02 de noviembre 2021

En el taller de Pablo Simonetti no se escribe poto

por Diego Armijo Otárola

Este año participé del taller de Pablo Simonetti, el que viene realizando hace 10 años y que promociona su eficacia mediante la recolección de premios, becas y publicaciones de sus participantes. Esto, como si todos los laureles posteriores fueran a crédito de este “guardián del buen gusto”, quien me ha expulsado. 

La expectativa frente al taller era exponer mis textos a lecturas alejadas del amiguismo, sin cariño ni contemplación. Escuchar la lectura de un otro, aunque no me gustara lo que dijera. Aprender. Esto pues considera que las voces a las que enfrentaría, al ser los seleccionados del taller, tendrían méritos. Quería aprender, algo, poquito que fuera. Eso buscaba. 

Terminada la primera sesión, solo me quedó bostezar. 

Es que, pasadas las presentaciones, innecesarias como siempre, más aún en esta instancia, pues, se hizo notar el muro que dividía a los que venían del año pasado y se conocían, frente a los nuevos. Sumado a esa incomodidad, se sucedió la lectura programada. Un texto que era la reacción a las novelas de Nona Fernández, pero escrito por una mano cansina y con aliento a comuna excluyente. Poniendo cara de entereza frente a la pantalla, soportando la sucesión de alabanzas, infladas con bombín, que recibía el texto de parte de los antiguos compañeros, no podía entender en dónde me metí. Era ese un texto terriblemente mediocre y si les gustaba a casi todos, algo no pintaba bien.

El panorama era el siguiente: principió comentando un sujeto que avalaba cada coma y punto del texto, el que en sesiones posteriores mostraría azumagados cuentos sin valor; un hombre que analizaba con ojo académico el valor literario del texto, sin verle mayores fallas, evidenciando, cuando tocó lectura de un cuento escrito por él, su nulo trabajo literario, pues nos compartió una historia sobre un hombre infiel, que deja a su mujer por una “chica más linda y joven”, al que el narrador le perdona todo, como si más que una ficción, fuese una página del diario de vida del autor, siendo tan blando consigo mismo como lo fue con el texto de la primera sesión; otros y otras talleristas tanteaban los límites de la crítica y salvaban lo bueno. Cuando me tocó comentar fui sincero. 

Quien escribía era una señora con caracho fascistoide, oscurecida entre las paredes de su departamento, que miraba con furia, con ese mismo caracho, ahora de dos metros, cómo los otros nos atrevíamos a cuestionar la calidad de su proyecto de novela. Cuando tocó el turno de Simonetti, este desechó nuestros comentarios, pues no entendíamos, dijo, el tema de la dictadura, pues no la vivieron, no entienden, esta una novela que ella viene trabajando desde el año pasado. No se nota el trabajo, dije sin audio. 

Y así continuó.

La segunda muestra de esta señora fue igual de indigesta. Sobre un párrafo en particular dije que se me hizo insufrible, cuestión que, noté, alarmó a Simonetti y llevó a sus tinieblas a la señora en cuestión. 

Un detalle sobre ella: Tiene un podcast donde entrevista, subida a la ola del feminismo, a mujeres líderes. Como buena liberal de derecha, solo le importan los logros y el poder, por lo que si un capítulo lo dedica a Isabel Allende, el siguiente será para la esposa de un violador de derechos humanos: Cecilia Morel. 

Frente al uso de la palabra “insufrible”, Simonetti me mandó un mensaje pidiéndome que no fuera menospreciativo al comentar los textos de los demás. Ya hasta me reía, con cámara encendida, de los comentarios lambiscones de ciertos sujetos que salvaban textos moribundos. 

No me di cuenta en ese momento, pero se hizo evidente después, que esa petición solo se daba pues debía defender a su antigua alumna, su amiga. También, defender su clase social. Nunca reparó en otros comentarios venenosos ni mala onda, tampoco él lo pensó dos veces cuando trató al texto de una compañera como fascista. Es que es tan liberal Simonetti, con una alta conciencia de clase, que, frente a un texto con un narrador comunitario, le pica el cuello y debe nombrarlo como fascista, corrijo, comentó, comunista, pues en su charquicán ideológico son lo mismo. Además, no se hablaba en ese cuento de los mismos barrios que en sus novelas burguesas pretenden explicar el mundo. Nunca pidió perdón, claro, todo siguió.

Al momento de enfrentar mis textos a ese comidillo, pasó lo esperable. Hubo un señor en particular, de palabras almidonadas, que juzgó el texto con parámetros periodísticos. Aquel, que en La Tercera hace de columnista pendenciero, parecía no entender que un cuento no se ajusta a la misma línea editorial del diario en donde ladra solo. Otros comentarios, aunque fueran negativos, entendían el texto y proponían mejoras. 

Fue con ese sujeto periodista, el que, con agria papa en la boca, varias clases después, tuve un palabreo. La gota que rebalsó la copa de cristal, aquella que sostenía el clima del taller, fue, ahora encuentro el error, referirme a un acto de él como una cobardía. Por esa palabrita fui expulsado del taller de Pablo Simonetti. 

¿Por qué lo dije? Por imbécil, cínico y lengua larga. También, porque el otro anduvo llorando durante la sesión que, si no le había puesto diálogos a su texto, como la vez anterior, fue porque le habían comentado que no le funcionaban. Dije, que me parecía cobarde quitar ese elemento, en vez de trabajar y mejorar. Por supuesto, el periodista respondió. 

Es que, frente a un texto mediocre como aquel, sin carne ni hueso, no había mucho más que decir. En este había una pretensión por descuerar a una clase social, cuicos, siempre cuicos, como si no hubiera otras gentes de las cuales hablar, pero era tan insulso como una mala teleserie nocturna. Es que Henry James lo hacía, le gustaba repetir a Simonetti. Como si el tontorrón cuento del periodista le rascara con suerte las durezas de las patas a un escritor como James. 

Hay un tema ahí. Todo el mundo referencial de Simonetti es agringado, lo que no es una cuestión criticable de por sí. Lo que pasa es cuando otras tradiciones, o palabras, se entrometen en su fino paladar. 

Sobre esto quizás lo que más logra ejemplificar al taller, desnudando su cuerpo flácido, es la insistencia de Simonetti por poner en duda la sintaxis y las palabras chilenas. En particular, recuerdo la discusión en torno a la palabra “poto”. Esta, que se encontraba en el cuento de un compañero, le hizo prender la alarma a Simonetti. La consideraba fea, además de explayarse sobre el origen mapuche de la misma, cuestión que nunca entendí si lo decía con aire de elite capitalina, o con desprecio idiomático. Además, dijo, es una palabra que no se entiende en el resto del continente, ustedes, continuó, tienen que escribir para que los lean afuera. 

Advertir que este año participa un autor mexicano, cuyos textos exudan la jerga de su país, cuestión que tenía muy complacido a Simonetti. 

El problema era con el “poto”. 

Si es necesario, recomendaba al compañero, mejor usar “culo”. 

Mientras esta discusión pasaba, en la parte trasera del taller, el chat, con una compañera nos la tomamos para la chacota. Buscábamos otras maneras de no decir “poto”, siempre apegados al chilenismo. Claro que Simonetti nunca se dio por aludido o se hizo el de las chacras. 

Entonces, sí, me ha expulsado de su taller. No sé si antes lo ha hecho. En su mensaje criticaba mi desprecio a ciertos textos, que sí, debo reconocer que tiene razón, pues frente a cuentos maltrechos no me quedaba más que usar el tono entre serio e irónico que me cuesta no soltar. Habló también de las risas burlonas que yo gesticulaba al escuchar comentarios livianos sobre textos horripilantes. Otra vez, sí, lo hice, quizá debí apagar la cámara, o quedarme como maniquí dos horas mientras no era mi turno de hablar. Todo lo anterior, para Simonetti, echaba a perder la convivencia del taller. Cuestión, dijo, que nunca antes le había pasado. Como dijera Roberto Merino, la estética de las poblaciones está llegando al centro de las ciudades, digo, entiendo de dónde viene la sorpresa. 

Eso sí, hablando de mala convivencia, nunca levantó la mirada cuando sus antiguos talleristas se ponían de acuerdo para no asistir a una clase, en la que me tocaba leer a mí, por ejemplo, ellos, los muy dolidos frente a la destrucción de sus ficciones. 

Pues bien, con esas escenas y esperpénticos aspirantes a escritores me tomé, en medio de este taller que más parece la construcción de un negocio, pues se fomenta el aspecto pusilánime de estos seres, al ver con buenos ojos el aplauso a borradores infectos de intrascendencia, pues son amigos, vecinos, de quien dirige. Ojalá que instancias como estas, esperando que este testimonio aporte en algo, se encaminen a la quiebra. No es posible mantener una maquinaria de venta de humo, que pretende reproducir las desigualdades de clase, más aún si es con el tema de la literatura. No es posible que una empresa se mantenga alimentada por logros ajenos. 

Con todo esto, ojalá, no se caiga de poto el tallerista.  

(Viña del Mar, 1994). Es comerciante. En 2020 obtuvo una mención honrosa en el Premio Roberto Bolaño, categoría novela. Ha sido becario del Fondo del Libro y la Lectura en 2019 y 2021. Ha publicado el libro de cuentos Glorias Navales (BAJ Valparaíso, 2019) y la novela Carcasa (La Calabaza del Diablo, 2020).

10 comentarios

  • Que mal el artículo contra Palo Simonetti. Deja muy mal parado al que lo escribió. Ir a reírse de la gente que va al taller a aprender?! Espero sea una eminencia este Diego Armijo porque hablar así de otro escritor lo deja mal a él más que a Pablo. Por qué le dan tribuna a este tipo de mala onda. Cero aporte el tema. Venenoso.

  • harto insoportable el tono en este texto que, aparte, está escrito como el poto (aquí sí puedo decirlo?)

  • Me parece fantástico que un alumno exija firme a su maestro, pues de lo contrario no hay ganancia alguna. A menos, claro, que el maestro no sea el adecuado para el alumno (o viceversa), o que el maestro no sea tal sino un pequeño ser humano con un gran ego, que disfruta de la condescendencia y admiración de sus seguidores.

    En cualquier caso, me queda claro que fue una excelente experiencia para el autor de la columna, pues le permitió confirmar con total certeza, que él y Simonetti son como el agua y el aceite.

  • Un viaje al corazón (o al poto) de la narrativa chilena contemporánea.

    Diego, todo nuestro apoyo.

  • Y quién es este mangurrián sin talento haciendo pataleta con su abajismo elitista… Anda a leer debajo del puente si te gusta tanto ensalzar la pobreza… Haciendo impostura casi de cogotero y populárico… Es rico ganarse premios, luquitas y fama jugando a ser la voz divina de los pobres.

  • Sí y no: Depende del argumento, y sobre todo del narrador y personajes. Si el narrador es omnisciente, le va bien la voz universal y no le es necesaria la jerga local para dar una buena experiencia estética literaria.
    Si no hay relación implícita ni con la tematica ni con la atmosfera de la historia, una literatura llena de modismos y jerga local porque sí, es innecesaria.

    La voz narradora o del personaje, debe ser la del medio del que estén hechos.
    Ej 1: Si el narrador o el personaje es Chileno de alcurnia, hacerle decir poto no lo caracterizaría bien. Ej 2: si el escritor está haciendo hablar a un personaje, o le da la voz a un narrador, y estos representan al chileno universal, le va bien que le haga decir poto, weon, conchetumadre. ¡Por la chucha!

    Vlass Bravo Artunduaga
  • El autor actúa como un cabro chico amurrado. Yo también lo hubiera echado del taller. Es un equilibrio difícil decirle a alguien que ese bebé que hizo con tanto cariño es una basura, pero al mismo tiempo no atacarle personalmente. Y más difícil es fundamentar esa crítica sin entrar en la personal. Pero si no se hace ese esfuerzo, es imposible que un taller pueda funcionar. El socio tiene una verdad revelada y una actitud de mierda, pero lo quiere justificar con que es un autor «real». Si quiere ser Bukowski, perfecto, pero que no ande llorando porque lo sacaron de un lugar a patadas en el poto.

  • Desmitificaciones sobre talleres literarios, establishment e ideología.

  • Bien expulsado del taller, por irrespetuoso. Llamar cobarde a un colega…. hay que ser muy mal educado. Y además, este texto está mal escrito, hay varios problemas de puntuación. Tal como dijo otro comentarista, si quiere ser Bukowski, que no ande lloriqueando.

  • Que desagradable leer esto, cómo hayan sucedido las cosas no deja de impresionarme tu actitud frente a la situación.
    Eres el típico ser despreciable del curso, ese que se burla de sus compañeros simplemente porque no logró encajar y peor aún, se desquita públicamente con el profesor hablando mal de él. No hay peor cosa que hablar mal de la gente.
    Patético.
    No vuelvas a inscribirte a un taller si no logras controlar tu comportamiento en grupo, no le quites el cupo a otra persona que podría sacarle buen provecho a esas enseñanzas.

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