Ilustración: @seniora.serpiente (intervenida: obra completa más abajo).

23 de noviembre 2020

El accidente Piñera

por Danilo Billiard

“Los lumpen son, y eso se sabe, el caldo de cultivo del fascismo”,

Armando Uribe & Miguel Vicuña, El accidente Pinochet (1999).

“Una sociedad que privilegia en forma desmedida el presente, EL TIEMPO REAL, a expensas del pasado tanto como del futuro, privilegia también EL ACCIDENTE”,

Paul Virilio, El accidente original (2009).

Las fake news no tienen otro propósito más que propagar la incertidumbre respecto a la percepción de los acontecimientos, y cuya eficacia radica en su capacidad de producir emociones como la angustia o la ira, desencadenando la confusión generalizada y la dificultad para comprender lo que ocurre. El hábitat de las fake news es la dromosfera, es decir el plano de la velocidad, allí donde se disipa la visión periférica y quedamos expuestos a la catástrofe. Las fake news son el accidente de la inmediatez noticiosa.

Pero, cuando las fake news se transforman en el discurso oficial de líderes mundiales y autoridades públicas, que cuentan con la privilegiada cobertura de los grandes medios de comunicación, es que lo falso de la noticia pasa a convertirse en un espectáculo político escenificado en la dramaturgia mediatizada de las pantallas.

Eso ha hecho precisamente Sebastián Piñera cuando califica de “accidente” la agresión que funcionarios de Carabineros perpetraron contra dos menores de edad en una residencia del Sename en el sur de Chile, con la intención además de empatar cuando alude a la preocupación por un “uniformado herido”, después de haber hecho una apología del ahora ex general director de Carabineros, Mario Rozas.  

Por eso la costumbre de Piñera es apelar a su buena fe, como si la veracidad de los hechos dependiera de un prestigio personal o una honestidad que pudiera probarse únicamente en una afirmación que está legitimada por su estatus. Se sabe que Piñera tiene delirios de grandeza, y es deplorable la pérdida de pudor que lo aqueja al verse acorralado por la escalada de hechos desfavorables que se suscitan semana tras semana en torno a su ya defenestrada administración. Hechos que, dicho sea de paso, él mismo se encarga de gatillar.

No son palabras desafortunadas sino convicciones las del todavía presidente de Chile. Palabras violentas que irritan la sensibilidad de un país afectado por una doble crisis: la social y la pandémica. Eso da cuenta de su grado de desconexión y desidia con los problemas colectivos de aquellas mayorías que dice representar.

Entonces ¿cuál es la posibilidad interpretativa de que los dos menores heridos a bala en el sur hayan sufrido un accidente? Se ha sugerido la destitución de Piñera y se ha exigido su renuncia. En el fondo, el factor decisivo cuando ese tema ha sido abordado es el descalabro ético de Piñera, su persistente tendencia a negar lo evidente, su arrogancia provocativa, puesto que cada vez que requiere sacarse un problema de encima y enmendar su cuestionado liderazgo, somete al escrutinio público a los otros dos poderes del Estado, agravando así la que él mismo reconoce como una crisis de legitimidad.

Es difícil entender lo que pueda estar pensando. Pero no importa. Hay que quedarse con lo que habla. Piñera ha ridiculizado la función presidencial que su sector tanto defiende como bastión del Estado democrático. Quien lo suceda tendrá la difícil tarea de reparar el daño que ha ocasionado su gestión, siempre manchada por esa incontenible tentación de hacer uso de la magistratura que detenta para ponerla al servicio de sus negocios. Ambición y egoísmo fanático reunidos en un solo hombre.

Es él en realidad el más grande accidente que podemos reportar en el último tiempo. Un accidente que le ocurre a la institucionalidad política y a todo el país, un accidente que, en todo caso, viene de mucho antes. Por eso (recordando un libro de Armando Uribe y Miguel Vicuña, El accidente Pinochet), resulta un absoluto sinsentido que se le quiera blindar para proteger la función presidencial, cuando en rigor nadie más que él la pone en peligro.

¿Qué importancia tenía Pinochet y qué importancia tiene Piñera para los asuntos internos del país? Cuesta encontrar una respuesta que sea lógica. Habría que preguntárselo a sus centinelas, a los que se escandalizan cuando se cuestiona el guzmaniano cuórum de los 2/3, que otorga poder de veto a una minoría. Habría que preguntárselo a los que motejan de antidemocrático el proyecto que quiere modificar ese cuórum, cuando en rigor lo más antidemocrático que ha prevalecido en Chile en los últimos 30 años son esos 2/3, fórmula ante la cual algunos en la izquierda estuvieron dispuestos a resignarse.

Ellos (y nadie más que ellos) seguramente saben qué favores ha concedido Piñera para venerarlo como si fuera un santo de la patria. Entonces recordemos los primeros pasajes del prefacio a El accidente Pinochet, donde Armando Uribe profetizaba que “Este proceso no terminará jamás. Es el de una figura que ha existido desde muy antiguo, y volverá a repetirse (como un terremoto) cuando no se lo espera”.

Y tenía razón, pues ¿no fue un terremoto el fenómeno de la naturaleza que acompañó, hace ya 10 años, la llegada de Piñera a La Moneda? La tierra se remeció para avisarnos que ese espíritu arcaico había sido conjurado. Piñera (como lo fue Pinochet) es un arquetipo del inconsciente colectivo que encarna lo más horrible y atávico de la historia de este país. Su violencia intestina que, siendo el fantasma que la recorre, se quiere legítima (parafraseando a Armando Uribe). Como Pinochet, Piñera marcará una época: Pinochet la del horror, Piñera la de la miseria. Es el presidente de la miseria humana.  Ambos son el anverso y el reverso de la moneda neoliberal. Nada puede ser peor después de Piñera, nada puede ser igual.

Piñera sonríe pues desencadenó un cambio. Afuera hay una marcha coreando a todo pulmón que es un asesino igual que Pinochet, pero él no escucha más que su nombre, y eso le basta: ¿a quién encarna la persona de Piñera? ¿Cuándo comenzó el arquetipo? Como Pinochet, Piñera querrá gozar de la inmunidad soberana que la ley le confiere a los Jefes de Estado para que lo acompañe hasta su muerte. Los separa solo una cosa: Pinochet se hizo del poder gracias a la fuerza; Piñera llegó a ser presidente por medio de las pantallas. Violencia y fraude, tortura y adulación, crimen y anestesia, que repiten dos veces la historia: primero como tragedia, luego como farsa.

Porque en el tiempo que Pinochet fue traído de vuelta al país por los partidos de derecha con el apoyo de la Concertación (como nos lo recuerda el diálogo fructífero entre Armando Uribe y Miguel Vicuña), un aspecto vergonzoso a destacar era la ignorancia jurídica por parte del gobierno de Chile en materia de Derecho internacional, lo cual marca un precedente respecto a lo que está ocurriendo hoy, cuando hasta el propio Piñera rechaza el primer informe entregado sobre violaciones a los derechos humanos, alegando con vehemencia que no eran “sistemáticas”, ya que seguramente le parecían “accidentales”.

El filósofo francés Paul Virilio nos proporciona una definición inquietante del accidente, al que consideraba una consecuencia del progreso. Todo descubrimiento es una invención: la bala es la concatenación de velocidad y violencia. Es una de las principales causas de muerte en el mundo. Portar una pistola es llevar consigo la posibilidad de asesinar a otro. Y se dirá que hay armas no letales, pero esas provocan daños oculares como hemos visto en Chile. Es imposible describir el orden sin pensar en la crueldad que requiere para su conservación. Dosis controladas de dolor, pero dolor al fin y al cabo. 

Piñera insiste en la tesis de los accidentes porque es el mecanismo político para que la impunidad sea garantizada. Un accidente es un hecho imprevisto que acontece en la civilización que se desenvuelve en la inmediatez, como observa Virilio, y que en este caso tendrá responsabilidades individuales pero no explicaciones estructurales. De ahí que analizar el accidente como consecuencia de una política institucional, sea reconocer que es el efecto del descontrol que implica el crecimiento hipertrófico del apararto policial, y que por lo tanto cualquier “reforma a Carabineros” supone la interrupción de ese proceso, ante el peligro vital de seguir alimentando ese monstruo que se vuelve refractario cada vez que se le contradice.

La bala viaja más rápido que nuestra capacidad de esquivarla. A diferencia del cuchillo o del garrote, si alguien te dispara no hay margen de maniobra: ¿qué opciones tenían esos niños de escapar de los proyectiles que se introdujeron en la carne de sus cuerpos luego de que dos policías accionaran el gatillo de sus pistolas autorizadas por la ley? Las piedras y las balas nos hablan de violencias asimétricas, en ese juego de la diana y el blanco, de la muerte que persigue al cuerpo, enfrentados ahora en una guerra civil globalizada. Y conforme se intensifica la guerra, con ella también su justificación. 

Justificación cuyo nombre es la paz: exigencia que se hace al enemigo para que firme su acta de rendición. Suena espantoso, pero la paz es un cementerio que se construye sobre cadáveres y castigos. La paz es el nombre religioso con que el fascismo nos anuncia que no nos dejará en paz, y que nos llamará violentistas, incivilizados y parias cada vez que decidamos resistir a sus afrentas. Porque vivir en paz, ese derecho tan humano (como si algún derecho no lo fuera) no es lo mismo que imponer la paz “por la razón o la fuerza”.  

Hay en la estupidez humana siempre una presunción de sapiencia de orden superior. El neoliberalismo no solo frivolizó a Chile, sino que además lo dispuso al fascismo. El fascismo vive de relatos heroicos para hacer del sacrificio humano un motivo de orgullo. Hace de la violencia un espectáculo que a cada instante es transmitido por televisión. El fascismo se alimenta de los clichés. Es chabacano y hace juicios de valor todo el tiempo. Desprecia la actividad intelectual. Compite en cualquier instancia. Su obsesión es ganar. Su dios es el dinero. Hace de la mediocridad, de la trampa y de la indecencia, los signos de la inteligencia social, de la astucia: “la viveza del chileno”.

Piñera, personaje pragmático de la política y un lumpen-empresario que se enriquece como corredor de bolsa y debuta robándose un banco, llega a ser quien es porque estuvo dispuesto a someterse al ridículo espectáculo que nos fascina, con tal de conseguir su anhelado lugar en la historia de Chile. Porque el fascismo se  mediatiza en el marketing televisivo, y Piñera es un producto de ese marketing (“Piñericosas”).

Y al igual que Pinochet, Piñera es un ello: “emanación del gran y secreto Inconsciente”, escribía Armando Uribe. La idolatría electoral (voto irreflexivo) que lo terminó convirtiendo en presidente por segunda vez, habla de una mezcla de ingenuidad campechana, anticomunismo pulsional y degradación intelectual que solo el miedo y el egoísmo pueden explicar, sentimientos y condiciones que no solo afectan a las clases medias o populares, sino que también (y sobre todo) a los habitantes de las tres comunas de más altos ingresos del sector oriente de la capital.

No hay egoísmo sin miedo, ni hay miedo sin incomprensión. Ha sido nuestro Donald Trump, y lo hemos pagado caro, porque aprender de las lecciones nunca fue gratuito, como nada es en este país.  

Obra: @seniora.serpiente

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