la Plaza de la Dignidad amaneció cubierta de mantos blancos con la palabra “paz” escrita, mientras la prensa anunciaba la baja del dólar y la próxima reapertura de una línea del metro, y Andrónico Luksic, dueño de la mayor fortuna de Chile, celebraba por twitter. Siguiendo la pauta del magnate, la prensa ha intentado vender el acuerdo al que ha llegado uno de los sectores más deslegitimados de la sociedad como un “acuerdo histórico”, queriendo hacernos olvidar que en realidad lo único “histórico” ha sido el levantamiento popular y la lucha incesante que se ha librado en las calles por defender la posibilidad de una vida otra, una que valga la pena vivir.

El acuerdo en cuestión supone una nueva oportunidad para la clase política de tratar de ponerse a la cabeza de un proceso constituyente que ya ha venido gestándose colectivamente y de forma acéfala a través de diversas instancias de organización social y territorial.

En la cocina política, los partidos han pactado entre sí, a espaldas de las multitudes movilizadas, la receta con la que intentan recuperar la gobernabilidad perdida y dar conducción a la revuelta, intentando restaurar la legitimidad del Estado como único interlocutor posible, lanzándole un salvavidas al gobierno y, lo que es aún más indigno, llamando a la paz pero pasando por alto los crímenes cometidos durante todo este tiempo por las fuerzas represoras.

El teatro ridículo del poder no tiene límites. Mientras Piñera celebra y dice sentirse parte de las manifestaciones que se hacen exigiendo su renuncia, los parlamentarios fingen no saber que la movilización es también en contra de ellos, y hacen un pacto para una nueva Constitución, pretendiendo definir a priori, sin ninguna participación popular, las alternativas a plebiscitar y los conceptos, las condiciones de quorum, la forma de elección de los representantes y los plazos. Todo lo cual implica justamente blindar el proceso constituyente a partir de los poderes ya constituidos. El gobierno ha salido a celebrar el acuerdo como el primer paso para construir “la nueva casa de todos”, sin consultar a la gente que va a vivir en esa casa cuándo, cómo y en qué condiciones quieren cambiarse.

Sin embrago, lo que no debe pasarse por alto es que el acuerdo que se cocinó en el congreso produce efectos políticos concretos: además de darle un respiro al gobierno, introduce la división al interior de la protesta, entre quienes rechazan y quienes aprueban el pacto.

Incluso han salido más de 250 profesores de derecho constitucional a darle legitimidad al acuerdo, celebrándolo como una “oportunidad histórica” que no se debe desperdiciar. Mediante una declaración pública han dicho que el acuerdo no es una trampa. Pero afirmar eso, ¿no es justamente poner otra trampa? Lo que olvidan los abogados es que el problema fundamental no es de orden jurídico, sino económico-político. Basta ver cómo ahora además tenemos que ocupar nuestras energías en discutir los detalles de su acuerdo, en vez de seguir avanzando en nuestros propios procesos de articulación desde abajo. Las dirigencias políticas mueven nuevamente sus telarañas para tratar de capturar y sofocar todas las instancias autónomas de organización y decisión.

Pero no hay que dejarse tentar por el derrotismo, porque eso es precisamente lo que busca producir el neoliberalismo: que nos achaquemos los fracasos y nos contagiemos la impotencia; expandir la tristeza y el aislamiento. Frente a eso, es importante seguir apostando por juntarnos y generar otros espacios de vinculación y organización territorial, de reflexión y autoeducación.

La cacerola

Entre los gritos y el humo de las lacrimógenas, entre las consignas, banderas y pancartas, la cacerola, el objeto que nunca falta en la cocina, abandona su función cotidiana para traspasar los muros domésticos, salir a la calle y convertirse en arma de protesta.

Cada día, miles de manos empuñan y golpean cacerolas, repitiendo el sonido que ha sido la música constante de todas las ciudades del país durante el último mes. Las cacerolas abolladas, carcomidas, con el desgaste del uso cotidiano y el incesante trabajo manual, con la memoria impregnada de quizá cuántos almuerzos caseros, saltan del fuego de la cocina al fuego de las calles, para ser percutidas a cucharazos por la multitud.

En ese cambio de uso, las cacerolas son liberadas del espacio privado de la cocina al que estaban confinadas, para resignificarse en el espacio común de la calle.

¿Cómo evadir -en el sentido filosófico que ha tomado esa palabra- el pacto político-empresarial, para cambiar su función, como la cacerola que sale de la cocina a la calle? ¿Cómo desplazar, por decirlo de alguna manera, la cocina hacia la olla común?

A la cocina política no tenemos ninguna otra “receta” que oponer, sino quizá tan sólo una práctica, y es la del cacerolazo. Salir de la cocina para ocupar la calle en todas las formas posibles. Descentrar la lucha y fortalecer los espacios de deliberación popular. Desplazar la política de su sentido tradicional, cuyo fundamento es la competición por la distribución del poder y la instalación de la representatividad. Sustraerle al Estado el monopolio de la política, para seguir aumentando nuestra potencia común destituyente.

Si el poder constituyente destruye y recrea formas nuevas del derecho, la potencia destituyentenos obliga a inventar estrategias distintas, que no se dejen capturar por la representatividad ni queden atrapadas en la dialéctica entre lo constituyente y lo constituido, entre la violencia que establece el derecho y la violencia que lo conserva [2]. Como diría Giorgio Agamben, destituir, más que rechazar, es volver algo inoperante, cambiarle el uso.

Destituir el poder es arrancarle sus puntos de apoyo, sustraerle sus fundamentos, para devolverle a la vida la experiencia de lo ingobernable. “Destituir el poder es mostrar su contingencia, su ilegitimidad, los múltiples trucos a los que tiene que echar mano para mantenerse a flote”, habíamos escrito en otra parte [3]. Evadir los pasajes del metro, pero también evadir al mal gobierno y las trampas que nos tiende. Poner en evidencia lo ilegítimo del poder: que la policía es una organización criminal y el gobierno una pandilla de mafiosos. Destituir es desobedecer. Pero desobedecer no es lanzarse al caos ni a la guerra de todos contra todos, sino resistir a las formas en las que se nos quiere gobernar y oponer a ellas otras formas de auto-organización.

La olla común

Lejos de la cocina, en la calle, las cacerolas se acompañan y multiplican alrededor de otro fuego, el de la barricada o el de la olla común.

En la olla común se destruyen las divisiones fundantes entre cocina y comedor, así como también se diluye la división entre trabajo y placer: no hay jerarquización entre quienes sirven y quienes comen, cocinan o aportan algo para la olla, sino que entre ellos se establecen otro tipo de vínculos de cooperación y procesos de ayuda material, orientados al uso colectivo de los recursos.

La olla común se organiza, además, en el espacio público abierto. En cualquier esquina y en cualquier plaza se puede levantar una olla común donde reunirse a comer y conversar, intercambiar experiencias, reír, cantar o recordar a lxs compañerxs que han sido heridos y asesinados.

Cada vecinx se une a la olla aportando con lo que tiene, para imaginar en común los espacios que queremos habitar. De esa forma, en medio de la pena y la rabia, experimentamos también la alegría de juntarnos a discutir en qué consistiría una vida digna, querible y deseable. En torno al fuego nos preguntamos cómo levantar la olla común de los pueblos, donde quepan no uno sino muchos mundos. Donde quepan lxs cabrxs desobedientes a quienes se les ha negado la voz y por eso han tenido que salir a gritar, y todxs aquellxs que siguen siendo excluidos de cualquier instancia de decisión y participación.

Los verdaderos acuerdos no ocurren en la cocina política, sino en las asambleas y cabildos, en las calles, ollas, y en todos los lugares donde nos reunimos a imaginar y organizar una transformación radical de nuestras condiciones de vida. En los espacios autónomos que creamos para auto-organizarnos de acuerdo a nuestras necesidades y en resistencia ante la devastación capitalista. En todas las instancias donde perdemos la vieja y mala costumbre de hablar por otros y en nombre de otros, porque sabemos que aquí nadie representa ni emancipa a nadie.

A pesar del horror de la violencia policial y el terrorismo de Estado, y a pesar del permanente intento de sofocar la potencia insurreccional, no podemos sino celebrar lo que está ocurriendo subterráneamente: la transformación que se está produciendo en miles de personas que han sido tomadas por un proceso colectivo inaudito, dejándose llevar hacia rumbos completamente imprevistos. No la evasión individual, sino la evasión colectiva desde lo común y en rebeldía ante la mercantilización y precarización de la vida, para hallar otras formas de lucha, propagar la insurrección y comenzar a cultivar una vida otra.

Hemos empezado a saludarnos, a mirarnos a los ojos, a hablar de política, a generar espacios dinámicos por fuera del Estado, para levantar allí formas distintas de auto-organización, sin tantas aspiraciones a “cambiar el sistema”, que es todavía algo demasiado abstracto, como a poner en común la dimensión ética de la vida para proyectar otros modos de habitar en conjunto. Sabemos que las soluciones a nuestros problemas no vendrán del Estado ni de las grandes empresas. Nos toca a nosotrxs la tarea de imaginar y organizar la creación de otras formas de vida, radicalmente distintas a estas que ahora se desmoronan.

Durante estos días que parecen años, hemos ido aprendiendo a organizarnos de innumerables maneras y de forma autónoma. Un buen ejemplo de esto es lo que se ha llamado la primera línea de la protesta. Allí se ubican los escuderos para formar una primera barrera de protección. Luego está la cadena de suministro que va de los piqueteros hasta los lanzadores. Alrededor, los que apagan lacrimógenas y los que apuntan con láser a los pacos y a las cámaras. Cerca, sanadores y voluntarios que prestan apoyo a los heridos. Sólo en conjunto y a través del apoyo mutuo logran frenar el avance represivo, permitiendo así el libre encuentro de las multitudes en la protesta.

Pero necesitamos todavía producir una vinculación entre la primera línea, la asamblea, y la red cooperativa u olla común. Entre el luchar, el pensar y el construir. Tres dimensiones fundamentales de la revuelta, de cuyo contacto y articulación dependerá la capacidad de crecimiento de nuestras fuerzas [4].


[1] Rodrigo Karmy, “Antropología del fascismo chileno I: La cocina”, publicado en Revista Carcaj. http://carcaj.cl/antropologia-del-fascismo-chileno-i-la-cocina/

[2] El problema está planteado en esos términos en “Para una crítica de la violencia”, de Walter Benjamin. Allí Benjamin intenta pensar la posibilidad de una “violencia pura” o “violencia divina” que sea capaz de interrumpir el círculo vicioso entre la violencia que funda el derecho y la que lo preserva.

[3] Gabriel Morales, “La evasión colectiva, o cómo devenir alienígenas”. Publicado en Revista Carcaj. http://carcaj.cl/la-evasion-colectiva-o-como-devenir-alienigenas/

[4] “Nosotros diremos así lo siguiente: toda potencia cuenta con tres dimensiones, el espíritu, la fuerza y la riqueza. La condición de su crecimiento radica en mantener juntas a las tres. En cuanto potencia histórica, un movimiento revolucionario es el despliegue de una expresión espiritual —ya sea que tome una forma teórica, literaria, artística o metafísica—, de una capacidad guerrera —ya sea que esté orientada hacia el ataque o la autodefensa— y de una abundancia de medios materiales y de lugares”. Comité Invisible, “A nuestros amigos”. Disponible en: https://tiqqunim.blogspot.com/2015/12/a-nuestros-amigos.html

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