10 de agosto 2020

Esas tenues sombras de la destrucción

por Mauricio del Pino

De acuerdo con la semiótica elaborada por Charles Sanders Pierce un índice es un tipo de signo que se define por su naturaleza existencial. Es decir, el signo indicial se origina como consecuencia de la «impronta» que deja un determinado «existir». En realidad, todo índice se debe por entero a un ente que lo produce con su presencia. Muchas veces esa singularidad es tan caprichosa como puede serlo nuestra sombra sobre un camino en un día cargado de nubes. Y, sin embargo, basta que una superficie sensible pueda acoger esa huidiza presencia para que se produzca el rastro. En parte, esa ha sido la mitología que la fotografía ha querido compartir con la pintura. Conocemos el relato de Plinio: en vísperas de su partida y a la luz de una vela, la amante marca en la pared la silueta de su amado dando inicio con ello no sólo al vínculo amoroso de todo acto artístico, sino también al fervor por las imágenes existenciales. 

 @Getty Images

Los índices nos seducen porque frente a ellos siempre estamos en falta. Constantemente invitados a rastrear, a perseguir ese cuerpo que huye en el momento mismo de la designación. Así lo expresa a su modo el pensamiento oriental para el cual lo «vacío» precipita lo «lleno». En efecto, en el amor y sus desencuentros se manifiesta un tipo de devoción que tiene a la huella como forma predilecta de su insistencia. De ahí que los amantes tiendan a colmar los restos con una espiritualidad casi hereje.

Pero si todo índice es manifestación física de una voluntad desplegada ¿podrá decirse que con la misma intensidad que colmamos, destruimos? 

En una progresión casi imperceptible que va desde entender el mundo como objeto de nuestro «apetito» hasta la adopción por parte de naciones de estrategias geopolíticas en conflictos étnicos o bélicos, algunos vestigios nos provocan violentamente porque señalan una paradójica relación cultural que se ha hecho más evidente en los últimos cien años: la que sostiene que nuestra «persistencia de ser» casi siempre deviene en destrucción.

Recordemos que en su etimología los términos existir y persistir se forman con el verbo latino «sistere», que significa «tomar posición», «emplazar» «asegurar un sitio».

Bajo esta lógica entonces, hemos naturalizado la premisa de que nuestra existencia sólo toma sentido cuando está proyectada, cuando «hace sitio» simbólica y materialmente sobre el mundo. Como ha precisado tan claramente Byung-Chul Han existe toda una episteme que valoriza y enaltece tempranamente esta apetencia del mundo desde el acto de mirar. «La mirada al mundo no es vacía, está bajo el prisma de «mis» posibilidades de ser, es decir, de la » mismidad» (…) Por lo tanto, la mirada al mundo está siempre «dirigida». Está encauzada por mis posibilidades de ser».[1]

A menudo, sin embargo, todo ese despliegue de apetencias y emplazamientos retorna a nosotros en la forma de identidades aniquiladas, memorias desvanecidas, precarias materialidades siempre a la intemperie de nuestra propia acción destructora. Pareciera ser que mientras más persistimos, más nos destruimos. Es lo que Marshall Berman en su libro “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, acuñó bajo el término de «modelo fáustico» de desarrollo, una forma de acción social inherente a todas las sociedades occidentales y vital para las generaciones futuras que está al mismo tiempo cimentada bajo los huesos de las víctimas que genera.

Hiroshima, @Getty Images

Uno de los ejemplos más desconcertantes de índices humanos en tiempos de desarrollo y destrucción bélica fue consecuencia directa de lo que Harry Truman, presidente de los EEUU, presuntuosamente llamó «dominación del poder elemental del universo». Truman se refería evidentemente a la conquista por parte de su país de aquella fuerza elemental del átomo, y por supuesto, a la generación y aplicación de la energía nuclear con fines destructivos masivos. Lo que quizás muchos ignoran es que, de acuerdo con investigaciones independientes de los últimos 30 años, y a contrapelo del relato oficial, la decisión de bombardear Hiroshima y Nagasaki se debió más a la urgente necesidad de demostrar geográficamente ese dominio ante el inminente despliegue soviético en Japón, que a una loable economía por salvar vidas norteamericanas. Así, el comienzo de la Guerra Fría requirió, como se ha dicho, de una generación de miles de cuerpos calcinados, mutilados y con severas secuelas de por vida. En aquellas circunstancias tan espantosas podemos intentar reflexionar, como lo hizo en su momento la Escuela de Frankfurt, sólo para acercarnos a esa convulsión ética que se manifiesta en toda huella humana y, en particular, a una serie de sombras que no se originaron a la luz de un fuego íntimo y amoroso, ni fueron expresión latina de un recurso poético. Estas inscripciones corporales se conocieron como «sombras radioactivas», y se produjeron cuando ciertos objetos y personas fueron alcanzados por un devastador fulgor-se habla de sobre el millón centígrados- dentro del radio de 1 kilómetro desde el epicentro de la explosión. 

En el histórico reportaje realizado por el periodista John Hersey al cumplirse un año del bombardeo sobre Hiroshima, los 6 sobrevivientes entrevistados coinciden sorprendentemente en indicar que del estallido nuclear no recuerdan haber escuchado nada, y que sus primeras impresiones estuvieron dominadas por la percepción de un tipo de destello nunca visto, que iluminó a una ciudad de poco menos de 300.000 habitantes:

«Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo» (…) Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora (…) Había dado un paso más allá de la ventana, cuando el resplandor de la bomba se reflejó en el corredor como un gigantesco flash fotográfico.» Hersey logra en 154 páginas recrear de forma convincente lo padecido por aquellas personas que se encontraban a más de 2kms de la zona de impacto. Para los que estaban, sin embargo, dentro de los mil metros comprendidos desde el punto donde estalló la bomba la muerte fue instantánea, cifrándose en 70.000 los fallecidos, aunque 160.000 más morirían posteriormente debido a las secuelas de la radioactividad.

A partir de esos relatos entonces podemos imaginarnos que el brillo alcanzado por la bomba fue tan intenso y la radiación térmica tan alta que bastaron sólo microsegundos para grabar en paredes y asfalto las siluetas de algunos frágiles cuerpos antes que fueran abrasados por una bola de fuego en expansión. A decir verdad, fue una de las formas gráficas en que «la razón instrumentalizada» quedó inscrita para siempre como letalidad.

Hiroshima, @Getty Images

Uno de los rastros más difundidos corresponde a la sombra que se plasmó sobre las gradas del banco Sumitomo, a 250 mts de la explosión. Como todo índice, que siempre es un fragmento, ese umbral ha generado a través del tiempo una oscilación constante sobre la identidad del cuerpo y las circunstancias previas al fallecimiento, sin que ninguna investigación haya podido imponerse sobre otras. Esta conexión fragmentaria con el objeto es la que alimenta, como hemos señalado, todo tipo de inferencias y el deseo de anclar estos signos.

Aunque muchas de esas sombras se han ido desvaneciendo subsisten sus fotografías como prueba material de lo acontecido. Por supuesto, los testimonios de los sobrevivientes, los «Hibakusha» seguirán cruzando las fronteras y así esperamos que sea. Pero, todas esas voces, objetos y vestigios comparten una dimensión que Pierce puede ayudarnos a considerar más profundamente. Pues nos hemos referido al índice como fuente de una «convulsión ética», y no hemos explicitado el porqué. Pierce emplea una categoría llamada «Segundidad» (secondness) para esclarecer la naturaleza del índice en relación con la significación. Cuando concebimos algo en primera instancia, por ejemplo, una «explosión nuclear», ese «algo» no es plenamente consciente en nosotros hasta que no sobreviene un segundo momento donde el índice actúa. En la Segundidad ese algo se manifiesta con un «aquí», y un «ahora»; es la irrupción de una particularidad que como hecho físico existe autónoma e independientemente de nosotros. Ese «aparecer» en el «aquí y ahora» de lo otro como un «tú» opera como una convulsión, una «sacudida semiótica» donde la silueta viene a alterar la unicidad perseverante de nuestro ser, pues nos propone una relación, un ir más allá de nosotros mismos, y designa lo que se ha denominado en el campo de la ética como de «otredad». A partir de esta noción podemos establecer un puente con lo desarrollado por Emmanuel Levinas en relación con el Rostro como categoría de lo Ético. Para Levinas el Rostro no sería un retrato pictórico en sentido tradicional, sería más bien una «huella» de la proximidad de Dios en el rostro de cada persona, la posibilidad de trascender el orden del mundo entendido como persistencia, por medio de una relación con lo más débil:  «La relación con el Rostro es por una parte una relación con lo absolutamente débil,- lo que está expuesto absolutamente, lo que está desnudo y despojado, es la relación con lo desnudo, y en consecuencia, con quien está solo y puede sufrir ese supremo abandono que llamamos muerte»[2]. Esta huella no aparecería entonces como una imposición, si no sustrayéndose al poder pues «para que la alteridad perturbadora de orden no se convierta ya en participación del orden, es preciso que la humildad de la manifestación sea ya en sí mima un alejamiento»[3]. Sólo a través de este alejamiento, esta huida que señala lo precario y frágil es que puede acontecer, según Levinas, la verdadera transcendencia.

Frente al poder que se instauró después de Hiroshima y Nagasaki no debemos olvidar que esas sombras son los signos de una suspensión silenciosa, tan humilde como las voces de los sobrevivientes, pero suficientemente presentes como para convocar nuestra responsabilidad ante el carácter destructivo de nuestra cultura.


[1] Han, Byung -Chul;(2015) Filosofía del Budismo Zen, Barcelona, Herder. Pag.95.

[2] Levinas, Emmanuel; (1993) “Entre Nosotros. Ensayos para pensar en otro”; Valencia, Pre-Textos, pag.130

[3] Ibid, pag.75.

1965, Viña del Mar, Chile, 1965. Periodista, Comunicador Audiovisual, fotógrafo, artista en Performance. Ha publicado 3 libros: El Lugar Nuestro: memoria visual de una ex-cárcel, Una exploración fotográfica del Sporting de Viña del Mar, Areneros del Marga Marga. / https://www.fotogamia.com/ / www.arenerosdelmargamarga.cl / https://www.instagram.com/elamorporlafotografia / facebook/fotogamia

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