Foto: Ken Domon (detalle - intervenida)

27 de marzo 2024

Tierra del Deseo del Corazón

por Tamiki Hara / Traducción: Vicente Lane

Tamiki Hara (原民喜, 15 de noviembre de 1905 – 13 de marzo de 1951) fue un escritor japonés sobreviviente del bombardeo de Hiroshima, reconocido por sus obras del género literario de la bomba atómica.

El relato corto de 1951 La Tierra del Deseo del Corazón (Shingan no kuni, 心願の国) fue la última obra de Hara, publicada póstumamente. Su ya frágil estado mental se había visto agravado por el estallido de la Guerra de Corea y la declaración pública por parte del presidente Truman acerca de la posibilidad de volver a emplear bombas atómicas. Se suicidó en Tokio el 13 de marzo de 1951, acostándose sobre las vías de un tren que circulaba en sentido contrario.

La publicación de esta traducción tiene por objeto dar a conocer una muestra de la obra de Tamiki Hara en anticipación a una futura edición de sus escritos por parte de Agnición Ediciones (@agnicion.ediciones). Otra versión traducida de este escrito y otros pueden encontrarse en la edición de Editorial Noctámbula llamada Requiem, seguido de las Voces de Hiroshima.

* * *

De noche, casi al amanecer, acostado sobre mi cama escucho el canto de un pajarillo. Ahora me canta por encima del techo de esta pieza. La entonación aguda y suave de su distante canto trina con una bella premonición. Me pregunto si acaso los pájaros perciben una temporalidad más sutil y se la señalan inocentemente los unos a los otros. Acostado en mi cama, suelto una pequeña risa. Es como si ahora pudiera entender sus palabras. Así es, ¿será que, si acaso los escucho un rato más, tan solo un rato más, podré entenderles? Me pregunto de qué manera me recibirían si renazco siendo un pajarillo y fuera a visitarlos a su tierra. ¿También me mordería las uñas en un rincón como un niño al que le llevan por primera vez al jardín infantil? ¿O quizá observaría atentamente mi entorno con la mirada melancólica de un poeta cansado? De nada serviría. ¿Cómo podría ser así? Pues en ese caso he renacido pájaro. De pronto, a lo largo de una huella en un bosque a las orillas de un lago me encuentro con una multitud de mis seres queridos ahora convertidos en pajarillos.
“¡Oh, tú también…”
“¡Y tú! ¡También estás acá!”

Acostado en mi cama pienso en cosas ajenas a este mundo, como si hubiese caído bajo algún encanto. Aquello cercano a mí ya no podrá perecer. Hasta el momento en que la muerte me lleve consigo, pienso vivir tan genuino y sencillo como un pajarillo…

Me pregunto si acaso mi existencia no se habrá hecho añicos, ahora que la siento arrastrada hacia el infinito. Será ya un año desde que me mudé a este hospedaje, sin embargo, la sensación de aislamiento y soledad me ha terminado por inundar casi por completo. En este mundo no hay siquiera escombros a los que pudiera aferrarme. Es así como las estrellas y planetas que pueblan el indiferente cielo nocturno y las siluetas de los árboles distantes parecieran acercarse lentamente, prontos a tomar mi lugar. Aunque ahora no sea más que una ruina viviente, y me haya congelado hasta el centro del corazón ¿acaso no es cierto que esas estrellas y esos árboles se mantienen firmes y rebosan de algo ilimitado? … Entre ellas terminé por encontrar mi propia estrella. Cierta noche, en la oscura calle que va desde la estación Kichijoji hasta mi alojamiento, de pronto miré hacia el cielo nocturno y entre las innumerables estrellas tan solo una cautivó mi vista, girándose hacia mí y asintiendo con la cabeza ¿Cuál podría ser significado? Pero antes de que pudiera reflexionar, me di cuenta que una gran conmoción escaldaba mis ojos.

Pareciera como si la sensación de aislamiento fuese el mismo aire a mi alrededor.

Tú, que guardaste una lágrima entre tus pestañas por tener una mugre en el ojo… Mi madre sacándome un cuerito del dedo con la punta de una aguja… Insignificantes, asuntos demasiado insignificantes salen a flote en mí cabeza con facilidad durante periodos de soledad. Cierta mañana tuve un sueño sobre dientes. En medio del sueño aparecías tú, muerta.

“¿Dónde te duele?” dijiste. De pronto, con la punta de tu dedo comenzaste a frotar mi diente como si fuera algo natural. Al sentir el tacto de ese dedo, desperté, y el dolor había desaparecido.

Mi cabeza, colgando de la modorra del cansancio, de pronto estalla atravesada por una descarga eléctrica. Tras convulsionar violentamente, hay un silencio total. Abro bien los ojos e intento comprobar el estado de mis sentidos. No parece haber nada fuera de lo normal. Pero entonces me pregunto cómo es que hace tan solo un momento todo aquello pasó por encima de mi voluntad y me hizo estallar. ¿De dónde viene? De dónde viene aquello, me pregunto. Sin embargo, no alcanzo a entender. ¿Son acaso las incontables cosas que no he logrado realizar en este mundo y que se acumulan dentro de mí hasta hacerme estallar? ¿O quizá en este momento cuelga encima mío la memoria de aquella mañana de la bomba atómica? No puedo estar seguro.  No creo que algo haya alterado mi mente durante la tragedia de Hiroshima. De igual modo me pregunto si acaso el impacto y conmoción de la bomba siempre acechará desde algún rincón, trayendo consigo la posibilidad de terminar por volvernos locos a mí y al resto de las víctimas.

De pronto, acostado en mi cama y sin poder dormir, imagino el planeta Tierra. De a poco el frío de la noche se cuela dentro de mi cama. Mi cuerpo, mi existencia, el núcleo de mi ser, ¿por qué se entumecen de esta manera? Intento acudir y llamar a la Tierra que me mantiene vivo. En eso, se me aparece vagamente su figura. Pobre Tierra, tu superficie se ha congelado. Pero es como si fuera una Tierra que aún no conozco, de millones y millones de años hacia el futuro. Frente a mis ojos esta vez aparece otra Tierra, una masa totalmente oscura. En el núcleo interior de esa esfera se arremolina un palpitante fuego al rojo vivo. Me pregunto si algo reside dentro de esa fundición.  Una materialidad aún no descubierta, un misterio aun no conceptualizado, quizás una mezcla de todo aquello. ¿Qué pasará con este mundo cuando de súbito su interior erupcione sobre la superficie? Puede que todas las personas sueñen con tesoros de las profundidades de frente a un futuro indeterminado, ya sea con la salvación o la destrucción.  
Sin embargo, tengo la sensación de que hace muchísimo tiempo que he soñado con un tranquilo manantial que resuena en el fondo del corazón de cada persona y con la llegada de un momento en que nada sea capaz de destruir las existencias humanas, con una armonía que algún día sobrevendrá a esta Tierra.

Por aquí hay un cruce ferroviario por el que siempre paso y a menudo debo esperar un momento frente a la barrera de seguridad. De un lado, los trenes vienen desde la estación Nishiogikubo, del otro desde Kichijouji. A medida que se acercan, se ve claramente cómo los rieles comienzan a temblar. Pasan rugiendo a toda velocidad. Siento como si algo se abriera en mi pecho junto a esa velocidad. Quizá envidio a aquellos que pueden recorrer esta existencia a toda velocidad.  Sin embargo, en mi mente van apareciendo las figuras de personas que posan sus abatidas miradas sobre estos rieles. Es como si por las orillas de estos rieles deambularan eternamente las sombras de aquellos cuyas vidas en este mundo fueron desgarradas, de aquellos que, sin importar cuánto protestaran o resistieran, terminaron por ser arrojados a un lugar desprovisto de toda esperanza. Parado en este cruce ferroviario y perdido en tales pensamientos, me pregunto si acaso no me he percatado que mi sombra también deambula entre estos rieles.

En cierta ocasión, justo antes del atardecer, caminaba lentamente por una avenida. De pronto, como por milagro, el cielo azul se extendió transparente y un sector de él emanó una luz argenta como de madreperla. ¿Acaso mis ojos, posándose sobre ella, la habrá seleccionado deliberadamente? Sin embargo, mis ojos conocían aquella luminosidad platina que caía sobre los árboles de otoño perfectamente alineados. Habían crecido finos y parecía como si algo les estuviese sucediendo silenciosamente. Cuando mis ojos apreciaron claramente la copa de uno de los árboles, una gran hoja marrón se desprendió de su rama. Aquella hoja marchita se deslizó siguiendo la rectitud del tronco hasta el suelo y terminó por caer sobre una superficie de hojas resecas. Había caído con una delicada cadencia, prácticamente incomparable. En la distancia entre la copa del árbol y el suelo, aquella hoja seguramente pudo observar todo lo que hay sobre la tierra. Quizá hace cuánto tiempo que ronda por mi mente la idea de hacer lo mismo. Cierto día salí camino a Kanda, donde viví hace un año. En eso reconozco la ajetreada actividad del barrio librero que se extiende ante mí. Al abrirme paso entre la multitud dudo si acaso no será que estoy en busca de alguna sombra propia. Frente a mis ojos se proyecta un árbol otoñal y su sombra fundiéndose ante una pared de cemento ¿Será que tales asombros, pálidos y sigilosos, bastan para causar una impresión en mí?

Sentía que terminaría por congelarme en esa habitación, así que salgo a dar una vuelta. La nieve que cayó ayer sigue intacta y de algún modo todo el lugar parece completamente distinto. Mientras camino por encima de la nieve, mi corazón comienza a despertar y mi cuerpo agarra calor. Mis pulmones inhalan ávidamente el aire fresco (lo recuerdo bien: el día en que cayeron las primeras nieves sobre las ruinas de Hiroshima también hinché de aire mis pulmones y mi corazón latió rebosante). Caigo en cuenta que todavía no he escrito un elogio a la nieve, sobre lo maravilloso que sería vagar interminablemente por entre nieves alpinas con el corazón aligerado y la mente ida. Tengo raptos de hermosas fantasías de muertes congeladas. Entro a una cafetería, y mientras me fumo un cigarro dejo que mi mente divague. La música de Bach flota desde un rincón y detrás de las vitrinas de vidrio brillan los pasteles glaseados. Supongo que incluso si desaparezco, seguramente un joven con un aire similar al mío, a la misma hora e igualmente aturdido, se encontrará sentado en algún rincón de este mundo. Salgo de la cafetería y me voy caminando por las calles nevadas. Están desiertas, apenas si hay peatones. De frente un joven cojo avanza hacia mí renqueando. Creo entender por qué ha salido intencionadamente a caminar en un día así de nevado. Al cruzarnos, en mi corazón le dirijo unas palabras: ¡Mantente firme, por favor!

A pesar del espectáculo de todas nuestras miserias, que nos tocan, que nos ciñen del cuello, tenemos un instinto que no podemos reprimir, que nos eleva… (Pascal)[1]

Sucedió una tarde de verano cuando tenía tan solo seis años. Me encontraba jugando en las escaleras empedradas de nuestra bodega subterránea. A la izquierda de las escalas, la luz del sol se enredaba resplandeciendo entre la frondosidad de un cerezo en flor. También se derramaba por entre las hojas de la mosqueta amarilla que crecía al otro costado. Una refrescante brisa bajaba por la escala donde estaba agachado. Algo me tenía bajo su encanto mientras jugaba con la arenilla que se acumulaba sobre las piedras de granito. De pronto vi a una hormiga cerca de una de mis palmas que parecía muy ajetreada con algo. Sin pensarlo, presioné sobre ella con uno de mis dedos. La hormiga no volvió a moverse. Después de un rato, llegó otra hormiga. Volví a aplastarle. Una a una, las hormigas seguían llegando hasta mí, y una a una las fui aplastando. De a poco fui quedando completamente absorto, mientras el tiempo transcurría y comencé a sentir un ardor en el centro de mi cabeza. No tenía absolutamente ninguna idea de lo que estaba haciendo en ese entonces. Pero el sol se había puesto y todo en rededor se había ensombrecido, cuando de pronto me sentí arrojado a una misteriosa alucinación. Estaba dentro de mi casa, pero no podía descifrar del todo dónde me encontraba. Pasaba fluyendo un río de rojas y envolventes llamas. De pronto, me percaté que unas extrañas criaturas que jamás había visto me observaban por entre la penumbra, susurrando y mascullando silenciosamente sus malas intenciones. (Me he preguntado si acaso esa confusa y diabólica imagen fue un presagio del infierno que luego se me iría a presentar vivamente en Hiroshima).


Quise intentar escribir acerca de un niño hipersensible y delicado como ningún otro. Un mero soplo de viento bastaría para terminar por quebrar los delicados nervios de su interior donde, paradójicamente, pareciera alojarse un maravilloso universo.

Creo que hay al menos una cosa que en mi corazón me saca una genuina sonrisa. Después de todo, es posible que un modesto poema sobre aquella joven sea capaz de consolarme. Cuando conocí a U…… hace dos años, en pleno verano, sentí un temblor del alma que no era de este mundo. Para mí esa sensación fue un presagio de mi inminente separación de este mundo, del súbito derrumbe de mis últimos años por sobre mí. Siempre fui capaz de entrañar a esa hermosa joven con una sensación de completa pureza. Siempre que llegaba el momento de separarnos me sentía como un arcoíris bajo la lluvia. Entonces cruzaba mis dedos dentro de mí y, en secreto, rezaba por su felicidad.

Una vez más siento esa rápida e incesante alternancia entre frío y calor, y los indicios de la primavera que se aproxima me tienen en un estado de perplejidad. Parece que voy a terminar por rendirme fácilmente ante las tentaciones saltarinas, ligeras, gentiles e ingeniosas de esta hueste de ángeles. Incluso un solo rayo del sol rebosa de esa sensación de alegre festival, de canto de pájaros, de una multitud florecida. Algo inquieto e impaciente comienza a agitarse en mi corazón. Se me viene a la memoria la avenida donde se realiza el Hanamatsuri[2] en mi ciudad natal, hoy devastada. Mi madre y hermana ya fallecidas se me aparecen con sus vestidos elegantes de ocasión. Me dan una impresión como si tuvieran algo de adorable e infantil, por así decirlo. La apariencia de la primavera tan elogiada en poemas, canciones y cuadros me susurra y me marea. A pesar de ello me siento helado y algo afligido.
En ese entonces seguramente temblabas cuando, acostada en tu cama, el presentimiento de la primavera te venía a visitar. ¿No fue que al acercarse la muerte pudiste ver todo con claridad, con la voluntad celestial a tu lado? Me pregunto qué habrás soñado en ese entonces, en tu lecho de muerte.

Ahora sueño frecuentemente con la figura de una alondra que al mediodía se eleva en vuelo danzante desde un campo de trigo hacia un candente cielo azul …
¿Acaso eres tú, muerta? ¿O será mi propia imagen?
La alondra se eleva alto, alto en línea recta, a toda velocidad avanzando alto, alto hacia el infinito. Y ahora ya no avanza ni ascendiendo ni descendiendo. La lumbre de su existencia simplemente derrama luz; libre del límite de los seres vivos, la alondra se ha convertido en una estrella fugaz. No soy yo, pero sin duda es la del deseo de mi corazón. Fuera que una sola vida ardiera tan magníficamente y todo instante fuera absolutamente bello y rebosante…


Notas

[1] Pensamientos, 411, Blaise Pascal

[2] 花祭, “festival de las flores”, el 8 de abril, en el que se celebra el nacimiento del buda histórico, Buda Gautama.

15 de noviembre de 1905 - 13 de marzo de 1951. Fue un escritor japonés sobreviviente del bombardeo de Hiroshima, reconocido por sus obras del género literario de la bomba atómica.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *