01 de mayo 2023

Diario de un supervisor

por Alberto Parra Asenjo

Me emparento con los poetas menores. Los que en el canon rozaron la poesía a través de otros oficios y no a través de la poesía. Mis oficios han sido varios. De alguna forma he conseguido esta vez oficiar de supervisor. Conceptos como plataforma, dotación, niveles, flotan durante la inducción online, en plena pandemia. Me ubico rápido en ese canon, la poesía de la distribución, las enumeraciones de Whitman. Estoy dentro. 

Un mensaje de whatsapp de un número desconocido: El MAT no procesa esta id: 223456, ¿lo puedes revisar? Ninguna capacitación aún, nada me previene. Lo escalo. Te aviso le pongo. Hago click en su avatar para buscar su nombre pero no lo encuentro. No se lo pregunto.

Un correo agendando una meet. Otro correo con el drive de asistencia. Otro mensaje desconocido: Hola, no me puedo loguear al ININ, hice ticket: 2343, ¿me lo ves? Copio y pego: Lo escalo. Te aviso.

Luis Toro me ha agarrado cariño. Es otro supervisor. Hemos comentado nuestros sueldos y discutido sobre la formación. Mientras nada se nos enseñe, nada se nos exige, fue la consigna resumen. Pasamos el día conversando por whatsapp.

De la silla a la cama me pongo a pensar. Soy parte de una operación. Una variable que se desconoce fuera de su alcance. Un todo concreto que decide no ver. Lo que se escala. ¿Se escala el poema? ¿Lo disponibiliza el libro hacia una nueva operación? Una intuición: si se empuja, toda expresión cultural puede ser más o menos vulgar.

Pienso en reírme de algunos de los nombres de los ejecutivos, pero no me río. No me prohíbo, realmente no lo deseo, pero pienso en ello. Pienso que sin sus nombres y en el registro del :id todos somos lo mismo: una variable en el alcance.

Ausencias de hoy: Osvaldo no se logueo. Isa llevó a su hijo a la clínica; una infección en la mano producto de una picadura. Eric y Edwin ambos en día de vacuna. Edwin su segunda dosis, Eric la primera. IT no gestionó la clave de Yenalid; la pongo presente. Osvaldo queda ausente. Todos los demás me deben las horas.

Reunión con el KAM a cargo de nuestra plataforma. Visión, desempeño, vigor. La meet tiene aire de dojo capitalista. Cuando me presento recorro mi CV con astucia, aunque se me instale el nervio en el estómago. Cuando me consulta mi propuesta, solo puedo comentar: Mejorar la calidad de atención”. El silencio posterior es elocuente, pero ante la premura de mi contratación, tengo la sartén por el mango.

Isa me envía el comprobante de atención médica junto con una fotografía de la mano de su hijo. Parece una empanada de fonda. De fondo y desenfocado el niño, con mascarilla en la boca, levanta la mano hacia la cámara. Sus ojos muestran el dolor. Es la prueba que necesito para justificar su ausencia. 

Me previenen por la mañana sobre la actitud de Yara. Su porcentaje de cumplimiento es de los más altos, y cuando trabajo el excel de liquidaciones puedo ver que lo que recibe en ventas cuadriplica mi sueldo. Sin ningún acceso aún, poco puedo gestionar desde el backoffice. Se multiplican los casos de ventas tullidas en el limbo del escalamiento. Yara se molesta: Otro más que no cacha nada comenta en el grupo de whatsapp. Cecilia, agente / apoyo designado, me escribe por interno: No debería hablarte así. Mi inutilidad previene mi molestia. Le escribo a Yara pidiéndole paciencia. Desempolvando las habilidades blandas. Pero Yara no desea excusas ni disculpas, necesita gestión. Yo miro los aplicativos, los portales, las herramientas, y todas me parecen enterradas en los 90`s. Diseños de enciclopedia Encarta. Yo sé que estas cosas funcionan mal, pero usted debería ser capaz de ayudarnos. Yara conoce el servicio mejor que yo, como suele ocurrir en los call center. El supervisor, la mayoría de las veces, no es más que un ojo regulador, un capataz romano que previene los desfallecimientos en virtud de la llamada contestada o la venta realizada. Esa misma posición es la que permite no justificarme más y simplemente dejarle el visto. Le confirmo a Cecilia: Es bien chúcara esa niña. Se lo dije me responde.

Contemplo en el panel de login los estados de los ejecutivos. A la hora pactada, nadie en línea. Cae la primera llamada y cae el nivel de atención. Así la segunda, la tercera. Como estrellas en el atardecer, comienzan a aparecer los ejecutivos. Algunos de ellos clavados en estados improductivos, y el aplicativo me permite observar sus escritorios. Nada, el mouse detenido, la página congelada. Un mensaje por interno. Un “estoy conectado”. Un mouse que resume su movimiento. Esta operación se repite hasta agotar el iterador, y luego volvemos a recorrer la lista. Pronto empiezo a forzar los estados, de ocupado a en línea, de break a disponible. No cae el nivel de atención, pero sumamos a la reincidencia. En algún sitio (y casi siempre) existe un cliente que nos fustiga en su fuero interno. Un cliente que ha tenido la paciencia de navegar el IVR hacia la tediosa música de espera, para que luego su llamada se derive hacia un ejecutivo falsamente disponible. Descubro en la imaginación de este flujo un placer cruel que envicia, pero no abuso. En estas estructuras siempre hay alguien que está mirando el registro del log

En la reunión agendada el KAM parece mucho más simpático que en mi presentación formal. Es de estos ingenieros que se toman bastante en serio los “colores” de su marca: el púrpura, lo juvenil, lo atrevido, lo sagaz, todo dentro del serio compromiso capitalista de engrosar el margen. Curioso como toda forma de revolución termina estampada en una polera o un mug. Juntos espiamos los escritorios de los ejecutivos de forma remota. Según la vigencia del estado improductivo, vemos que la mayoría de ellos no hace nada realmente, y concentra su trabajo en horas esporádicas. Esto es lo que yo necesito que tú hagas me dice, mientras le envía un mensaje por interno a un ejecutivo para devolverlo a la operación. La nomenclatura militar, entre conteos y bajas, los kpi, junto con el “espíritu de marca”, todo eso es delirante. Uno puede distinguir, dos peldaños más arriba que un ejecutivo en la pirámide corporativa, una dinámica de leprosario abandonado. No muy lejos, estos KAM manotean la salubridad cubriendo sus rostros apenas con máscaras de pájaro, pero debajo del speech vanguardista muestran las mismas pústulas que nosotros, los condenados al encierro precario.

Luis me comenta su proyección. Sin ningún temor y en una situación de privilegio, este trabajo lo tiene “sin preocupaciones”. Como muchos del rubro, Luis es de los que se hacen echar habiendo cumplido cierto ciclo, y como este rubro enseña además a vivir con poco, la compensación se puede estirar algunos meses, sin miedo a la pobreza. Ambos estamos pendientes a la capacitación, no realmente deseándola, pero usándola de excusa para trabajar poco y cobrar poco. Un pdf que circula entre los ejecutivos advierte que la certificación no es tan sencilla, y los supervisores deben pasarla con un 95% de cumplimiento para continuar en la plataforma. A diario el KAM me consulta si hemos recibido fecha para la capacitación, pero no, no hemos recibido fecha para la capacitación, sin embargo, la fecha de la certificación ya está agendada.

El rubro permite ennoblecerse, es uno de sus beneficios principales. Inmolarse en el cariño humano y la empatía ante la miseria. O bien someterse a la operación como soldado. Pensando en bajas necesarias, en productividad, en el panóptico de un francotirador. Pero si se conserva algo del tenue lazo de la raza, podemos imaginar (o recordar) una madre que va a la feria con sus tres hijos, a la hora de almuerzo, para volver trotando a conectarse al ININ y cumplir el turno que justifica las compras que acaba de hacer. La imagen es intencional y no tiene ninguna sutileza, pero si dejamos que estas imágenes desfilen continuamente, podemos hacer algo, algún gesto que haga la vida de esa madre más llevadera. En medio de la pandemia, suscrito al trabajo remoto, estas imágenes y estos rostros son más difusos y aparecen como molestias en el whatsapp, invadiendo un espacio personal donde toda empatía cede a mis propias necesidades. Rostros imaginarios como vecinos molestos o mendicantes tullidos. Los problemas e impases parecen más responsabilidad de cada quien, y no puedo comprometer mi sensibilidad al dolor de esos mensajes prácticamente anónimos. Cuando Isa a medianoche me envía una fotografía de la mano ya deshinchada de su hijo, me alegro de no tener que justificarle al KAM la baja adherencia de la plataforma.

Esa noche, del escritorio a la cama, tengo un sueño terrible donde mi brazo se me hincha desde el hombro hasta la palma. Un brazo como un tumor que no deja de crecer y me presiona el cuello, ahogándome. El sueño termina cuando, desesperado, decido aliviar la presión haciendo un corte horizontal a lo largo de todo el brazo, exponiendo la grasa y el músculo, salpicando de sangre el living de mi pequeño departamento.

Las variables se diversifican y complejizan, sus nombres alternan caracteres para diferenciarse uno de otro. Imposible identificarlas a menos que se memoricen dentro de un largo listado. Pero, contrario a un script de programación, estas variables no sobreviven, no son indispensables para que el programa corra hasta su conclusión. Son variables sobrescritas, dispensables, construidas para la transitoriedad, por necesidad, pero sin necesitarlas. No hay nada ejemplar, nada consistente, nada indispensable. Son variables no definidas salvo por su output. Lo que se espera de ellas. Si esta expectativa se frustra, la variable cambia y se adapta. En el ejercicio de la particularidad, el trabajo no específico es un grillete y un yunque, la cárcel de la precariedad.

Un documento sobre la cultura advierte sobre “nuestros” valores. “Somos” atrevidos. “Somos” disruptivos. “Somos” innovadores. La tipografía, la iconografía, la paleta de colores son valores que no varían, una institución de carácter. El documento se bautiza “La Biblia” en su tipografía púrpura intensa. Por interno debo preocuparme de que los ejecutivos reciban y lean el documento para luego evangelizar. Valores que deben predicarse como sacerdotes. Algunos acusan recibo usando signos de exclamación. Otros solo un emoji frívolo. En el mejor de los casos el documento descansa olvidado en la carpeta de descargas. Como un comprobante de transacción, una boleta de servicios o un manual de autoayuda.

Por la mañana organizo mi lista de contactos. Mi whatsapp ha dejado de ser una app social. Mis amistades y mi familia se diluyen al final de una larga lista de números no registrados. Voy intuyendo los nombres, consultando por interno, registrándolos en el celular. Reviso las inquietudes que he “escalado”. Cada interacción supone un caso que arranca hacia una burocracia invisible. Un ejercicio de escritorio y prestidigitadores fantasmas. Saludo a algunos por cortesía vulgar, como la firma al final de un correo o los “esperando se encuentre bien” que preceden a algún requerimiento. Hola super me contestan algunos. Otros no responden. Confío en ese silencio como afirmo los defectos de esta operación. Los modales de los otros son una confirmación de un equívoco. Juglares y bufones de la corte. Charada organizada que aún defiende la bandera púrpura.

Un nuevo documento aparece en mi bandeja de Gmail. Log de vacunación. Distintos colores en las celdas se corresponden con la cantidad de vacunas de los ejecutivos. Se intuye la vuelta presencial. Los cubículos. Las impresiones en baja calidad de mensajes motivacionales. Los cuadros enmarcados de los “empleados del mes”. Mi imaginación enciende distintos rostros que tendré que enfrentar. O bien guiar hacia un buen servicio. Después de la peregrinación y hacinamiento del metro, sacudirse la humanidad para entrar en las oficinas, ubicarse en el asiento vencido y supervisar. Otro correo finalmente anuncia la fecha de la capacitación. Tres días de cultura, procedimientos y aplicativos. Y luego, inmediatamente, la certificación. Cae en mi casilla y poco después Luis Toro me pregunta si recibí el correo. ¿Qué correo? le pregunto. El correo que acaba de llegar a tu correo me responde.  Cuando le respondo no aludo a su pregunta y consulto dónde puedo encontrar el archivo actualizado de la dotación.

Más tarde, apenas el reloj permite que me desentienda del computador, me recuesto en mi cama a revisar la “biblia”. Como un niño desentrañando un cómic, los colores y las frases construidas me sumergen en una atmósfera de marca. La juventud como avatar seduce al final de cada capítulo, vistiendo lo que se considera rebelde: faldas cortas las mujeres, aros los hombres, piernas y muslos, bíceps y pectorales. Acostumbrado a lo sublime, las enumeraciones poéticas y el poco esfuerzo del verso, estas imágenes me excitan más allá de mi horizonte. Me provocan, es la palabra. Un extraño placer violento de superioridad estética. La fingida lucidez de mis poemas morales no me parece más digna que la pose altanera de una afrodescendiente de cintillo púrpura. 

Luis me pide que lo cubra durante la tarde. Me dice que tomará parte de su hora de colación pero necesita una hora más y me transfiere sus accesos al ININ para quedar registrado en el log. Me extraña que no espere mi aprobación y que entienda que lo cubriré de todas formas. Supongo su actitud corresponde a un acuerdo tácito entre supervisores. Le pregunto por qué necesita ausentarse. Tengo una entrevista de trabajo presencial me responde. Le deseo “la mejor de las suertes” sin convicción. Me pone alerta su inquietud y pienso que yo debería estar haciendo lo mismo. Reviso mi página de linkedin, preocupado de la ortografía, único currículo de valor. Decido actualizar mi CV y poner mayor énfasis en ciertas experiencias. Una corrección de estilo que justifica la mañana entre la baja adherencia de la primera jornada de vacunación y el paseo anual de la empresa contratante. 

Un desliz piensa en la droga, el sexo y la amistad, en ese orden. Recuerdo momentos donde me incendié prefiriendo la noche como moraleja de la precariedad. Prefiriendo el roce humano a la búsqueda de la estabilidad. Rechazando oficios específicos cubriendo el valle con pensamientos esporádicos sin valor. Mientras la avenida soleada revive mañanas de resaca, esperando la colación que comeré en mi escritorio, mi whatsapp se llena de mensajes que no atiendo. La vibración en mi pierna derecha es como una conversación borracha que me traspasa. Una vociferación de un proyecto inútil que consagra una amistad leve y transitoria.

Mastico en mi escritorio esperando que vuelva Luis a la hora convenida. Pierdo el tiempo leyendo los mensajes de whatsapp que se han encolado en mi bandeja. Reenvío las gestiones al chat de supervisores de la plataforma. Los mensajes que corresponden a la plataforma de Luis quedan a la espera. Su plataforma, una campaña outbound, genera el grueso de las ventas de todo nuestro call. Llamadas que uno se sacudiría como un zancudo molesto. Planes y contratos, mb y minutos, sms y redes sociales. Una oferta barata de baja cobertura y pésima postventa. Entre los mensajes uno de Isa, solo un “hola” pendiente de mi respuesta. No respondo por temor a lo evidente y en mi configuración de whatsapp no puede saber si he leído su mensaje. Esta herramienta que antes me ayudaba a acortar distancias ahora me aqueja con su continua presencia. Todo esto mientras acabo mi colación. Satisfecho dejo mi celular en el escritorio y me arrojo en la cama. Una inercia me compele a llenar el espacio de alguna actividad productiva. Miro las solapas de los libros en la estantería. Mi celular vibra. Me levanto hacia el escritorio y la pantalla muestra un anuncio de cursos gratuitos en la universidad de Yale. Justo en ese momento un nuevo mensaje de Isa: ¿Hola? No atiendo. Dejo el celular y vuelvo a la cama con el computador, monitoreando niveles, abriendo un documento de word inconcluso y el pdf con el material para la certificación. Codificado en el tedio, el pdf me parece ilegible mientras me va ganando un sopor de siesta. Lo resisto mientras surfeo la nomenclatura. El color púrpura aparece debajo de mis párpados como destello de ciudades futurísticas. Cuando abro los ojos la luz azul del computador me enceguece mientras la pieza se llena de un color anaranjado y violeta. La vibración del celular se vuelve un espasmo de somnolencia. El sopor somete mientras caigo hacia un sueño de piscina, conversando a torso desnudo con un gerente que me abraza del hombro y me felicita. Me besa en la mejilla, un beso húmedo, y cuando nada hacia el otro extremo de la piscina, el agua que salpica en mi cara me deja un olor a cloro que borra el recuerdo de su saliva. 

Luis fustiga mi ausencia. Me dejas mal a mi me escribe en uno de sus últimos mensajes. Lo leo despertando, sintiendo aún la tensión de las legañas en mis comisuras. Otros mensajes siguen a la cola de la bandeja. No atiendo. Vuelvo a dormirme así, celular en mano, con ropa sobre el plumón blanco, esperando un desastre o la transformación. 
Por la mañana Cecilia me escala el caso de Isa. Su hijo está muy enfermo y no va a poder conectarse al turno a.m. Un cansancio fantástico me previene de cualquier preocupación. Continúo la rutina como cualquier otro día. La capacitación comienza durante la tarde, primero una “jornada de encuentro y responsabilidad” y luego el primer repaso a los accesos y herramientas. Uno tras otro me caen correos donde debo configurar un password en distintas aplicaciones. Me puedo desentender de la plataforma porque debo atender las distintas reuniones pactadas.  Los casos acumulados por mi desidia se han escalado por una mano invisible. La primera reunión con el KAM esconde otros siete participantes ocultos tras la charla motivacional del dojo. Extrañamente Luis no se encuentra entre ellos. Reviso mi celular y veo que ha sido eliminado de los grupos de outbound y chat. Las cadenas de correos tampoco mencionan su dirección. Lo consiguió… pienso, en el mismo lenguaje meritocrático. Reviso mis contactos y veo que su avatar ha desaparecido de la ventana de whatsapp. El KAM le da la palabra a un tipo de cargo inespecífico, líder de cultura o representante cultural, un gordo flácido con cintillo gamer y afro judaico. Detrás de él un par de guitarras y un sintetizador. Nos pide introducirnos uno a uno mencionando nuestra experiencia, gustos y hobbies. La tensión me distrae de la vibración constante de mi celular. Escucho nombres de empresas, cargos, deportes y pool. Enumero en mi cabeza mis aficiones, en orden de relevancia, para intentar causar la mejor impresión. Por orden alfabético soy el último en exponerse. Tengo menos de cinco minutos para ordenar mis ideas antes de mi turno. Reviso mi celular para distraerme y forzar la improvisación. En el grupo de chat todos hablan de Isa con preocupación. Hablan de flores y velorio. Hablan de día libre y enfermedad. Yo pienso en la poesía, en las clases de inglés, en el kárate y los cursos de programación. Escarbo mis virtudes para encontrarme con una pared blanca, como el nombre de dios: un fundido a blanco que me reuniría con algo.  Algo inespecífico, sin especialidad y sin control. Mi turno lo anuncia el KAM. Siento mi brazo hincharse por la presión arterial; la ansiedad de una llamada entrante. El último mensaje de Isa se incendia como un estigma. Una llaga roja y purulenta. Me quedo así, en silencio, tiritando y sudando. Prendo la cámara en un último instante de inmolación. ¿Y bueno? me interroga el KAM, clavándose en mi sonrisa de buda. Escucho apenas estas palabras mientras fuerzo la salida de la meet mirando mi reflejo en la pantalla oscura de mi computador.

Alberto Antonio Parra Asenjo (Santiago, 38 años) es un escritor y músico nacido en Valparaíso. Su primer libro de poesía: “Monumentos” es una autoedición limitada de 100 copias. Con su banda “Vago Sagrado” han publicado 5 LPs con distribución en distintos formatos físicos (cd, cs y vinilo) en distintas partes del mundo. Actualmente trabaja en un segundo volumen de poesía y en un volumen de cuentos.

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