27 de marzo 2023

El escorpión

por Mónica Ramón Ríos

El cuento que a continuación presentamos pertenece al libro Autos que se queman, de Mónica Ramón Ríos, publicado por Ediciones Libros del Cardo (2022).

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Hay personas que llegan a este mundo con soles negros como ojos, rodeados de cuidadoras de las lenguas drávicas y riquezas escondidas en islas lejanas. María reconoce las palabras leídas, años ha, en un libro de la escritora. Algunos nacen con sus historias trazadas. Quién sabe qué hace el resto, sus nombres difusos, sus cuerpos transparentes.

En la sala de espera de la estación de tren, María hojea la carpeta con papeles e instrucciones que esa mañana la escritora le entregó en su estudio de Brooklyn. Desde que había empezado a trabajar como su asistente, María da pasos como pluma para no interrumpir a la escritora en su mesa de trabajo. Pero esa mañana encontró a la mujer con los pies apuntando al cielo, en una posición de yoga, apoyando la cabeza y los antebrazos. Entre respiraciones, le indicó a la joven que debía partir esa misma tarde a Pittsburgh. La escritora había tardado seis meses en conseguir un espacio de investigación en el archivo del museo Warhol, pero su agente le había hecho llegar la noticia de un premio cuantioso que debía recibir con un discurso la misma tarde de la reunión con el archivista. Debía ir a Pittsburgh ella, María, en su lugar. La escritora bajó las piernas y le indicó una carpeta con instrucciones sobre la mesa. Allí había un tiquete de tren en primera clase, información sobre la reserva de un hotel y 200 dólares para su comida. Al salir, María cruzó la puerta donde la escritora todavía hacía sus ejercicios. Observó brevemente el delgado cuerpo erecto sobre los antebrazos, redondeando la espalda y enfilando las plantas de los pies hasta la cabeza. Esa postura, descubrió más tarde en su teléfono, se llama Vrschikasana, la postura del escorpión.

A mediodía, Penn Station es un cúmulo de trajes grises,

sobretodos negros, camisas azules, zapatos ballerina y expresiones tristes producto del temporal y el trabajo. En ese paisaje oscuro, María, en medio de la explanada sobre unos tacones rojos, perfora el cuadro. Balancea sus 110 kilogramos sobre su metro y medio envuelto en un vestido blanco y guantes de encaje buscando el tren 49 con servicio directo a Pittsburgh. Al hacer su maleta, le pareció que esa tenida estaba en sincronía con las imágenes de trenes en su memoria: estelas de humo a través de pañuelos, crímenes en los vagones de primera clase, encuentros casuales, sexo satisfactorio y amor sempiterno. Pero mientras camina por ese andén sucio, la sobrecoge una nostalgia similar a la que la inquietaban en las estaciones vacías de su Chile natal. Algún estudiante la había llevado allí de adolescente para tomarle retratos sobre los que, luego, una enamorada le practicó algún sortilegio.

Su nombre no era María. Lo había adoptado cuando llegó a Estados Unidos, porque cuando decía Constanza los dependientes de las cafeterías o los salones de manicura eran incapaces de repetirlo. Tampoco optó por traducirlo a Constance. Alacrán, la novia que María había abandonado en Linares y que presumía sus traumas como parte de su personalidad, se burlaba del trabajo de la muchacha en la biblioteca comunal, su interés en la lectura y de su nombre. Constanza era el nombre de la inmovilidad, decía Alacrán. Hacía cuatro meses, María dejó apenas un mensaje en la mesita del teléfono en la casa de su abuela, sobre el mantelito a crochet que acumulaba el polvo y transformaba la casa en un lugar sediento. Al llegar a Nueva York, dejó sus maletas en una habitación de Sunset Park anunciada en castellano en un papel escrito a mano y pegado en un poste, y de inmediato partió a tocar el timbre al taller de la escritora, compatriota suya. La escritora ya tenía dos asistentes, pero decidió contratarla entretenida por el heroísmo mariano de esta lesbiana periférica. Le dijo necesitar una asistente que, como ella, hablara castellano y disfrutara las bibliotecas, los archivos sucios y los objetos perdidos. Se requería, había concluido con su voz magnética, de cierta originalidad para detectar el futuro en lo muerto.

María deja que el hombre de uniforme ubique su maletita rosa en la parte superior de su asiento. Elige uno al lado de una amplia ventana para mirar los valles industriales y la salvaje naturaleza noramericana. Cuando el tren sale de la ciudad, observa el contenido de la carpeta. La primera instrucción dice: identificar. En la misma página, sigue una explicación sobre lo real, lo falso, la copia y todo lo que hay entremedio. Agregado a mano con tinta verde, dice: como en la vida misma.

A continuación, hay una serie de retratos de Andy Warhol ordenados de tal forma que se advierte el paso de los años en la cambiante cabellera del artista. Había algunas fotos con el particular pelo largo hasta la barbilla y peinado casi como en una melena, una variación de la que habían popularizado los músicos de los sesenta. En otra foto, las cejas de Warhol habían sido teñidas para armonizar con el blanquecino de la peluca. La siguiente, mostraba a un Warhol con una peluca mal puesta revelando el pelo oscuro que aún conservaba y la belleza de lo impostado.

Su teléfono retumba con un mensaje de Alacrán.

ya le diste un beso a tu explotadora?, decía, cargadas las palabras de veneno.

A pesar de que nunca le hubiera dicho nada ––María había revisado una y otra vez los mensajes de estos meses––, Alacrán tenía ojo brujo y conocía al detalle los paisajes emocionales de su ex. De Constanza, ella se repetía en las noches cuando Alacrán transformaba su mente en un infierno. No de María. María, no Constanza, era capaz de ver claramente a la mujer que abandonó en Chile: esa, la que, para amar, coloniza. Esa, la que busca gloria en una somnolienta provincia, olvidándose en una pantalla cuyo presente siempre-está-en-otra-parte. Esa, adolorida, lista para atacar, porque su Constancia se fue a esa-otra-parte.

Se habían conocido en Linares cuando Alacrán grababa torres de manzanas, litros de leches, fanegas de trigo, tejas cayendo bajo la lluvia. Más tarde, en el living de la abuela de María, Alacrán las editó en un video que exhibió en el Centro de Artes Gabriela Mistral.

No podía haberlo mostrado en otra parte, le dijo la artista al oído antes de darle un beso a la boca virgen.

Eso había sido hace siete años y durante ese tiempo Alacrán iba y venía entre Santiago y Linares. Constancia, como la llamaba esa novia suya, se había transformado, más que en la compañera, en una audiencia fiel: pasiva, silenciosa, inmóvil.

Constanza la que vivía con la abuela, la que iba a misa los domingos, la que leía, la que no tiene espejos en la casa, a la que se le caía el pelo, no había desaparecido del todo en Estados Unidos. Y por eso descendía por el espiral de provocaciones de Alacrán hasta sentirse en un nido de espinas. Esta vez, María no se lo permite.

Trabajando, camino a Pittsburgh, contesta cuidando su gramática. Acompaña el texto con una foto del paisaje enmarcado por el ventanal. ¿Y tú?

María escribe Andy-Warhol-peluca en el buscador. Abre varias pestañas, y lee saltando de una a otra. Andy Warhol nació en una ciudad industrial con un apellido al que le aplicó el serrucho, para exorcizar su origen proletario y un país de nombres cambiantes. Se cita a un amigo cercano que se refiere a su piel blanca, sensible ante cualquier desequilibrio del exterior: las pelucas y los anteojos estaban diseñados como prótesis para esconder las purulencias rojas del primer plano del lente. Una foto, sin anteojos, muestra a Warhol con algunas marcas en la piel, similares a las que a veces aquejaban a María en la cabeza anunciando una pronta caída del pelo producto de desbalances nerviosos. En el siglo XVI europeo, en el cénit de la epidemia de sífilis, las élites utilizaban pelucas para esconder la caída prematura del cabello, las supuraciones sangrientas alrededor del cuello y las concomitantes plagas de piojos que aquejaban a una sociedad sin higiene. Se dice que Luis XIV las convirtió en el último grito de la moda para esconder una alopecia prematura provocada, se conjetura, por una sífilis adolescente y una promiscuidad pansexual. Desde entonces, y como en Europa era más fácil mandar a hervir el pelo falso que lavarse la cabeza, las pelucas se transformaron en objetos codiciados. Antes de estigmatizarlas como el símbolo del exceso, toda clase de hombres respetados, como Jonathan Swift, Alexander Pope o Racine, usaban unos vanidosos rizos sobre unas rechonchas caras blancas y mejillas coloradas.

Un blog dedicado exclusivamente a la historia de las pelucas cuenta que, en el museo de Pittsburgh, ubicado en uno de los pocos pastizales de la ciudad industrial, se conservan cuarenta ejemplares de las varias pelucas pertenecientes a Andy Warhol catalogadas bajo distintos colores, teñidos y fabricación. Durante los ochenta, Warhol mandaba a hacer pelucas con pelo importado desde Italia e hilados localmente en Nueva York. En la parte de los comentarios, a final del artículo, artistpxp96 comenta en castellano: es más fácil que un cuerpo humano entre a pedazos que entero por las fronteras estadounidenses.

Otro artículo afirma que las pelucas de Andy Warhol eran una obra de arte. María va a buscar al museo unas con la marca de su creador, un tal Paul. Una vez, en un gesto altruista o instigado por una fantasía masoca, Andy Warhol observó la cara de asco de Jean Michel Basquiat cuando le regaló una de sus pelucas grises. Años después algún desconocido pagaría más de diez mil dólares por guardarla en una bodega.

En la estación de Filadelfia, un joven con una camiseta estampada con Mütter Museum y el pelo amarillo, casi blanco, se sienta en el otro ventanal. Cuando la mujer en uniforme revisa su boleto, lo envía a clase económica. Antes de irse, el joven observa a María, la carpeta y le guiña el ojo. En el reverso de la polera lleva estampado un gabinete lleno de calaveras.

Desde que su cuerpo dejó de ser una espiga agitada al viento y adquirió su característica redondez, María había sido abordada por varios hombres que usaban pelucas platinadas como las de Andy Warhol. El día antes de irse de Chile, por ejemplo, había salido a caminar por el sendero de un cerro santiaguino. En una colina, a medio camino entre el cénit y el nadir, se encontró con un artista a quien había conocido como el imitador de las pinturas de camuflaje de Warhol. Varios años antes en su estudio, en uno de esos días ardientes y secos del verano santiaguino, vio un antiguo refrigerador camuflado en tonos verdes, y en la pared, una M-16 con el mismo patrón en tonos rosa. María ––porque en ese estudio era María, no Constanza–– discernía si acaso ese hombre quería provocar imitando al más banal de los artistas o si rosificaba a los militares que habían secuestrado al país. Si era esto último, el artista imitaba a los estudiantes anarquistas tirando bombas molotov afuera de la facultad donde ella estudiaba literatura: además de pañuelos en la cara, llevaban pantalones camuflados heredados del mismo servicio militar obligatorio donde les habían enseñado a disparar a los policías.

A manera de explicación, el artista de los borcegos militares y la voz suave la condujo desde su estudio a una exposición donde Carlos Altamirano había colgado un televisor antiguo desde el techo con un alambre de púas. Las imágenes del mar en el monitor adquirían así una violencia abismal. En la sala contigua, había un cuadro de 110 por 70 centímetros con la imagen de una sopa Campbell’s. La cita visual era apenas notoria bajo un collage o un grabado intervenido con varios colores en arcoíris, tierra y mierda. Un marco pintado separaba la imagen casi ilegible del resto del cuadro, compuesto de trazos blancos y azules que representaban el papel mural de una casa de provincia cualquiera, como la suya en Linares. Alrededor de la pintura, un marco dorado ordinario anunciaba la indistinción semántica entre el adentro y el afuera. Cuando María levantó la vista, el hombre de la cresta amarilla llevaba puesta una sonrisa lasciva.

El artista del camuflaje todavía usaba los zapatones militares y las camisetas rosas con las que lo había conocido. Sin embargo, en vez del pelo amarillo, llevaba una cabellera grisácea parecida a una de las pelucas tardías de Warhol.

En otras fotografías incluidas en la carpeta, la peluca de Warhol estaba arreglada como una palmera amplia y juguetona. Dos hojas corcheteadas, fotocopias de The American Poetry Review, contenían un poema de William Lessard titulado “Warhol’s Wig: 1986”: “in late photos, it attained a tropical effulgence / silver fronds blossoming”, y como si hubiera estado escuchando a algún teórico de la fotografía, le pareció estar ante la imagen de la muerte: “plants that flower before dying / mast seeds at prolific intervals”. En la carpeta, había una serie de folletos de fábricas de pelucas que vendían copias de las de Andy Warhol. Al parecer, eran populares para travestirse durante las fiestas de Halloween y, como ella misma lo había comprobado hacía unas pocas semanas, entre los turistas.

A principios de noviembre, María fue con la única persona que conocía en la ciudad, una venezolana, al lanzamiento de una traducción al inglés de la escritora parisina Valerie Mrejen, cuyo libro Eau savage habían desgajado juntas bajo las sábanas alguna vez cuando ambas estaban en Chile. Eran las siete de la tarde y ya estaba oscuro. Una neblina densa y fría le daba el tono gótico a la polvorienta parte baja de la isla de Manhattan, y se extendía a las capas de pintura azul o gris sobre un muro de ladrillos. María llegó tarde, cuando ya todos se levantaban enojados porque Mrejen no había aparecido. Los europeos altos y con trajes de sastre le apuntaban con miradas malignas su cuerpo moreno sobre terraplenes de diez centímetros. Fumó un cigarrillo tras otro hasta que la venezolana apareció unos veinte minutos después. La seguía un grupo de editores y traductores, entre ellos un hombre incapaz de fijar la vista en ninguna parte, como si estar parado junto a ellas fuera una equivocación. María lo observó, sin saber si saludarlo o no. Era bajo, de movimientos dubitativos, tenía los hombros delgados, una nariz prominente aquejada de purulencias y dientes chuecos bajo una peluca de Warhol comprada en una tienda de disfraces. Cuando María se sentó al extremo de una de las mesas que ocupaba el grupo, el de la peluca le habló con un fuerte acento francés. Editaba una revista de poesía y armaba frases cargadas de sinsentidos dichas con una sonrisa chueca que le hizo recordar a los poetas de boina y soneto en el frío sur de Chile. Decía cosas sobre la palabra y la infinidad, sobre el verso y el vacío, la estrofa y los hoyos negros. María le preguntó qué quería decir, y él, divertido, le dijo ah, capté tu atención. Más bien le dijo en francés algo que se podría traducir como atrapé tu escucha o penetré tu oído. Más tarde, mientras bailaba abrazada a la venezolana, María detectaba al hombre de la peluca parado a su lado, con la actitud de quien espera su turno en la cola de una farmacia. Como si penetrar su oído le permitiera también penetrar su cuerpo.

La invade una nostalgia profunda que la obliga a mirar por un largo rato el ritmo de los rieles bajo suyo, las pipas industriales detrás de los cuerpos de agua congelados.

En su teléfono, hay cuarenta y cuatro mensajes sin leer. Estpy aciendo una series sobre peluquerías.

Alacrán acompaña el mensaje con un ícono del pelo, como si su interlocutora no entendiera sin esta explicación. Está nerviosa, piensa María.

Viajando por too chilito po partí con puros pelos sueltos pero puta k pelúo es pedir permiso a las peluquerxxxs

María leyó con ojos extranjeros, pensó en cómo lo entendería la escritora. La miraría con los ojos serios y le comandaría agregar una nota al pie: en jerga urbana chilena, peludo significa difícil o peligroso, y la forma usada en el mensaje es la aliteración.

O sea imágenes de los pelos cortaos po tu cachx como la película k k co co dirigimx po.

María nunca había tomado una cámara ni pensado sobre la imagen, pero Alacrán insiste en hacerla coautora de sus videos de arte.

Weno verse too chile las cosas han cambiado vierai el museo

de arte conemporáneo de valdivia y el de castro wn na k ver a la wea de antes impresinoante

Tai ahí?

María adelanta varios mensajes al azar. Sería weno k volvierai wn

Testraño

ahora No me respondi los mensajes Quiero saber Quiero saber de ti

Manda foto de tu cara De tus labios

los de arriba y los de abajo

Tengo aki estos dedos míos k no son míos son tuyos.

Y no soporto no poder emtértelos

no sabí lo k me hai hecho iendote asi como te fuiste wna mala es k acaso no fui yo na pa ti

?

Sue´ño contigo todas las noxxxes con tu carne abundante paacordarm imprimí unas pinturas de botero se paresen a ti María se salta varios mensajes más.

En el fondo nunca hai tenido na k decir eres una vendida

no sabi quien eri y

te vendiste a una cuica culia con tayer en niu llork como si te fuera a pescar la yogi master a vo gorda fea soi bien wna

Avanza hasta el final de la conversación ––el último mensaje dice te amo––. María pone un ícono de un dedo apuntando hacia abajo. Lo borra, y en vez envía una rosa roja.

El tren se detiene en Elizabethtown. Cuando la conoció, Alacrán citaba teóricos y decía cosas que, por unos meses, hizo creer a María que había encontrado a una igual. Pronto, sin embargo, Alacrán empezó a repetir las mismas citas; una y otra vez Baudrillard, Preciado, Butler. Sus opiniones eran primitivas, pero, acríticas y carentes de toda lógica, se transformaban, como el fascismo, en una fuente de creación inagotable. Un día que María escribía y tiraba papeles arrugados al suelo, Alacrán le dijo es porque no tienes nada que decir, y le pasó un fósforo para quemar sus cuadernos.

Una vez, en un intento por entender ese mundo silencioso donde vivía su amante, Alacrán entró a la biblioteca de Linares y se acercó al mesón de atención al público. Buenas tardes, Constancia, recomiéndeme un libro que le guste a usted. Con un cosquilleo, María repasó sus libros favoritos de la adolescencia ––Farenheit 451, Así hablaba Zarathustra, Aurelia o el sueño de la vida––; tratados sobre teoría estética, Lo sublime de Schiller, la Estética de Adorno, los cuentos de Djuna Barnes, los de Lidia Cabrera o alguna novela corta de Marta Brunet. Finalmente, le pasó El lugar sin límites, que supuso le interesaría por lo corto y por el loquerío. Pero Alacrán lo abrió volteando la portada como si fuera un catálogo de centro comercial. María experimentó por primera vez esa sensación, que luego se haría tan común, de llorar y hervir al mismo tiempo, un abismo que es un fin y un sinfín de sufrimientos. Es la primera edición de 1966, le dijo. Es un libro no más, respondió Alacrán abandonándolo aburrida con la tapa desgajada. Esa imagen se imprimió en la retina juvenil de María con fuego.

Desde que María se fascinó con la literatura, como una adolescente echada sobre un sillón de terciopelo azul lleno de polvo, sintió el placer narrativo de trazar líneas entre elementos discordantes, transformándolos en correspondencias y luego en un riel trazado de antemano e inevitable. El vaivén del tren a través de los bosques de Filadelfia, el olor a humedad y calefacción, le traen a la mente una tarde fría y lluviosa, con olor a estufa a gas, pan de hallulla y marihuana, cuando escuchaba a alguien declamar con voz de ultratumba y un francés de aprendiz: “La Nature est un temple où de vivants piliers / Laissent parfois sortir de confuses paroles”. Luego, una voz cambia la estructura del soneto, con rebeldía: “La femme y passe à travers des forêts de symboles”. Esa voz leyendo a Baudelaire era suya. Eran suyos también esos objetos que la miran familiares, los ecos que la confundían dentro de los abismos tenebrosos de la belleza insondable, incomprensible, pero completa e infinita. Y escucha como en un sueño los versos que se había aprendido para su clase de filosofía moderna: “Mais parmi les chacals, les panthères, les lices / Les singes, les vautours, les serpents, les scorpions”.

Durante su primera semana en el estudio de la escritora, María llegó tarde a la inauguración de una de sus exposiciones. En las salas, las murallas estaban tapizadas con unos frágiles paneles donde la escritora había ubicado pequeñas figuras animales hechas con materiales rescatados de la basura. La otra sala, más pequeña, proyectaba sobre tres paredes videos de animales estrellándose contra la cámara. Tres veces el tamaño del visitante, con sonidos salvajes reventándole al oído, el humano era devorado por el mundo animal. El video terminaba con el blow-up de un alacrán. Salió de ahí obnubilada, incapaz de enfocar bien y buscando con desesperación a la escritora a quien desde hacía poco consideraba su destino. María se acercó al bar, pero fue interceptada por un hombrecillo con una melena rubicunda y peinada ordenadamente al estilo queer de Warhol. Le extendió la mano con familiaridad y exclamó where did you come from, eres como una aparición. Mientras María pedía un whisky, el hombre ofreció llevarla de inmediato a su estudio en Manhattan, desnudarla y sacarle fotos. Después de un par de sorbos y repentinamente adormecida, María dejó el whisky y se fue de la galería pensando lo roja y pastosa que se vería en la fotografía la menstruación cayéndole por la entrepierna.

Con los ojos adormecidos, María percibe que alguien se

sienta en el asiento de enfrente. Le toma un momento reconocer al joven con el pelo amarillo y las calaveras de hace un rato.

Do I know you? Estas palabras salen de la boca del joven como si fuera el personaje de una serie de policías. Parado en medio del callejón oscuro, proferiría estas palabras en lugar de una amenaza que está, sin embargo, implícita en los puños encallecidos. María guarda silencio.

Lo siento, dice en inglés. Te vi antes y no pude quitarme la sensación de que nos conocemos de alguna parte.

María se incorpora en el asiento, y más que observarlo, lo respira, le toma la temperatura, trata de leerlo como si fuera una bruja. Pero ve solo a otro hombre con pelo platinado.

I don’t think so, dice ella. Pero también tengo la sensación de que te conozco, responde en inglés.

El joven la anega de preguntas sobre su lugar de origen, el lugar donde estudió y dónde vive ahora. María responde todo de manera vaga, sin nunca mencionar la palabra Chile ni Linares.

Today is my birthday, dice él. El once del once, apunta para remarcar el carácter esotérico del día de su nacimiento.

Eres escorpión, exclama María. Ella no cree en los horóscopos, pero sí en las palabras. Al pronunciarla, puede atisbar cómo terminará este encuentro. Puede conectar los puntos, como las estaciones por donde los llevan estos rieles.

I’m Joseph.

Yo soy María, y tal vez no sepamos que ya nos conocemos. Hacía poco, un día sin mucho que hacer en el estudio de la escritora, María eligió una de las películas del servicio de streaming. Se trataba de un hombrecillo que, atrapado en una reunión de seres inmortales, se enamora y viaja al pasado con el objetivo de salvar a una amada que cometió un suicidio apresurado. Sin embargo, en los enredos propios de una comedia de situaciones, termina viajando quinientos años antes, justo para encontrarse en otra disputa entre seres inmortales, esta vez con una de ellas que ha adquirido la forma de una mujer bella, simpática y despreocupada. Pronto, esta mujer se da cuenta de que ese hombrecillo cumple la profecía anunciada sobre quién será su amante en el mundo de los mortales. Pero él, obsesionado con volver al lado de quien considera su verdadero amor, miente, la odia y se ve envuelto en una serie de entuertos tan grandes como la vida misma. Esos acontecimientos lo llevan a morir justo en el momento de la revelación, su destino es amar a la mujer que odia. Mientras, en el más allá, el hombrecillo se convierte en un ser inmortal que se embarca en un mítico viaje a occidente. Al abandonar su forma humana pide a los grandes sabios tener por lo menos una oportunidad más para decirle que la ama. En el camino, el inmortal ve a ese humano que solía ser él a punto de rechazar a la mujer que era su destino. Entonces, inmortal, ya un maestro, se mete en el cuerpo antes suyo y le expresa su amor, liquidando así el espiral que es la vida en la Tierra.

Cuando María termina de contarle la película a su interlocutor, el tren acaba de dejar la estación de Tyrone y se dirige a Altoona.

Entre tantas identidades, me perdí, dice él. ¿Entonces crees que fuimos amantes en una vida anterior?

Por un momento, ese muchacho no le pareció tan joven a María. Había algo hermoso y osado en su candidez.

Quiero decir que los vínculos entre las personas a veces se escapan a nuestras limitadas capacidades humanas, y que, asimismo, la necesidad del otro puede no ser más que el deseo de cerrar una experiencia incompleta entre dos personas.

Pero ellos estaban destinados, responde él. Eso dijiste.

María se toma el tiempo en responder, pensando en la escritora. Tal vez el destino tampoco sea más que una palabra escrita.

No estoy de acuerdo, dice el joven, respirando la melancolía del paisaje gris. ¿Por qué pensaríamos que nuestra vida es algo distinto a nuestras experiencias? Quiero decir, ¿no son justamente las experiencias lo que da realidad al cuerpo?

María observa el carro-cafetería. Esos mesones de plástico, los vasitos de cartón y el mal sabor del café se contradice con sus expectativas sobre los trenes en el primer mundo. El celular sobre la mesa vibra con mensajes de Alacrán. María entonces graba la conversación con el desconocido y se la manda como respuesta; estoy ocupada, hablamos después.

Conozco esa historia, dice Joseph, la que me contaste. Leí una versión corta de Viaje a Occidente cuando vivía en Oregón en medio de la nada y trabajaba cosechando arándanos. El libro comienza con el nacimiento del rey mono. En la punta de la Montaña Floreada, había una piedra inmortal que desde la creación del mundo había sido alimentada por las semillas del cielo y la tierra, y por las esencias del sol y la luna. Un día, esa piedra quedó embarazada de un embrión divino. Se abrió y dio a luz un huevo. El viento duro y el suave de la montaña, le dio la forma de un mono. Pronto, el mono aprendió a correr y escalar montañas y árboles. Al inclinarse y reverenciar las inimitables hermosuras de los cuatro puntos cardinales, envió un rayo dorado visto, incluso, por el Gran Sabio. Proclamado, por valiente y hermoso, como rey de los monos y guía de los humanos, nunca perdió la elasticidad, la rapidez y la tozudez que caracterizan a los ejemplares encerrados en esas cárceles llamadas zoológicos.

La mente de María vaga por las historias posibles y supraterrenales que le cuenta el joven de las calaveras. También siente la mano de Joseph transitando suavemente por una de sus piernas. Abandonan el carro-cafetería sujetándose de los asientos mientras el tren se aleja de la estación de Latrobe. En la entrada del vagón de primera clase, al lado de la puerta por la que saldrán en poco menos de una hora, esas mismas manos suben desde sus rodillas hasta tocar suavemente sus labia minora et maiora. Se quedan así, entrelazados, mientras las puertas se cierran en la estación de Greensborough y se anuncia por altoparlante la próxima llegada a Pittsburgh.

María encuentra a Joseph en la plataforma del tren. En el taxi, él le cuenta que está en Pittsburgh para investigar el archivo del Museo Carnegie. Está curando una exposición sobre el pelo, los ritos funerarios y las formas de preservación capilar. Joseph dice esto con su dedo índice sobre la carpeta de María. La invita a que, antes de separarse, lo acompañe a una exposición. Guían al chofer al barrio de Oakland, donde, en una sala pequeña, se exhiben las pelucas y tocados metálicos de Yasemen Hussein.

Las salas de la galería están vacías como todo lo demás en esta ciudad. La primera está ocupada por una serie de pedestales con tocados exhibidos como reliquias. En la segunda sala, en cambio, las cabelleras hechas de distintos metales están encima de mesas antiguas, como si hubieran sido abandonadas por sus dueños antes de irse a dormir, a la espera de que algún sirviente se acordara de guardarlas. La muestra continúa en el jardín. Allí, las pelucas metálicas sobredimensionadas se camuflan entre los árboles, y llevan nombres como María Antonieta, Kali y Oshún. Una de las esculturas, escondida entre dos higueras a punto de perder sus últimas hojas, representa una melena dorada, lisa y de mediana largura coronada por la figura de una mujer con cuerpo de escorpión. Selkis, le dice Joseph al oído, la del escorpión dorado. En el catálogo de la entrada, entre las personas del espectáculo que habían utilizado las creaciones de Hussein, María reconoce a una muy joven Leonor Varela en el set de una película de hace varias décadas; en su cabeza, lleva a Selkis. Con los dólares dados por la escritora, María compra una reproducción de ese tocado y lo guarda en su maletita.

María mira el taxi de Joseph alejarse. Antes de subirse, el muchacho confesó que su nombre no era Joseph, y la invitó a reunirse con él en la noche para escuchar su verdadero nombre. María hizo apenas un gesto inseguro con la cabeza. No decide aún si un nombre es razón suficiente para entregar su tiempo. Entre los edificios, las calles vacías y los esporádicos autos en las calles de Pittsburgh, saca su teléfono y ve los mensajes de Alacrán.

Tescuché, escribe. Y a manera de despedida, acompaña el texto con la foto de un escorpión aplastado en el piso de una de las iglesias de Chiloé.

En el museo Warhol, siguiendo sus instrucciones, María se presenta bajo el nombre de la escritora y firma los documentos que instruyen sobre el procedimiento para manipular las valiosas pelucas con los trazos de la otra mujer. María conjetura si acaso esa suplantación de la identidad va a ser usada por la escritora para escribir que había sido ella misma quien estuvo en ese lugar, o si acaso expondrá la confusión de las identidades como un fenómeno propio de las pelucas. Una persona con el cabello cortísimo la conduce por un subterráneo blanco y frío. Le proporciona guantes, una mascarilla y una malla para sujetarse el pelo. Durante los veinte minutos de espera sobre una banca de plástico, sujeta el papel con las instrucciones de la escritora y una cámara fotográfica. Después de una detallada descripción sobre qué fotografiar, la escritora tipeó: elegir. El archivista asoma la cabeza y espera pacientemente que María se ajuste la malla sobre la cabeza.

Todo está allí, los pelos claros, los grises, los largos y los peinados. El archivista había dispuesto las pelucas en orden cronológico. Por dentro de las más nuevas, se lee Original by Paul.

En la feria artesanal de la plaza en Linares, un muchacho vendía pósteres de alguna famosa exhibición de Monet, de Guayasamín y copias de alguno de los grabados warholianos de Marilyn Monroe. Una vez, mientras fumaban marihuana juntos detrás de la escuela, el dueño del puesto le contó que había sacado la imagen de la página web de este museo y la había arreglado en Photoshop para poder ampliarla. Frente a esas pelucas, María siente algo similar a lo que sentía frente a ese puesto de reproducciones. En ambos lugares existe un hoyo negro por donde se escapa lo sublime.

En el episodio 4 de la película La flor, del argentino Mariano Llinás, el personaje del director está en pugna con cuatro actrices que le exigen un guión para terminar su trabajo. Para liberarse de ellas, el director parte junto a su equipo técnico compuesto únicamente de hombres a viajar por la provincia argentina con el objetivo de grabar árboles. Durante excesivos minutos, la cámara encuadra planos generales de bosques y plazas, jardines y campos, y el diálogo en off resuena con negativas. Hasta que, entre los jacarandás, las ceibas y los ombúes, el foco cambiante del cinematografista capta una mesa de picnic y dos cuerpos humanos. Con el peso de esas presencias, aparece también el encuadre perfecto y anclado. Algo similar le pasa a ella ahí frente a esas pelucas deformes sobre las mesas. Le parece oír la voz de la escritora cuando lee la última de las instrucciones de la carpeta.

Con las manos enguantadas, María elige una peluca amarilla, original de Paul, y se la ajusta sobre la corona enmallada, dejando caer algunos de sus pelos oscuros por el cuello moreno. Con las piernas nerviosas y el corazón exaltado, sale del archivo, toma su maleta y sigue el mapa impreso en las instrucciones hasta dar con una de las puertas laterales del museo. Hace sonar los zapatos rojos por las calles vacías, por las carreteras urbanas de Pittsburgh y por los centros comerciales poblados con abrigos negros y pantalones grises hasta llegar al hotel. Detrás del mesón de la recepcionista, hay un gran espejo. Mientras el recepcionista ingresa sus datos y prepara sus llaves, María se observa largamente, su cabeza coronada con esa peluca más clara que su piel y con un imperceptible olor a muerte. Falta algo, y saca de su maletita el tocado dorado de la mujer con cuerpo de escorpión. En la carpeta de instrucciones, la escritora había incluido una ilustración de cómo llevar la peluca de regreso a su estudio. Pero María no decide aún si ese es el final o el inicio de su viaje.

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