30 de julio 2021

Eloy, entre la obstinación y el delirio

por Antonia Torres Agüero

Leer una novela que habla de violencia de Estado, marginalidad, rebeldía y hasta de una ejecución sumaria. Leer una novela publicada hace ya más de sesenta años y cuyo autor murió hace veinticinco. Leer esa novela en estos grises y fríos días de julio de 2021 y constatar su dramática convergencia con el presente. Días con claroscuros en los que oscilamos entre el entusiasmo constituyente y el dolor por la violencia represiva. Días en que volvemos a creer en la representatividad, en su heterogénea expresión de diversidades, al tiempo que ese entusiasmo tambalea, de pronto, zamarreado bruscamente por “lo real” a lo que solemos quitar la vista por obsceno, terrible y devastador. Escribo estas líneas a días del homicidio del joven militante de la causa mapuche en la zona de Carahue, Pablo Marchant, a manos de fuerzas policiales, en circunstancias aún confusas y producto de dos disparos a corta distancia en la cabeza. Escribo estas letras confundida y acobardada una vez más por el encono y el ensañamiento que provocan la usurpación no solo de bienes y espacio, sino de identidad e historia. Allí, en ese fondo frío y duro, temblando aterido, acorralado y solo consigo mismo, veo a Eloy. 

Se me ha pedido comentar parte de la obra de Carlos Droguett a propósito de los veinticinco años de su muerte. He escogido Eloy (1960) por un impulso que trataré de descifrar en este texto. Sesenta años de la novela, veinticinco de la muerte de su autor. La vigencia de Eloy estremece el tiempo de la historia que parece repetirse. 

La anécdota es sencilla: las últimas horas de vida de un bandolero prófugo que es paulatinamente reducido por un puñado de policías en medio de la noche y del campo. Los recuerdos, pensamientos, deseos y añoranzas de un bandido mientras escapa en vano de la muerte segura a manos de sus verdugos. Poco o nada sabemos de Eloy que no sea su a ratos delirante consciencia. Sabemos, por ejemplo, que fue un zapatero que devino en bandido. Un citadino que se vuelca al campo para perderse en él y vivir como un fugitivo. Pero ignoramos las razones. Sabemos también que tiene una mujer y un hijo que despiertan en él un deseo y una ternura que creeríamos impropias en un sujeto de su calaña. Tenemos noticias del Sangüesa, otrora amigo y compadre, ahora un posible Judas traidor que puede haberlo entregado. Pero sabemos, sobre todo y desde un principio, que Eloy muere al final de esta historia. Lo sabe él mismo, aunque no lo admita, y prolongue así su agonía por medio de esa voz (la suya) que (entre muchas otras) nos habla hasta el último aliento en esta novela. 

Puede que Eloy sea uno de los últimos bandoleros de la literatura chilena. Al menos en la configuración tradicional decimonónica que tanto material proporcionó a una cierta novelística criolla. Su estirpe más conocida es una que desafía el orden hacendal colonial, en donde su figura representa por momentos algo así como un héroe popular que vive en los márgenes de la ley reivindicando una libertad que los peones o campesinos no poseen. Si acaso la imaginación literaria le proporcionó en ocasiones un estatus glorioso, en otras también lo hizo para enfatizar su carácter sangriento y criminal. Sin embargo, Droguett no dibuja su personaje en el maniqueo marco de estas oposiciones.

El perfil de Eloy es complejo y lleno de matices. El brutal delincuente posee un espíritu dramático y, a la vez, delicado que se le cuela en el monólogo interior. Tanto así que a ratos casi no parece verosímil que esa voz llena de lirismo y sensibilidad sea la de este cuatrero sucio y mal vestido:

[…] …y los chiquillos que corren chillando por la gran oquedad de la estación llena de viento frío y de anuncios del altoparlante que vocifera horas y estaciones y trenes suspendidos como dando noticias malas llenas de presagio y muerte y en la estación sonaban todas las cosas…

Una voz interna por donde habla una sensibilidad no solo dramática, sino también de un erotismo lleno de imaginación y solo expresable en tropos complejos:

[…] …y la Rosa lo fue a encontrar a la esquina de la botica y la esquina estaba llena de sol y él le pudo ver las piernas y las encontró más bonitas y más llenas, le madurarán en la noche, se le deben llenar con un buen sueño, estarán repletas con mis besos, pensaba, y el viento lo comprendía y alzaba con atención la falda y alcanzaba a ver la enagua almidonada que sonaba con suave dulzura y hasta con un poco de escándalo y oferta…

No obstante su complejidad, la figura de este bandolero conserva un núcleo tradicional: la del solitario que no responde ni representa a ningún colectivo. Un outsider extremo, escéptico del progreso social y sobre todo de la capacidad colectiva de producir cambios en las capas rurales y proletarias. Eloy es un verdadero rebelde en la medida en que no tiene utopía ni comunidad de pertenencia más que su pequeña familia inmediata: la Rosa y el Toño. Inclusive ellos son un universo de dudosa contención. La escena de Eloy bebiéndose la leche de una mamadera encontrada por casualidad durante su huida pudiera dar cuenta metafóricamente de esa desconfianza venida tal vez de una decepción original: la leche, bebida primera y nutricia, símbolo de la madre y la creación, resulta estar agria. Tras beberla, el prófugo comienza a sentir un malestar que lo hace creerse envenenado. Eloy no tiene dónde dejarse caer, descansar, depositarse, confiar. Ni siquiera en la leche pura, primigenia y maternal. 

Tal vez la única dimensión sólida e idealizada por su mirada sea la de la naturaleza: lo exterior y lo abierto. La apertura metafórica y real que esta supone es clave para un errante como él. En ese “afuera” encuentra refugio y sosiego. Cree firmemente, por ejemplo, que saliendo del rancho en el que se encuentra acorralado –muy al principio del relato y a causa de la tentación de una mujer– logrará sobrevivir:

Tengo que salir con vida, con vida, con toda la vida, repetía. […] Lo malo de estar encerrado en esto, esto es un cajón, las casas son ataúdes, decía bajito, casi con miedo, Dios no hizo las casas, sólo las tierras solas, los bosques, las montañas y los ríos, el hombre tiene miedo y se encierra en esas cajas.

Basta con salir al campo para sentirse “tranquilo y seguro y robusto”, dirá en otro lado. Basta sentir el olor de las violetas –las mismas que lo acompañarán a la hora de la muerte– para que su abatido espíritu se reconforte.

La violencia y la marginalidad de este bandido parecen elegidas, pero, ¿qué gatilló que Eloy abandone la ciudad y la vida de artesano de un oficio noble pero vasallo? Me parece hallar una pequeña clave en uno de sus varios y delirantes recuerdos mientras transita la noche fría de su propia agonía: su particular encuentro con el barbero en la peluquería en donde se mezclan sentimientos de violencia y tensiones de clase, de forma contradictoria:

[…] y se dio cuenta que ni siquiera el hombre lo había mirado con esa mirada total y absorbente con que te miran los ricos, que te incorporan a su leve curiosidad y su desprecio, a su tranquilidad, sobre todo, te miran y comprenden y están seguros de que mientras haya tipos como tú, tan pobres y tan tranquilos, tan pacientes y satisfechos, jamás va a venir la revolución, la sangre corriendo por las calles y no por las venas…

Allí, un hombre afeita a otro y en el gesto parecen sublimadas la violencia y un cierto deseo; como si la sangre de la lucha entre hombres fuera la misma que la sangre de las pulsiones del cuerpo y sus arrebatos. Barbero y verdugo se confunden. Carrera de asesinos y cópula se entremezclan (“podría quedarme dormido, pensaba, y descansar un par de horas dentro de la lavaza, la navaja me rebanaría el pescuezo y no me daría cuenta”). Porque la cacería y el sacrificio de la presa aquí son similares: al final el animal que escapa (hombre o bestia) entrega su cuello dócilmente a los captores que ya casi lo alcanzan (“y el peluquero que respiraba a su lado, cerró de un golpe la navaja”). El final de la entrecortada escena de la peluquería adquiere un ritmo brutal que anticipa la muerte como clímax:

[…] y le pasó con suavidad la piedra por el labio, y se la ajustó con dulzura en la herida y le acariciaba con fiereza y sintió el dolor profundo y el gusto de la sangre fresca y le preguntaba con voz distante y desinteresada: ¿Colonia o polvos? Colonia y polvos, contestó por burla y para comprobar sus nervios, mirando la manta, el sombrero y la corbata que colgaban tras la mampara, mirando a la mujer gorda junto a la radio, inclinada como sobre una guagua, un amante o un almuerzo y se puso definitivamente de pie y salió a la calle y diez minutos después se metió en un potrero de alfalfa que brillaba al sol y se derrumbó entre los pastos.

Campo, persecución y noche. El héroe de esta novela, un bandido, no ofrece épica en su relato. Hay más bien dolor, agonía, delirio y sino trágico. Noche, persecución y botas. A ratos, destellos de gozo y alegría entre sus recuerdos. Pero todo ello vive al interior de la imaginación y la fiebre. De pronto amanece: el olor de las violetas lo llena todo. La escena que clausura el relato y la vida de Eloy lo dibuja abandonado finalmente a la tierra, a la leve brisa del amanecer, a las violetas. La cara pegada al suelo y a la humedad. No hay miedo porque al fin todo ha acabado. La presa yace en el suelo. No hay miedo porque ya no pueden herirlo, “ya no lo podrían herir nunca más” porque las balas que lo alcanzan “eran como hojas, hojas muertas del otoño”. 

No hay épica en la huida de Eloy. No hay épica pero sí obstinación y delirio. Delirio, hojas muertas y violetas.

(Valdivia, 1975) Es escritora, y Dra. en Filología Románica (Dr. der Phil) por la Heinrich-Heine-Universität de Düsseldorf. Sus líneas de investigación académica abordan temas como la memoria en la poesía y la narrativa chilenas de postdictadura, así como cruces interdisciplinarios entre el derecho y la literatura. Es autora de los libros de poesía Las estaciones Aéreas (1999), Orillas de tránsito (2003), Inventario de equipaje (2006), Umzug (2012) y la antología Las secretas costumbres (Aparte, 2020). También de la novela Las vocales del verano (Random House, 2017) y de algunos cuentos.

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