02 de noviembre 2021

En espera de un don

por Jorge Labrin

No puedo creer que me haya dejado por un imbécil que brilla. ¡Brilla! Nada más que eso.

Y mucho menos lo puedo creer con la variedad de seres superpoderosos que tenía a mano, ya que hoy en día crecen como la mala hierba. Uno de esos poderes te pone por encima de los humanos corrientes, sí; pero es que si uno los clasificase en una escala de inútiles a impresionantes, el que le tocó a ese tipo entraría cómodo en lo peor de la primera clase. Por no decir directamente que es una verdadera mierda. ¿Para qué sirve brillar? ¿Para que tus enemigos te encuentren por la noche? Es una tontería, no sirve para nada. Al menos, para nada bueno.

Y tampoco es que iluminen demasiado, yo vi a uno en la tele. “Resplandecientes”, los llamaban, con la habitual imaginación de los periodistas. En una pieza oscura uno los nota en seguida; pero en la calle, de día, apenas ves algo diferente en su piel, y fácilmente te los confundes con una persona muy bronceada. Esto último me lo dijeron mis amigos, y admito que quizás me lo hayan dicho para hacerme sentir mejor. Puede que el tipo resplandezca igual que el sol en verano, y la tele no llegara a captar bien el efecto. Pero Millaray sí lo vio, y por eso se enganchó con él. Sí, podría ser… pero la verdad es que lo dudo. 

Y debo confesarlo: aunque desde antes me había enterado por las noticias, como todo el mundo, fue cuando Millaray me dejó por Don Brilloso que me puse a investigar la historia y características de estos fenómenos. 

Buscando en internet encuentro que, oficialmente, el primero habría sido un hombre con fuerza sobrehumana aparecido en Ecuador, en 2013. Pero también me topo con supuestos casos anteriores, que al no haber sido documentados en su momento hoy apenas pasan como mitos: regeneración acelerada de heridas en Francia, velocidad sónica en Estados Unidos, capacidad extraordinaria de salto en Nigeria. 

Sé que el primer caso que me llamó la atención fue el de un ladrón argentino que, durante un tiroteo con la Policía, descubrió que las balas no lo dejaban hecho un colador, sino que revotaban y caían aplastadas directo al suelo. Creo que hoy en día sigue en prisión, sedado y vigilado las veinticuatro horas. 

Tantos superpoderosos ahí afuera, y Millaray prefirió irse con una bombilla humana, ¡es ridículo! Ridículo y todo, pero aun así parece que yo no era competencia para él. Y aquello terminó, poco a poco, implantándome una idea. Una estupidez que con cada paseo, con cada día mirando la pared como idiota, fue mutando de exageración absurda a una convicción sólida y coherente. Me refiero a la idea de matarme. 

Así que fui al mall a terminar con todo de una buena vez. Pensé que daría un buen espectáculo, quizás saldría en la tele y me vería mucha gente, incluida Millaray. 

Desde el quinto piso, el patio de comidas, los puestos de la planta baja parecían pequeñas maquetas de sí mismos. Me agarré con fuerza de la baranda, y esperé a que el coraje me viniera de repente, o a que los recuerdos me deprimieran tanto como para que no me importase nada. Pero lo que me vinieron fueron dudas: ¿realmente valía la pena saltar por ella? Y con las dudas me llegó la revelación: no, no valía la pena. De hecho, era una estupidez, una locura. La convicción del suicidio revirtió la mutación y volvió a aparecérseme bajo la forma de un absurdo. Pero, aun así, no conseguía despegarme de la baranda. Quizás una parte de mí aún creía que saltar era lo único que me quedaba. Podría ser una estupidez, pero incluso así… 

No me podía decidir, quería salir de ahí y al mismo tiempo quería saltar. Hasta que un leve choque me permitió salir de mi cabeza. A mi lado, posando las manos en la baranda y mirando hacía los pisos inferiores, había una chica. Ella me había llevado por delante, sin preocuparse mucho. Aunque sí debía de padecer otras preocupaciones, mucho más graves. Así lo evidenciaban sus ojos abiertos, tensos, húmedos, fijos en ningún lado; y la frente arrugada, masticando los terribles pensamientos que seguro le pasaban por la cabeza. Sin dudas, ella quería hacer lo mismo que yo. Y se la notaba más decidida.

Su presencia me sirvió de excusa para no saltar. Ignoraba qué problemas o tragedias la habrían llevado a tomar esta decisión, pero sin dudas ninguno se relacionaba con Millaray. Por ende, se trataba de trivialidades. ¿Qué ser humano intentaría matarse por cualquier cosa que no fuera Millaray? No soportaba ver a alguien quitarse la vida por una estupidez, así que me sentí con la obligación de disuadirla. 

—Oye —le dije, para iniciar la conversación. 

Pero no me oyó. O tal vez el mero hecho de que yo le hablara le dio el ánimo necesario, pues en cuanto iba a decirle algo más pasó por encima de la baranda y saltó. La vi caer por los pisos del mall. Con horror, aunque admito que también con cierta fascinación, esperé a que llegara al suelo y llenara de sangre a los puesto y a la gente de la planta baja. Esperaba oír los gritos aterrados de las viejas y que todo se convirtiera en caos y locura.

Pero eso nunca pasó.

La vi en el primer piso, suspendida por sobre la cabeza de algunos visitantes. Uno de ellos la vio. Era un chico que caminaba de la mano de sus padres, con una remera de Superman:

—¡Está volando! —dijo—. ¡Es una superpoderosa!

En efecto, la chica podía volar. Y, por su expresión y por su actitud antes de lanzarse, se notaba que acababa de descubrirlo. Ahora lucía feliz, con ganas de vivir la que sin dudas sería su nueva y triunfante vida. La vendrían a entrevistar de la tele, quizás firmaría un millonario contrato con alguna marca, se dedicaría a dar espectáculos muy lucrativos… Me recordó al caso de un japonés: un viejo de nombre Haruo que, habiendo sido despedido tras cuarenta años de trabajar en una fábrica de enlatados, decidió también lanzarse de un edificio. Al igual que la chica, antes de estrellarse contra la calle, y para sorpresa de quienes estaban allí, quedó flotando sobre la acera. Desde entonces se cree él mismo un sabio: un sennin, como le dicen por allá. Y, por supuesto, además de un superhumano es una superestrella. 

Pensé: un suicida en Japón se descubre con el poder de volar; luego, una suicida en Chile descubre lo mismo. Y quién sabe a cuántos más les habría pasado. ¿Podría yo engrosar esa lista? Resultaba evidente que las situaciones límite despertaban ciertos “instintos” del cuerpo. Un poco como eso de las madres levantando un camión para salvar a su hijo. 

Sí, quizás yo también tuviese algún poder dormido, esperando a que una situación extrema lo despertase. ¿Por qué no?  

Aquello disipó todas mis dudas: si saltaba, y en la caída me descubría capaz de volar, o poseedor de una resistencia sobrehumana o de cualquier otro poder que evitara mi escabrosa muerte, la separación de Millaray se habría convertido en una bendición. Por otra parte, si a medio camino descubría un poder que en nada servía para salvarme, algo así como rayos láser o una anormal elasticidad, al menos sabría, durante esos pocos segundos antes del fin, que de haber esperado el desencadenante correcto podría haber sido uno de esos superhumanos, competir o incluso derrotar al nuevo novio de Millaray.  O si se daba la tercera posibilidad, es decir, si resultaba que yo no tenía ni un solo superpoder o habilidad extraordinaria, bueno, entonces habría librado al mundo de un simple idiota.

Así que, antes de que alguien siquiera advirtiera mi actitud suicida y mucho menos atinara a detenerme, salté. 

Durante la caída me imaginé los gritos de asombro y ovación que me darían cuando llegara al suelo de una pieza. O quizás cuando levitara, igual que al chica.

Pero seguí cayendo. Y seguí. Y seguí.

Primero: murmullos, sirenas, frases borrosas. Me supuse en el purgatorio, o acaso en algún infierno muy particular. Pero cuando uno de mis ojos recuperó conexión con el cerebro, me di cuenta de que estaba vivo. Vivo, y en este mundo. 

No podía decidir si aquella era una buena noticia o no. Tampoco podía distinguir muy bien quiénes me rodeaban ni dónde me encontraba. Todo lucía blanco y verdoso, incluso algunas personas que venían a verme. Así y todo, con el pasar de las horas, inferí que estaba en un hospital.

Los días pasaron sin que mi vista mejorase mucho. Al blanco y verdoso se le sumaron  destellos de luz y el inconfundible ruido de cámaras fotográficas disparándose. Esto último lo percibí porque mi oído sí fue recuperando su agudeza. Entonces empecé a entender palabras aisladas: sujeto, corteza, despierto. Después, expresiones, frases breves, que sonaban sin embargo extrañas: daño sin en, masa pérdida de encefálica, en óptimo un estado, completamente está inoperante. 

Un día se me acercó una mancha amarillenta que me dio las buenas tardes y se presentó como el Doctor Gilbert. Logré escuchar sin interrupciones todo lo que me dijo, si bien muchas palabras no las entendí bien. Y mucho menos entendí el sentido general de lo que me dijo. Mi oído ya funcionaba a la perfección, pero algo andaba mal… 

—Hemos los escáneres visto por lóbulo que tu gran actividad temporal tiene—me dijo—. Así que todo está de acuerdo el equipo con de que escuchar puedes aunque de a qué nivel idea no tenemos.

Calló durante un momento, una pausa para ordenar lo que me iba a decir, y tras aclarar la garganta siguió con lo suyo:

—Difícil me es poder darte idea una clara de tu estado: no es bueno, eso hecho es un, pero tampoco deltodomaloes. La es que cosa deberías muerto estar, pero estás no lo. Tu lóbulo…

Escuchaba todo lo que decía, pero no lo comprendía del todo. Era como enfrentarme por primera vez a un raro dialecto del español. En mi mente, pensaba de modo ordenado. Pero la información que recibía de afuera…

Y, con el tiempo, me fui acostumbrando a esa suerte de caótico idioma que entraba por mis oídos, y fui capaz de más o menos traducirlo al idioma corriente. Tras varias explicaciones, el médico logró hacerme entender que yo debería estar muerto, pero no lo estaba. Al parecer, mi gran poder era nada más ni nada menos que la inmortalidad. Sin embargo, mi cuerpo seguía siendo tan vulnerable como el de cualquier ser humano, y la caída me había destruido. Esa destrucción, además de algunos órganos y la mayoría de mis huesos, incluía algunas partes de mi cerebro. Por eso no entendía bien lo que me decían. Aunque eso lo deduje yo, porque tampoco podía hablar y por ende no podía decirle al médico que sus palabras me sonaban a rompecabezas desordenado. Él me dijo que cerrara los ojos dos veces para decir “sí”, y una para decir “no”. Así pudo entrevistarme, y se sorprendió de que yo fuera capaz de pensar, aun con mis actuales limitaciones. 

Terminó diciéndome que haría un gran servicio a la ciencia, o más bien a la humanidad. Según él, un inmortal permitía infinidad de experimentos imposibles en un ser humano común, y los resultados obtenidos mediante ese eterno ensayo y error ayudarían a producir medicamentos y tecnologías que a su vez ayudarían a millones de personas. Cuando me preguntó si estaba de acuerdo con él no pestañeé, no sabía muy bien qué pensar.

—Dispuesto hemos ya para la fecha tu al laboratorio traslado —me dijo el doctor una tarde. En español corriente, dijo que me trasladarían al laboratorio. Y agregó que, en estos últimos días que pasaría yo en el hospital, permitirían la visita de familiares y amigos.

Qué generosos, pensé.

Vinieron mamá, mi hermano, unos cuantos amigos y, para mi sorpresa, la chica que saltó del mall poco antes que yo. Obviamente, la conversación con cada uno de ellos fue nula: mamá simplemente lloró; mi hermano me dijo, en pocas palabras, que era un total imbécil; mis amigos intentaron animarme ignorando la situación, bromearon y contaron historias de días pasados; de la sennin chilena no pienso ni hablar, vomitó al verme. Quizás ustedes esperaban que ella se enamorara de mí y se quedara a cuidarme y me dijera que lucharía por mi recuperación. Pero no fue así, supongo que esos romances inverosímiles quedan para Hollywood. Al igual que las gestas inolvidables, como tirarse de un quinto piso y salir ileso, quedan para los superhéroes. 

A eso de las seis de la tarde de mi último día en el hospital —supe la hora porque una enferma se la anunció a mi madre, agregando que ya se terminaban las visitas y había alguien esperando— la habitación se aclaró de repente. No eran los flashes de cámaras, pues la luz desconocida era constante y cálida, y no venía de frente sino de una esquina.

—Miodios —dijo una voz dulce y femenina que yo llevaba tiempo, demasiado tiempo sin escuchar. Desde ya que no era la de mi madre, que se había ido hacía un par de minutos—. ¿Estás…?

Pero la voz se quebró enseguida. Aunque yo adiviné los posibles desenlaces para la frase, y di mentalmente mis respuestas: “¿Estás bien?” Por supuesto que no. “¿Estás escuchándome?” Me gustaría no hacerlo. “¿Estás vivo?” Quizás, supongo que sí, aunque también me gustaría no estarlo. 

Por supuesto que, a pesar de las pocas palabras que ella dijo, reconocí de inmediato la voz de Millaray. Nunca la olvidé, nunca dejé de soñarla y extrañarla. Y durante los últimos meses me la repetí incontables veces dentro de mi cabeza. Porque no solo no la olvidé, sino que no quería olvidarla. Pensar que tantas veces había deseado reencontrarme con ella, que me viniera a visitar. Pero ahora, saber que ella me estaba viendo en este grotesco estado…

Y, para colmo, entendí qué había causado esa repentina luminosidad en la habitación. No había sido el aura amorosa de Millaray, desde ya que no. Sucedía que, al lado de ella, en una esquina de la habitación, vibraba aquella luz radiante, anaranjada y clara. Una luz que, aun de día y con las ventanas abiertas, resplandecía como sol en verano. 

(Santiago, 2002). Sin estudios ni nada publicado, escribe cuentos ocasionalmente.

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