19 de agosto 2023

Encuentro con Nadie

por Jorge Labrin

Del violento oleaje y la inmensidad de la noche, aparecieron dos hombres en la orilla de una isla en medio del Mar Mediterráneo. El barco que antes les sirvió de transporte y trabajo yace en las profundidades del mar, a unas cuantas millas. Despertó al más joven, un marinero italiano, la sensación de estar en tierra firme; observó las estrellas, y tras identificar a Polaris y ver el movimiento de Mintaka se dio por satisfecho.

—Salimos de Estambul hace dos días —dijo en inglés—. Y ayer bordeamos Chipre, puede que estemos cerca de Sicilia, o que no hayamos salido aún de Grecia.

El nombre de su patria despertó al otro hombre, un mercader griego que se incorporó al barco poco antes de partir. Y el saberse tan cerca del hogar disparó la memoria de los náufragos: una pequeña casa a las afueras de Siracusa, los barrotes de un calabozo en Atenas, las pecas en las rojas mejillas de la mujer amada, el miedo en los ojos del compañero traicionado…

—La noticia se extenderá por la mañana —dijo el italiano—. Ya vendrán por nosotros.

El mercader griego hizo una mueca de disgusto por el comentario. Ambos se dejaron caer en la arena para dormir y evocar otros muchos recuerdos; uno añorándolos, el otro rumiándolos. El despuntar del alba los sacó de sus ensoñaciones, y al volver a tomar consciencia de la situación notaron huellas en la arena.

—¿Estará habitada?

Las siguieron, pensando que el rescate sería más pronto de lo esperado. El mercader griego disminuyó el paso para quedar atrás de su compañero, ahí palpó sus bolsillos para asegurarse de que aún tenía su puñal. Divisaron entre los árboles una improvisada tienda. En su interior se encontraba un anciano cocinando un caldo sobre unos leños. Aparte de eso, sólo se veía una pila de hojas que debía de servirle de cama, un hacha de bronce, un remo podrido y poco más. Antes de que cualquiera de los náufragos pudiese dirigirle la palabra, el anciano les hizo un gesto para que esperasen. Ellos se sentaron entonces en el suelo y el anciano les sirvió un caldo de verduras en unos cuencos de arcilla. Al mirarlo con detenimiento a los ojos, ambos se dieron cuenta de que era ciego.

—No es mucho —dijo el anciano en un pobre inglés—, pero les quitará la fatiga. Me gustaría recibirlos con carne, pero aquí no paran ni las gaviotas. Ya tendremos tiempo para hablar.

Comieron con avidez. Y tanto el mercader como el marinero no le quitaron la vista de encima a su anfitrión.

—¿De dónde vienen, desgraciados? —empezó el anciano cuando se dejó de escuchar el sorbido del caldo—. ¿Cómo les llaman sus compañeros y cómo es que llegaron a esta isla?

El mercader griego fue más rápido en responder que su compañero:

—Somos marinos. Nuestro barco se dirigía a Portugal, pero se hundió por un choque y el azar nos trajo aquí. Pero creo que es más preciso saber quién eres tú, anciano, y cuál es esta isla. ¿No hay nadie contigo?

—Yo soy Nadie —dijo el anciano—. Así me llamo a falta de un nombre que me defina mejor, y de otros que me digan de algún modo. Soy de un reino que ya no existe, Ítaca. Paré en esta isla para descansar de un encargo… O más bien de un castigo.

La alusión en el nombre y el reino no pasó desapercibida para los náufragos, pero solo el italiano preguntó: ¿Ulises?

—Yo soy Nadie. Ese a quien te refieres ya no está entre los vivos, no existe, al igual que Ítaca y que sus dioses, quienes no rondan ni la tierra ni los cielos, ni velan ya por los hombres. Otro ocupa su lugar.

—¡Pero tú estás muerto! —insistió el italiano—. Siglos debes llevar muerto. Dante te puso en el octavo circulo y tú…

—¡Desgraciado! —interrumpió el anciano—. Ulises, el azote de Ilión, el astuto, está en los infiernos. Yo, una cáscara de lo que fue el héroe, fui condenado a seguir viviendo sin la gloria de pudrirme en el Hades. Si hubiese vuelto tras el último viaje… ¿Crees que alguien me hubiese reconocido? Partí con mis compañeros por una insensatez, me sentí viejo y quería que mi nombre aún fuese dicho una vez más en lo más recóndito del mundo, quería que volviesen a ver en mí a ese héroe. Pero ni la reina ni mi hijo lo veían, ni yo vi en ellos a quienes dejé antes de partir.

—Argos sí te reconoció la primera vez —dijo el marinero.

Una lagrima corrió por la mejilla del anciano. 

—Fue el único —respondió—. Y muerto está. No hay ahora ser en la Tierra que no necesite de la ilusión de la apariencia. Puede que Ulises haya muerto a la par de Argos.

»Sí, pobre marino, mírate acaso, ¿hace cuánto que zarpaste a la mar? Tu aspecto, ¿cuánto habrá cambiado? Puede que en tu patria apenas te reconozcan… También, ¿cómo puedes estar seguro de que la mujer que te espera sea la misma? Los cambios que le han de ocurrir en un minuto son infinitos, imagínate meses o años. Ya conoces la doctrina del río, ¿puedes estar seguro de que tu vuelta será por los mismos mares? ¿O que vayas a llegar al mismo puerto del que partiste? Toda la base del presente son recuerdos, y los recuerdos no son más que un sueño del que ya no participamos, del que estamos ajenos. El sueño que fue Ulises muerto está y yo, yo soy nadie, al igual que tú, la imagen que tenían de ti en los infiernos debe estar ya. ¿Quién crees ser realmente?

No continuaron la conversación. El marinero no sabía qué decir y el anciano se hundió en reflexiones. El mercader griego fue el que rompió el silencio:

—Esa hacha que tienes ahí, ¿nos la prestarías? Podemos cortar unos arboles para armar una barca y partir una vez más a la mar. Si llegamos a la ruta principal quizá nos recoja un barco pesquero.

El anciano asintió. El italiano alegó que aquello sería muy peligroso, que mejor sería aguardar por la Marina, pero el mercader lo persuadió diciéndole que no había comida suficiente en la isla para esperar pasivamente el rescate.

Y durante tres días los náufragos estuvieron armando la barca. Cada cierto tiempo el marinero intentó conversar con el anciano, pero el mercader lo obligó a regresar al trabajo casi a golpes. Al cuarto día llenaron la barca con los pocos víveres que les pudo proporcionar el anciano, y al quinto ya estaban prestos a partir.

—Está casi lista —dijo el mercader griego—. Falta un último detalle 

Y de entre sus bolsillos sacó el puñal. No hubo forcejeo ni grito de socorro, sí el destello del acero al cortar el aire y el brillar de la sangre al salir de la espalda del italiano. El anciano comprendió lo que había ocurrido al escuchar aquel último soplo de aire y el sórdido golpe del cuerpo contra el suelo.

—Y la noche oscura cubrió sus ojos —le dijo el griego al anciano, sonriendo—. Me llevo tu hacha, viejo, y te dejo al chico.

El anciano escuchó los pasos alejarse por la arena. 

Nadie pudo posar nunca sus ojos sobre el cuerpo del joven, de hecho, su cuerpo quedo ahí donde cayó, sin entierro. Y es que la envidia reclamó la mente del anciano: aquel italiano supo, al menos durante un instante, que era hombre muerto.

(Santiago, 2002). Sin estudios ni nada publicado, escribe cuentos ocasionalmente.

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