Foto: Lee Busel

11 de noviembre 2019

La evasión colectiva, o cómo devenir alienígenas

Gabriel Morales

Conducir a la policía a ser ya simplemente una pandilla, a la justicia una asociación de malhechores. En la insurrección, el poder en turno no es ya sino una fuerza entre otras sobre un plano de lucha común, y no ya esa metafuerza que dirige, ordena o condena todas las potencias. Todo cabrón tiene un domicilio. Destituir el poder es restablecerlo sobre tierra.

Comité Invisible – A nuestros amigos

La guerra en curso

No necesitábamos esperar a que un presidente, atrapado en la pesadilla del enemigo interno y a punto de estallar en sus tics nerviosos, nos declarara la guerra, para saber que en realidad la guerra ya estaba en curso desde hace tiempo. No hay que olvidar que el terrorismo de Estado ha sido ejercido de forma prolongada y controlada desde la dictadura, bajo el delgado velo de la “normalidad” que ahora quieren a toda costa reconstruir.

La desatinada declaración de guerra de Piñera durante los primeros días de la revuelta -por la cual pronto tuvo que salir a pedir perdón- no debemos tomarla como un desvarío o una torpeza. Bastante caro ha costado a los antipiñeristas combatirlo desde la ridiculización. Por el contrario, esa declaración era sólo la incontinente expresión verbal del estado de guerra permanente en el que nos han hecho vivir, ya sea de una forma solapada y selectiva, como a través de la criminalización y asedio permanente a las comunidades mapuche, a lxs estudiantes y a la población migrante, o mediante la guerra económica que se libra a diario contra lxs más pobres, o bien de una forma explícita y desatada, como ha ocurrido durante estas últimas semanas.

El oasis con el que el funesto presidente comparaba al territorio nacional antes del comienzo de las protestas era sólo un espejismo, o una especie de oasis de horror en medio de un desierto neoliberal. Como dijo una vez Roberto Bolaño: “Hoy, todo parece indicar que sólo existen oasis de horror o que la deriva de todo oasis es hacia el horror”.

Lo cierto es que, terminado el período legal del estado de emergencia, la fuerza policial sigue desplegándose por las ciudades de Chile, cada vez con mayores atribuciones y protección [1], lanzando bombas lacrimógenas indiscriminadamente, disparando perdigones hasta en el interior de los liceos, secuestrando a dirigentes sociales y estudiantiles en la calle e incluso en sus propios domicilios, atropellando transeúntes con sus autos blindados, reprimiendo violentamente a personas que se reúnen entorno a una velatón por los muertos o en funerales; además de las desapariciones (¿dónde están?), las muertes (¿cuántos son?), las miles de detenciones ilegales, palizas, violaciones, estaciones de metros y comisarías convertidas en centros de tortura, los cuerpos calcinados que ya habían sido antes baleados, o las cerca de 200 personas que han perdido un ojo por impactos de balines y perdigones.

Podemos repetir hasta el cansancio que no estamos en guerra, pero ellos sí lo están. Eso debería ser suficiente para obligarnos a combatir, o para defendernos y organizarnos, tomar posición y determinar quiénes son nuestros enemigos y quiénes nuestrxs amigxs.

Quizás el desacuerdo sobre el asunto de la guerra tenga su origen en que todavía tendemos a confundir la guerra con su representación en la forma del combate armado, o con la idea de un supuesto “equilibrio” de fuerzas. Se sigue comprendiendo la guerra bajo un esquema clásico, cuando en realidad desde hace al menos 50 años, y particularmente desde comienzos de este siglo con la llamada “guerra contra el terrorismo”, que la guerra ya no supone la confrontación directa entre dos ejércitos regulares en un territorio, sino más bien una compleja trama de Estados y capitales aliados con distintos grupos formales o informales, desplegando técnicas a veces bastante sutiles de represión contra poblaciones y comunidades enteras. Estamos en presencia de nuevas formas de gestionar la guerra, sin frente, sin uniforme, ni ejércitos, ni batallas definitivas. Guerras de posiciones, desatadas ahí donde estemos.

Es ejemplar en ese sentido el modo en que el gobierno y la prensa masiva han tratado la revuelta, como si se tratara de un asunto de seguridad pública. Como una catástrofe natural: un terremoto, un tsunami o una erupción volcánica. El mismo relato, el mismo diagnóstico general, el mismo guion, que va desde el caos social y el escándalo ante los saqueos, pasando por la presencia de los milicos en las calles, hasta la búsqueda de alguna salida apelando, como en la Teletón, al “buen corazón de los chilenos”, que se unen en momentos difíciles “por una misma causa”.

La seguridad es una técnica de gobierno que consiste, básicamente, en hacer coincidir la política con la policía. Acostumbrar a las personas a un continuo estado de emergencia, con la excusa de protegerlas de algún peligro o, como se dice, de “resguardar el orden público”, para ir instituyendo progresivamente un estado policial donde, en última instancia, todxs somos terroristas en potencia. Eso implica que cualquier crisis, así como cualquier intento de subversión del orden establecido, se convierte en una nueva oportunidad para gobernar [2]. El poder se constituye a sí mismo en la captura del caos. Basta con ir a una protesta para darse cuenta que la función de la policía no es mantener el orden, sino gestionar el desorden, porque la seguridad no consiste en prevenir un peligro sino más bien administrarlo. No evitar la amenaza, sino que producir otra relación entre los cuerpos, mediante un control totalizante.

El dron, incorporado como tecnología militar durante las invasiones estadounidenses a Irak (2003-2011) y a Afganistán (2001-2014), es quizá uno de los ejemplos más significativos de una guerra silenciosa que despliega un sistema de vigilancia y capacidad de dar muerte a control remoto sin precedentes, resguardando a la vez de todo alcance el cuerpo de quien lanza el ataque [3]. Fuerza sin cuerpo, guerra sin enfrentamiento. Pero lo más interesante del caso es cómo, luego de su ensayo militar en Medio Oriente, hasta algunas municipalidades chilenas han comenzado a implementar sus propios drones con reconocimiento facial, como dispositivos de vigilancia y parte de un plan de seguridad pública. Tan sólo una semana antes del estallido de la revuelta, el gobierno de Chile inauguraba el plan “calle segura”, con 26 nuevos drones de televigilancia para reforzar los servicios policiales de las comunas de la Región Metropolitana [4].

¿Cómo luchar sin ser capturados por el paradigma de la seguridad?

No hay que perder de vista que la guerra en curso es completamente desigual. Por más que la prensa declare que tal compañerx ha muerto en un “enfrentamiento” con la policía, sabemos que no hay enfrentamiento posible, que la guerra es de una asimetría tan monstruosa como la del fusil frente a la cacerola o a la piedra. La gran mayoría de las veces, la represión policial y militar no podemos siquiera enfrentarla directamente, sino que tratamos de evadirla, desorganizarla, hackearla.

Pero es en la misma asimetría de la guerra donde podemos encontrar nuestra fuerza: no somos solo el objetivo de la represión, no somos solamente ese “enemigo poderoso e implacable”, somos también lo que está en juego, esa muchedumbre difusa que esperan controlar y domar. Y si no lo consiguen es porque nuestra rebeldía es anónima, porque la rebeldía se ha colectivizado y ha encontrado múltiples medios y formas de expresarse. Estalla por distintos lados. Carece de “dirección”, como se dice en la lengua del poder. Detrás de una capucha, cualquier rostro es posible.

Devenir alienígenas

Hay quienes reprochan a la revuelta su acefalia, o sea, el no estar articulada bajo una dirección clara y visible. Pero nosotrxs decimos que, por el contrario, la insurrección puede triunfar en la medida en que no tenga rostro, ya sea porque el rostro estalla en una infinitud de rostros o porque está oculto bajo una capucha. Preferimos la confusión y la mezcla antes que la unidad: no estar unidos, sino mezclados, revueltos, anónimos.

Lxs que sueñan con una dirección son los políticos de siempre, que dicen representar los intereses del pueblo, pero hacen igual que la oligarquía cuando sueña con conspiradores que vienen de Cuba o Venzuela para dirigir secretamente a las masas incapaces de movilizarse por sí mismas. La multitud, para todos ellos, se diluye en una masa inerte que sólo es capaz de seguir un liderazgo que la conduzca.

A propósito de la revuelta popular del 2001 en Argentina, el Colectivo Situaciones apuntaba: “Es evidente que ningún poder pudo estar por detrás de estos acontecimientos. No porque esos poderes no existan, sino que lo ocurrido superó todo dispositivo de control que se hubiera pretendido montar sobre los hechos. Las preguntas del poder quedarán sin respuesta: ¿Quién estuvo detrás de esto? ¿Quién condujo a las masas?” [5].

Las preguntas del poder quedarán sin respuesta. Lxs que se sublevan no tienen a nadie a quien poner en el trono como reemplazo. Y ni siquiera hay un sujeto colectivo suficientemente definido para tener un representante. La falta de hilo conductor y liderazgo, que en la lengua del poder se lee como debilidad o carencia, para nosotrxs constituye su plena potencia. Se trata de afirmar la evasión, el rechazo colectivo a dejarse representar y conducir. Ser como una fuerza de otro mundo que destituye los poderes establecidos, al tiempo que evade cualquier representación. Como dijo la primera dama, una “invasión alienígena”: algo radicalmente otro, ilegible e irrepresentable. No por deficiencia, sino por sobreabundancia, porque se trata justamente de imposibilitar la representación y organizarse al margen de cualquier liderazgo unificado. En otras palabras, devenir alienígenas. La multitud opera justamente destituyendo a las representaciones que quieren nombrarla y hablar en su nombre.

Los intérpretes sociales intentan echar nuevamente sus viejas redes sobre un movimiento que se les escapa por su diversidad, por su porosidad. Pero al contrario de lo que creen los analistas políticos que parlotean en la prensa, la revuelta no puede ni debe resumirse en un único programa para “el Chile que queremos”. Nuestros deseos y anhelos no se dejan capturar por ningún modelo exclusivo de acción. Es, por el contrario, en la experiencia común de lo múltiple donde reside la fuerza, en la diversidad de formas de organización y de acción, de solidaridades y de vínculos que se establecen. Por eso, a quienes dicen que nos falta el objetivo único, nosotrxs respondemos que justamente lo que nos hace fuertes es la multiplicidad de medios, fines y causas.

Nos encontramos ahora en medio de una lucha a cuerpo contra la mercantilización y precarización de la vida, en un sistema donde patriarcado, capitalismo y colonialismo se encuentran completamente anudados. En este campo de batalla, el Estado opera como instancia mediadora al servicio del capital; como dispositivo de acumulación y reproducción de la desigualdad y del orden capitalista en su conjunto, que se muestra ahora global y localmente en su quiebra política. El estado de emergencia no ha sido más que la plena expresión de un Estado que moviliza la violencia más brutal para tratar de sostenerse en sus ruinas. Es el Estado mismo el que está en emergencia y ve tambalear sus cimientos.

En ese sentido, la violencia desmedida que ha ejercido el gobierno contra los cuerpos y el inmenso despliegue de los aparatos represores, no deben interpretarse como muestras de la fortaleza del poder, sino, por el contrario, como la evidencia de la precariedad, de la desestabilidad y del completo debilitamiento de este sistema de dominación. La violencia del gobierno se intensifica a medida que va agotando sus medios de control y manipulación. La violencia es el punto cero del poder, donde éste muestra a la vez sus límites y su verdad.

Pero no tiene sentido denunciar o hablar de la violencia en abstracto. Como si la violencia no tuviese siempre un contexto específico donde se produce, o como si no hubiera diversos grados de violencia y matices. Como si fuese lo mismo disparar a una persona que romper el vidrio de una multitienda, por ejemplo. Hay toda una ética allí que es pasada por alto y que es necesario afirmar.

Por eso quizá la estrategia más insidiosa, la más molesta y frecuente de todas a las que recurre el gobierno, sigue siendo la de intentar por todos los medios aislar a los violentistas del resto de la masa pacífica y obediente, para introducir la división al interior del movimiento y, de paso, producir al “vándalo” como ficción policial. Pero no es tan simple aislar completamente el vandalismo. La revuelta se resiste a cualquier intento de hacer un “recorte”, porque no está hecha de una sumatoria de sujetos recortables, sino de una multiplicidad de gestos que se vinculan y contagian: la capucha, la cuchara y la cacerola, la bicicleta y la pancarta, las risas y los gritos, la piedra que se lanza, la máscara de gas, el fuego o la molotov.

Es necesario oponer otra gramática a la lengua del poder. Transformar el sentido de las palabras, oponer la evasión colectiva del metro a la evasión tributaria de las corporaciones, la delincuencia que estigmatiza la prensa a la delincuencia del Estado-Capital, la policía y las fuerzas armadas; confrontar el saqueo colectivo de un supermercado con el gran saqueo extractivista, para mostrar entonces cómo, por ejemplo, en el saqueo a cualquier supermercado, lo que aparece de fondo es el mega saqueo que esconden las góndolas abarrotadas de productos que se nos ofrecen como bienes de consumo comprables y vendibles, y que han sido ya expropiados previamente como parte de la riqueza de lxs trabajadores y de los recursos comunes, a través de un intrincado e invisible mecanismo de despojo y devastación. Podríamos saquear las multitiendas y supermercados durante todo un año y no recuperaríamos ni la mitad de lo que nos han robado. Es necesario visibilizar el gran saqueo que configura el orden de las sociedades capitalistas contemporáneas, para comprender que el verdadero desorden es el que reina en lo cotidiano.

Lo que antes quizá ignorábamos era que podíamos organizarnos. Y en ese sentido, la organización estatal-capitalista es la mayor desorganización de todas, porque descansa sobre la base de que somos incapaces de organizar cualquier cosa. La evidencia que se nos quiere por todos los medios ocultar es que no es el caos, la temida lucha de todos contra todos, lo que emerge cuando el orden dominante se derrumba, sino que, en cambio, es el poder mismo el que tiene que producir ese estado de guerra como orden cotidiano, para conseguir sostener su legitimidad. Es el Estado policial el que debe producir constantemente el miedo y el desorden para convencernos de su necesidad.

La lucha que libramos ahora es por la vida, por resistir ante la avanzada neoliberal que busca empobrecer las condiciones que hacen posible la vida en su diversidad. Por eso, afirmamos el conflicto en el que nos encontramos, y nos declaramos en ofensiva abierta contra este estado de las cosas, contra este mundo que se agrieta pero que nos han enseñado que es el único posible. Y si ahora nos disparan a los ojos es justamente porque no quieren que veamos lo que estamos viendo [6].

Ha caído el embrujo del poder y algo se ha roto para siempre. Hay toda una forma nueva de ver, de sentir y habitar, de hacer y relacionarse en lo cotidiano. Nuevos deseos y afectos, nuevas prácticas comunes que emergen; una potencia viva en incremento, con la alegría de quien descubre una fuerza que hasta entonces creía perdida.

La destitución

Aún el poder no ha sido destituido y hay quienes ya piensan cómo restituirlo.

Los especialistas políticos se preguntan: “¿cuál es la salida a esta crisis?”, y luego dicen haber encontrado la receta. Nosotrxs advertimos que en la pregunta hay ya una trampa, pues supone que existe algo como una “salida”. Por supuesto, no tenemos nosotrxs ninguna fórmula que ofrecer a cambio, pero lo que sí sabemos es que ante el colapso del Estado-Capital, sería un error buscar las transformaciones sociales en las acotadas condiciones jurídico-políticas que ofrece la institucionalidad. La potencia que tiene este alzamiento popular no es reductible a los formatos de la democracia representativa burguesa.

Por eso, es necesario señalar el peligro que supone empezar a apostar por un proceso constituyente antes de llevar hasta el final – si hubiese algún final – un proceso destituyente. De lo contrario, cometeremos el error de empezar a recomponer lo que felizmente hemos puesto en cuestión durante estas semanas. Y tendremos suerte si el nuevo régimen que se instaure no se parece mucho a éste que ahora vemos desmoronarse.

Cuando no se ha conseguido en la calle, la vía representativa es la más segura para sofocar una insurrección. Incluso si el proceso se realiza mediante un mecanismo democrático, como en el caso de una Asamblea Constituyente, se convertirá rápidamente en una nueva oportunidad para tratar de desmantelar el movimiento.

Desde la revolución francesa que la tradición política viene pensando los procesos revolucionarios e insurreccionales bajo el esquema de poder constituyente/poder constituido, o sea, como el advenimiento de un poder capaz de fundar un nuevo derecho o un nuevo orden político. Todo poder constituyente funda un nuevo orden constituido. Se destruye la ley para luego recrearla. Por eso, la dialéctica entre poder constituyente y poder constituido es la tragedia de cualquier revolución, y el largo lamento de la revolución traicionada consiste básicamente en esto: hay una violencia que viene a fundar un nuevo estado de derecho, para luego convertirse en un nuevo aparato de dominación. ¿Cómo romper ese círculo vicioso?

A partir del proceso constituyente boliviano, que tuvo como origen una larga movilización popular (2000-2005) y que desembocó en la promulgación, vía Asamblea Constituyente, de la Constitución del 2009, y después en su suspensión por parte del Estado, el filósofo Raúl Prada reflexionaba: “¿Por qué ocurrió esto? ¿Por qué la Constitución no fue acatada nada más ni nada menos por el gobierno expresamente encargado a cumplirla, autoproclamado como “gobierno de los movimientos sociales”, más pretensiosamente como “gobierno indígena”?”. La respuesta salta a la vista: “en la medida que se está dentro del círculo vicioso del poder, los entramados políticos, sociales, económicos y culturales se encuentran como condicionados y empujados a los desenlaces implícitos en las formas de reproducción del poder, es decir, de las dominaciones” [7].

Si se sigue pensando la revolución sólo a partir del juego entre lo constituyente y lo constituido, como si el Estado pudiera ser fundado alguna vez en la razón y el buen sentido, no se podrá evitar que se vuelva a enterrar la insurrección popular al introducir en el movimiento una pretensión instituyente.

¿Cómo imaginar entonces una potencia destituyente que no requiera constituir un nuevo orden? ¿Qué significaría, después de todo, esa destitución? [8]

Destituir el poder no es vencerlo en la calle en un enfrentamiento directo ni incendiar sus preciados símbolos. Es sustraerle sus fundamentos. Destituir el poder es mostrar su contingencia, su ilegitimidad, los múltiples trucos a los que tiene que echar mano para mantenerse a flote. Es portar en la mirada “la maldición de mostrar que ellos y ellas, dueños de Chile, son también seres precarios y contingentes, para no decir prescindibles” [9]. Es desbaratar el tejido de creencias que le permiten al gobierno ejercer su influencia. Es cuestionar la idea instalada de que necesitamos ser gobernados, ya sea jerárquica o democráticamente.

No se trata de rechazar a priori la forma política de la Asamblea Constituyente, sino de advertir del peligro de la representatividad y de las lógicas político-jurídicas que allí operan. Cambiar la Constitución pinochetista es por supuesto algo completamente necesario, pero no puede cerrarse ahí el horizonte de lucha. De lo contrario se corre el riesgo de entregarse a otro ejercicio de pacificación. Y eso precisamente en un país donde, justamente porque el Estado ha sido reducido a su forma más neoliberal, sigue siendo el Estado el que llena todo el horizonte político. El fantasma de Pinochet nuevamente enfrentado con el fantasma de Allende como horizonte de la política revolucionaria chilena. Otra vez el sueño de un pueblo soberano. Otra vez el sueño de una correspondencia perfecta entre pueblo y Estado, que pueda ser consagrada a través del mito de un contrato social.

Lo que se oculta allí es, por un lado, que existe una memoria histórica de otras formas de organización popular y de articulación de redes de cooperación subterráneas que se tejieron por décadas entre pobladores, obrerxs industriales, campesinxs, profesores, estudiantes o artesanxs, y que fueron completamente desmanteladas durante la dictadura. Por otro lado, se oculta también la misma historia constitucional que se critica. La violencia militar que hay detrás de cada Constitución en la historia de Chile: 1833, 1925, 1980. El estado de excepción permanente que ha regido detrás del orden político dominante. El peso de la noche de Portales, donde la excepción ha sido siempre la norma: la plena coincidencia entre violencia y derecho.

Que históricamente se haya legalizado la excepción muestra quizá en realidad el trasfondo excepcional de la ley misma. Por decirlo de alguna manera, la ausencia de ley al interior de la ley. Es sólo por una ficción teórica, explicaba Michel Foucault, que se cree que la ley está hecha para ser respetada, y que la policía funciona para hacer respetar la ley. Las leyes están hechas por unos para ser impuestas sobre otros. La ilegalidad no es un desliz, sino que es constitutiva de la ley, es decir, toda ley proporciona espacios privilegiados desde donde puede ser violada o evadida. Por eso, cuando ante un acto de abuso de poder alguien exclama: “¡eso no se puede hacer!”, lo que se descubre es el abismo que se abre entre la evidencia de la violencia cometida y el plano abstracto del “deber ser”, lo cual solo muestra la operación misma del poder.

La vinculación

La posibilidad de cambiar nuestras condiciones de vida difícilmente pasará por reformas políticas, o por tratar de hacer del capitalismo un sistema más “democrático”, sino más bien por una transformación en las relaciones sociales de producción y reproducción, a través de la articulación de nuevas redes de relaciones sociales, desde la familia al mercado y desde la escuela al trabajo. En ese sentido, la desobediencia colectiva es mucho más significativa que el contenido positivo que pueda extraerse de las asambleas y cabildos ciudadanos, ya que es solo a partir de la desobediencia que podemos encontrar nuevos modos de organizar nuestras vidas.

De cualquier forma, que comencemos a convocarnos en nuestrxs territorios para dialogar e imaginar otros mundos es ya un buen punto de partida para empezar a vernos y conversar, sacar la política de su centro estatal y llevarla a la calle. Disputarle al Estado el monopolio de la política. Articular “desde abajo”, de manera horizontal y colectiva. Quizás habría que decir: hasta que la asamblea se haga costumbre, y dejar de pensar la asamblea como forma transitoria que funciona hasta que el Estado diga escuchar nuestras demandas y prometa resolvernos los problemas. Descolonizar el cabildo, abrir la lógica del cabildo a la de la asamblea: abierta, horizontal, no reducida a la máquina representativa.

Por supuesto que la asamblea no lo es todo, pero puede servirnos para hallar un lenguaje en común, lo que, dada la atomización neoliberal, ya es algo bastante difícil. Pero más que el contenido mismo que resulte de las asambleas, es tal vez lo que está afuera y atraviesa las asambleas donde eclosiona realmente la potencia de lo colectivo: en la autoorganización de la vida cotidiana, ya sea para conseguir alimentar a las familias, construir viviendas, articular redes de abastecimiento cooperativo, organizar formas de asistir a los heridos, sostener un corte de calle, o defender una barricada. Reorganizar la vida cotidiana sin restaurar formas representativas de centralismo y jerarquías, sino que generando vínculos laterales, redes, circuitos populares de cooperación.

Desplazar el centro de la política implica también cambiar las preguntas. No plantear únicamente la cuestión en términos de un “cambio de modelo”, que es todavía algo demasiado abstracto y general, y trasladar la pregunta al cómo lo vamos a hacer, cómo vamos a vivir ahora que esta forma en la que hemos vivido colapsó y no es más posible.

La máscara de gas se ha convertido en un objeto se primera necesidad en un presente que, entre la descomposición capitalista, el smog y las lacrimógenas, se ha vuelto completamente irrespirable. Por eso, no buscamos más que agrietar los muros del capital y del Estado, para poder meter la nariz, los ojos, la boca a través, y mirar, respirar, dar una bocanada de aire fresco. No aspiramos más que a generar otras formas de habitar y de relacionarnos; tal vez en las cercanías de eso que algunos pueblos indígenas han denominado “buen vivir” (Suma Qamaña o Küme Mongen). Se trata de afirmar y poner en acción otros planos de percepción. Oponer al poder otra idea de la vida: expandir antes que acumular, compartir antes que competir, socializar antes que privatizar, rebelarse antes que obedecer, entrar en contacto antes que aislarse, buscar la autonomía antes que la dependencia.

La tarea es más compleja de lo que quisiéramos: no se trata de seguir una acción determinada, de una práctica específica, sino de la construcción de otras formas de vida, en las cuales es la vida misma lo que está en juego.

Lo que ha hecho aparecer la revuelta es justamente la dimensión ética de la vida. Lo que se ha puesto en común durante estas semanas son verdades éticas antes que ideologías políticas. Verdades comunes como que la vida en este mundo es indigna, que la desigualdad es inaceptable, que la riqueza y los privilegios son un hecho inmoral, o que la privatización de lo común es violencia.Lo que nos vincula es una asfixia por la vida que se nos obliga a vivir, una vida en la que estamos deprimidxs y solxs frente a nuestras necesidades y nuestros problemas.No se trata de unidad porque toda unidad es en el fondo ilusoria. Preferimos estar desunidos, pero vinculados. Múltiples causas que nos desunen, experiencias comunes de despojo y de resistencia que nos vinculan.

Lo que puede ahora vincular las diferentes luchas no es tanto la imagen de un enemigo común o la unidad de un programa, como las formas de vida comunes que se crean y descubren durante el conflicto. No una comunidad política sino una comunidad de gestos, decía la Silvia Rivera Cusicanqui. Gestos que se multiplican y contagian en la revuelta: saltar el torniquete, cortar la calle, derribar las estatuas de los colonizadores del pasado, saquear y sabotear, así como también levantar ollas comunes, asambleas territoriales, redes de abastecimiento y medios contrainformativos, son formas de cortocircuitar el sistema de producción y circulación capitalista, encontrar la alegría en las grietas que se abren y los obstáculos comunes que se vencen.

Por eso, desde que supimos qué es lo que queríamos, no estuvimos más solos. Empezamos de nuevo a saludarnos y mirarnos a los ojos, llevando nuestros cuerpos al espacio común de la calle, en un proceso de expansión de los deseos y de los afectos, donde carnaval y funeral, fiesta y protesta se conjugan. El mundo puede volver a ser habitable cuando descubrimos que podemos desligarnos colectivamente del conjunto de las dependencias que nos oprimen. Hemos reencontrado la alegría de juntarnos para discutir en qué consiste una forma de existencia digna, querible, deseable.

Comenzamos a reunirnos y a convocar espacios donde poder preguntarnos en común: ¿A favor de qué y en contra de qué estamos luchando?, ¿cómo vincularnos respetando la radicalidad de nuestras diferencias? Producir desde ahí no una unidad, sino una constelación. Conectar las barricadas con las asambleas, y las asambleas con las diversas redes cooperativas. Todo vinculado mediante flujos de cuerpos, ideas o afectos. La organización subterránea genera micelios: siempre vinculando antes que homogenizando, constelando antes que unificando.

No es el conjunto de individuos, no es la suma de nuestros yo lo que resiste y se rebela. Es la vida misma la que irrumpe cuando está siendo sofocada. Lo que estamos haciendo ahora es la experiencia de esa potencia común, desde donde poder cultivar nuevas formas de habitar y nuevas formas de vida.

Notas:

[1] Al 7 de noviembre Piñera anuncia un nuevo paquete de medidas de seguridad, que bajo el pretexto de resguardar el orden público buscan criminalizar aún más la protesta social: ley antisaqueos, anticapuchas, antibarricadas, mayor protección a las FF. AA, reforzamiento de la vigilancia y persecución política, entre otras.

[2] Giorgio Agamben, “Para una teoría del poder destituyente”. http://lobosuelto.com/por-una-teoria-del-poder-destituyente-giorgio-agamben/

[3] Rodrigo Karmy, “ESTADRON, la dronificación de la seguridad”. https://www.eldesconcierto.cl/2019/04/03/estadron-la-dronificacion-de-la-seguridad/

[4] http://www.seguridadpublica.gov.cl/noticias/2019/10/10/gobierno-entrega-nuevos-drones-de-televigilancia-para-resguardar-todas-las-comunas-de-la-region-metropolitana/

[5] Colectivo Situaciones, “19 y 20. Apuntes para el nuevo protagonismo social”. Ediciones de mano en mano, 2002.

[6] “¿Cuál es la lección que buscan darnos, al apuntar directamente a los ojos? Mutilar los ojos de quienes han invadido las calles, denunciando la precarización extrema de la vida y lo insostenible de la opresión que amenaza una y otra vez la dignidad humana…”. Andrea Ugalde, “Chile despertó: disparando a los ojos de medusa”. http://carcaj.cl/chile-desperto-disparando-a-los-ojos-de-medusa/

[7] Raúl Prada Alcoreza, “Una mirada retrospectiva al proceso constituyente”. https://www.bolpress.com/2019/02/09/una-mirada-retrospectiva-al-proceso-constituyente/

[8] El concepto de destitución o potencia destituyente se encuentra presente en la obra de algunos autores como Giorgio Agamben y el Comité Invisible, y particularmente en autores de los países del sur, como el Colectivo Situaciones, Silvia Rivera Cusicanqui o Raquel Gutiérrez Aguilar, convirtiéndose en un concepto clave para pensar las insurrecciones que tienen lugar desde comienzos de este siglo.

[9] Andrea Ugalde, “Chile despertó: disparando a los ojos de medusa”. http://carcaj.cl/chile-desperto-disparando-a-los-ojos-de-medusa/

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