Fotografía por Cristóbal Saavedra (@crstbl.saavedra)

21 de mayo 2020

En espera

por Sebastián Ignacio Bravo Viveros

[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia
*]

[27 de Abril]

Casi dos meses después del primer caso de contagio por COVID-19 en el país, la sensación general en los diálogos que logro intercambiar a través de las redes sociales y las breves salidas que hago a comprar, sostienen la noción de un horizonte en suspensión: un tiempo desgarradoramente abierto que eclipsa el tiempo homogéneo y vacío que había impuesto hasta el momento la narrativa capitalista y del que hablaba Benjamin (1971) pero que a su vez, hace más evidente la idea de que somos parte de un amplio mapa de territorios y sujetos que habitan por fuera del radio de acción y preocupación de la política estatal y por tanto estamos atravesados por los efectos más palpables de una necropolítica (Mbembe, 2011), es decir, esa constante y demasiada conocida gestión del miedo, la muerte. Justamente en ese entramado, en que la incertidumbre aparece como un doblez enmarañado que amalgama fragilidad y posibilidad y que pone en crisis los itinerarios trazados, es donde se construyen múltiples modos de (sobre)vivir y movilizarse.

El Hospital

Bajo la sombra de una hilera de árboles bajos, una zigzagueante fila de pacientes espera.  Voy al Hospital Barros Luco a buscar unos medicamentos recetados a nombre de un familiar con tratamiento psiquiátrico. Una línea de improvisados toldos y bloques de concreto a modo de barrera sanitaria resguardan a enfermeras y TENS del sol de otoño y del virus mientras intentan dar orientación al público sobre sus horas médicas, retiro de medicamentos, exámenes y demases. No obstante, y a pesar de que escuchan con atención, no logran dar respuesta a todas las peticiones y consultas del público presente. Se ven sobrepasadas.

En un momento, una mujer haitiana intenta entablar un diálogo en un escueto español, pero nadie la comprende. No hay mediadora intercultural ni diálogo posible. Se va enojada. Adentro, la fila para retirar el litio estatal y otros medicamentos se extiende por varios pasillos antes de terminar en una ventanilla. La espera se vuelve agotadora. La mascarilla sofoca. Una de las dos ventanillas se ve ocupada por largo tiempo por una joven que retira los medicamentos para las personas mayores de toda su cuadra. Caras de frustración y enojo se reparten entre la gente. Ya es hora de almuerzo. El GC del matinal sigue estático.

La Feria

Topes de carros y choque de bolsas se producen en medio de la feria libre a la que voy a comprar la fruta y verdura para la semana. La mayoría de las personas y caseros ocupan mascarillas y guantes. Venden sus productos con ritmo frenético. Tienen hasta las 14.00 horas para terminar de vender, ordenar los cajones e irse. El lenguaje verbal se ve sofocado rápidamente frente a los pliegues de la mascarilla. Las compradoras optan por hacer señas o enunciar frases brevísimas para indicar lo que quieren. Los puestos pirata de farmacia, las pescaderías y los puestos que venden artículos de limpieza se encuentran visiblemente más llenos. Abundan la venta de mascarillas de tela con diseños del Colo y la U, escudos faciales, alcohol gel amarillo y guantes quirúrgicos. Los coleros aparecen y desaparecen según el endurecimiento en la cuarentena y los vaivenes de la contingencia nacional. Ropa de guagua, zapatos y cachureos contornean filas sobre cualquier lugar plano cercano a las cercanías de la feria. Otros días, el vacío sutura la ausencia del paño extendido. 

En la feria, el distanciamiento social se vuelve solo una medida enunciativa. Todos los cuerpos se rozan en algún momento. La feria -muy a pesar de las medidas de cierre implementadas por la municipalidad de Huechuraba- sigue siendo el foco primordial para comprar y conseguir la mayoría de lo requerido. La feria se diversifica como un organismo inestable y en crecimiento que absorbe las nuevas necesidades sanitarias, emocionales y económicas del sector.

Los pasajes

Durante las tardes, algunos vecinos aprovechan de cambiar el portón desvencijado por uno de madera nueva. Más allá reponen las planchas de zinc para la lluvia. Otras familias, aprovechan de hacer las ampliaciones largamente postergadas. El vecino del pasaje contiguo demarca nuevas murallas con sábanas de plástico transparente, probablemente para construir piezas que después serán subarrendadas a trabajadores solos o familias migrantes tal como en los otros pasajes. Al pasar y ver esto último, nos miramos con un vecino con caras de desconcierto. Cada pieza demarcada mide dos por dos metros.

Aquí, la mayoría de los/as vecinos/as trabaja en el retail, en talleres artesanales, empresas pequeñas o venta ambulante. El teletrabajo es una posibilidad muchas veces improbable y solo es una modalidad que pueden realizar algunos vecinos/as profesionales. 

En el cordón periférico de Santiago, poca población tiene acceso a internet fijo (banda ancha). La mayoría de las personas de estos sectores se conectan a internet a través de internet móvil desde sus celulares. Ni siquiera el aumento de los planes de datos móviles por parte de las grandes empresas telefónicas dan la posibilidad de sostener una clase online o una videollamada con amigos/as o familiares sin quedarse momentáneamente inmóvil, pegado. En ese escenario, la vida off line asume su hegemonía y la fila para comprar cerveza en la botillería se alarga. Tomar y carretear se ha convertido en una forma de habitar el miedo y poder demarcar huellas de diferenciación entre días que tienden a ser idénticos. Otras familias optan por la salida teológica y rezan en casa. Cada jueves en la tarde las alabanzas se adhieren a las paredes de mi casa durante extendidos cultos evangélicos. 

El 18 de abril se escuchan fuegos artificiales al atardecer: no obstante, el signo es ambiguo. No se sabe si se conmemoran los seis meses desde la revuelta social o la llegada de la droga. Lo más probable es que sea por ambas razones. Ninguna fuerza policial hace acto de presencia. Es más, durante estas últimas dos semanas tanto las fuerzas policiales como militares han optado por una suerte de blitzkrieg, una guerra relámpago con fugaces incursiones guiadas por labores de represión o investigación asociadas al saqueo de los supermercados en las grandes avenidas, los asaltos a camiones Brinks o de mercadería en los alrededores o a los tímidos cacerolazos y barricadas convocadas por organizaciones sociales del sector. La táctica es entrar y salir rápidamente. Por su parte, las vecinas y vecinos esquivan los controles policiales del toque de queda usando aplicaciones en el celular en un gesto común que se extiende rápidamente a través de las conversaciones y cahuines que se arman a la hora de comprar el pan o barrer la calle.  

En la noche, trato de ingresar a la página web del Registro Social de Hogares (RSH) para revisar los bonos que el gobierno anunció recientemente como Plan de Emergencia. Una ventana emergente anuncia que debo esperar quince minutos en línea antes de poder entrar a la página. Esta vez la fila es virtual. Aprovecho de revisar el grupo de Compra y Venta de la comuna. Hay muchos posteos de apoderadas de colegios cercanos reclamando porque la caja de mercadería que les entrega la JUNAEB a cada estudiante viene con muchas menos. Apenas unas papas, fideos y un tarrón de atún. La leche, el arroz y las otras cosas no existen. Sigo leyendo y los comentarios de rabia se intercalan con críticas al alcalde y a Piñera. Veo la pestaña del RSH. Me faltan diez minutos. Voy a buscar el balde para regar las plantas del patio y mientras paso por el living, escucho el repiqueteo de la máquina de coser de mi mamá haciendo mascarillas caseras para toda la familia. De alguna forma, la espera se ha vuelto gesto común.

Referencias

Mbembe, A. (2011). Necropolítica. España: Melusina.

Benjamin, W. (1971). Tesis de filosofía de la historia. Angelus Novus. Barcelona, Edhasa.

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*Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.

Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.  

Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social,  a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía. 

Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.

La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.


Antropólogo social, educador popular, colaborador poético e investigador dedicado a temas de juventudes, educación, género y masculinidades y migración.

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