Imagen: Fernanda Vicens (@andamiosinteriores)

25 de mayo 2020

De la pasión de hacer fragmentos

por Gonzalo Geraldo Peláez

Una vida mediada por la lectura y medida por los lentes de la literatura
Felipe Charbel

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Como Cheng Ting-Hua, un pobre picapedrero que sólo deseaba golpear y picar piedras, el ensayista afirma y hace su experiencia, sólo perdiéndose en los libros. Y así como Cheng juzgaba cada piedra de la montaña como un diamante o una pepita de oro, para el lector todo es un asunto de perspectiva, y de ello depende el sentido de su escucha, sus desvíos empecinados, las pistas que lo lleven a perderse en su propia piedra de Rosetta. 

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Los ídolos del foro, colectivismos e imperativos de toda laya que cautivan al lector hoy, hacen de las formas, fórmulas y formularios, una virtud de oficina de partes y reclamos. No se puede leer sin las anteojeras de las tendencias o supersticiones de moda, la lectura amonesta con recetas y multas a la orden del día. El lector-modelo nace cansado y viejo, no puede dormir tranquilo ni descansar en paz sin sus idola que atesora como el oro, ese esclavo dorado que ata y desata.

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La forma es el pensamiento, decía Karl Kraus. El ensayo es un cuaderno de  notas, constata la vetustez de ultramodernas fachadas, embozadas todas ellas por los clichés y la fraseología de las iglesias de turno. De los espejismos de esas lenguas, de sus rancios y secos páramos, el ensayista sugiere un acontecimiento, un uso personal de ver y leer las cosas, un pensamiento adensado que hace caer las palabras de tan maduras que estaban.

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Dice Stevenson que el efecto de enamorarse está fuera de toda proporción con su causa. De la misma laya es el acto de lectura, vicio que lo único que promete es el sentido, y cuyas artes, encantatorias y monstruosas, se dirigen a un nuevo libro, al penúltimo libro, a una última palabra que siempre está a punto de producirse.

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El lector compone su autobiografía intelectual contando las historias de sus lecturas, jugando con frases y palabras, desvalorizando conceptos e ideas, notando cuerpos, anotando citas copiosamente.

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El lector que quiere vivir de sus saberes horripilantes, estar en movimiento y anticiparse a los hechos y sus razones, se procura de largas horas de meditación, arrellanado en un banco o caminando sin apuro. De allí que a los lectores inclinados a los pensamientos caminados o apoltronados se les llame vagabundos.

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Skuka. Spleen. Acedia”.
El lector tumbado o apenas en pie, absorto y en silencio, pondera y celebra alegremente libro tras libro, autor tras autor, un mantra, el del tedio, el del aburrimiento.

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Liberalia. Liberalidad”.
El lector tiene como única máxima: no hacer nada. Libremente abre y cierra libros, se salta páginas, no tiene prisa ni piensa terminar. El hastío es su salvación, sabe que la vida siempre se puede mirar de lado.

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La lectura somete a la crítica, justa e ingenua, a una especie de hechizo que exagera el sentido, transformando su anzuelo, su engañifa, la plenitud, en interrupción, vaciamiento. Lo que detiene, lo que suspende la verdad, su sentido, es la lectura. Y la verdad del sentido se lee, se hace legible porque hay hiato, residuo.

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“Procrastinar”.
El lector no persigue ideas, las retrasa, sueña con sus relieves y detalles hasta la extenuación, hasta la desaparición de ellas. Su utopía digresiva indigesta a la crítica que hace del discurso el menú de todos los días.

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“Serendipia”.
Un estilo claro, enfático, oxida, hollina la lengua. No hay un uso deliberado de la lengua. Los signos se repiten, varían, la duración es un instante. La lectura fatiga, desgasta las trampas de la conciencia, su identidad diáfana con el lenguaje. Mentar la lectura es dar con la imprevisión del mundo, franquear el lenguaje, confiar en las cosas.

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“Zuihitsu”.
Como Sei Shônagon, cortesana que usaba sus papeles y cuadernos como almohada, el ensayista escribe morosamente y en silencio trazos, signos que le son desconocidos. Y así como una mano de mujer dibuja fragmentos al correr del pincel, el lector hace de calígrafo insomne al entrar cada madrugada en el tiempo del brazo y de la mano, del tintero y de la tinta, abriendo sendas de libros e imágenes de ayer.

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