Foto: Alfonso Carrera (@narizsangrante)

08 de junio 2020

Estallido del hambre

por Débora Fernández

Infratoma

Per cápita,
la diadema corona
emergencias 
y el derramamiento de(l) hambre
es agraciado en el en-clave de un odio lúcido y en-clasado.
Lo abastecido en la pobreza desata el reino postardío de tánatos,
vestido
confiscado
adulterado
de acólitas mercadotecnias,
en una flecha de tiempo abisal consumada en la corrupción.
Ampulosa de atrofias
la dignidad que falta deviene viciada,
así sin más
por la tele

dirección de las ranuras que fecundan las penurias
al son de la auténtica,
por descalza
solidaridad negada.

Contratoma

En el sector de la comuna en la que vivo no hay cacerolazos, lo que me reseca, me abstiene, me impropia, me hace doler de la herencia de una alienación sin origen. La misma que, vegetativa, me desaloja de los sentidos de mi ahora.
                     Constato: antes de llegar a esta periferia despolitizada en los rincones de Maipú me tocó vivir los primeros 7 u 8 años de mi infancia en la comuna de El Bosque. La misma en la que ayer, primer día hábil de la cuarentena total, estalló el hambre en el simulacro de la “nueva normalidad” como signo de la respuesta de la puebla a la dictadura neoliberal que se ha tomado eso que aún llamamos, por mera injusticia y comodidad, “Chile”.
                      De la nada, una imagen me razona el rostro de la desdicha: el motivo principal de la mudanza familiar vivida de pequeñ* como motor principal el alcoholismo y la violencia de género que arremetía a diario a mi madre. La culpabilización del fracaso de un padre e.t.e.r.n.a.m.e.n.t.e cesante después del 73’, el sexismo, el reproche y las amenazas, eran una constante. Experiencia, desde luego, para nada extraordinaria en el hábitat de la pobreza, que se acentuó, creo, por la condición de primogénita de esa mujer que solo parió un niñe en su vida y que después de la separación, al año de edad de ese matrimonio (“porque si te embarazas, te casas y no hay más que decir”), jamás volvió a formar lazo amoroso alguno. Ni siquiera, por extraño que parezca, a intentarlo. Lo que me contrajo a mí transferencias de las que nunca quise hacerme cargo, ¿cómo le pides a un* trans no binarie que sea el “onvre” de la casa? Farfullando contra el espíritu de su libertad y aduciendo del sacrificio “propio” los códigos de la normatividad sexo-genérica, por supuesto.
                     Lo cierto que en ella primó de esa no-relación que algunos aburridos con el sufrimiento psíquico llamaron “no hay relación sexual”. Entre mis recuerdos está el que, en una ocasión, la angustia provocada por la violencia paterna rebalsó el vaso, provocando que saliéramos a la mañana siguiente con el impulso de una agresión naturalizada. Lo que contrajo adelantar los planes de la mudanza de modo que el miedo, la vulnerabilidad y lo poco peculiar de la inepcia mezcladas con cuestiones que no es el caso mencionar, nos llevaron a mí, mi tío adoptado, mi abuela materna y mi biomadre, a un pasaje de nombre absolutamente ridículo. Y es una lástima, porque a cuadra y media hay uno con el nombre que la Gabi Mistral le puso a este país, esto es, “Desolación”.
                     El caso es que ya crecide se me hizo cada vez más lúcido el déficit intelectual de ella, que hoy a sus 60’ se coagula con la dificultad para terminar frases y nombrar objetos. En fin…, recuerdo las calles de esa comuna, recuerdo que el mismo sujeto que violentaba a mi madre cerraba la reja con candado para que no saliera a jugar con las vecinas mapuche de la casa de al lado, recuerdo que los tiroteos domingales a medio día estaban igual de programados que los programas de Art attack en la televisión; recuerdo las narrativas de los “cogoteos” que se narraban y también recuerdo que en la esquina, dos casas más allá, vivía una travesti que me fascinaba y me causaba una curiosidad inhóspita que solo había sentido con el compañero que en primero básico me coqueteaba, a su modo, de una fila a la otra en el patio del colegio Federal Alemán. Recuerdo que adoraba los días en que me visitaban mis primas, ellas llenaban el vacío de la ausencia paterna (la mía) y la falta de socialización acentuada, aunque, ciertamente, siempre me sentí “infantil” junto a ellas de un modo que no decía relación con la edad. Por otro lado, el significante amo de mi madre siempre fue el del “sacrificio”. Obvio, trabajaba horas extra para cubrir con los gastos y sé también, a pesar de que no tenga un recuerdo preciso de aquello, que dormí con ella todo el periodo en que habité en esa comuna que denuncia el hambre y el hacer-morir de un gobierno afiliado y comprometido “hasta las patas” con el negacionismo y la impunidad.
                       Creo poder decir que la justicia social y el feminismo entraron a mi vida una vez que había madurado, ya emancipad* de las regulaciones y el fraseo interminable de las expectativas de género que se me impusieron. Eso tomó su buena cantidad de tiempo y corrió parejo con el hecho de que fui estudiante de educación superior de primera generación. Cuestión que “pude” ú.n.i.c.a.m.e.n.t.e por la beca que conseguí en orden de mi buen desempeño. Pasados los primeros años en la universidad me alucinó el desplante de la disidencia sexual que conocí y con el que me emparenté: sus maneras de hablar lo sexual, de activar quimeras paródicas, politizar el género, mujerear la lengua y de atajar la calle desapropiando la retícula de su “espacio estriado”. Aunque, claro, lo cierto es que la previa de mi transición, que coincidió con esa experiencia, la pasé con mucha angustia internalizada. Cuestión que, según el relato compartido de y con algún*s, es algo común en la redefinición de las funciones yoicas de les trans. Una vez asumid*, los malhumores de la “disforia” y la discriminación me dejaron durante largo rato a la sombra de dos opciones: o me quedaba desconectad* en una comuna sin pronóstico de ascensión o de fuga, o bien, apechugaba y me esmeraba en subir la montaña de las desigualdades todos los días, con mochila al hombro, para buscar formas de modelizar a mi modo el hacer de mi vida.
                       La velocidad de mi presente desahoga este pasado que hoy veo “vivito y coleando” frente a las cámaras, como el doble de ese afuera que me sostiene. Algo que corroboro desde aquí, la primera noche del hambre estallada, es lo que intuyo es una verdad con un alto grado de densidad.
                       A ciencia cierta, los feminismos y los efectos de los cambios hormonales han hecho que la relacionalidad con los afectos, la irrigación de ideas y las vinculaciones interpersonales, así como el deseo de protesta frente a la vulneración de derechos, sean ahora algo completamente distinto. Lo que desentraña el hecho de que la conciencia de justicia social llegara a mi junto a mi transición.

 

                                                  Supratoma

Escribirnos como práctica y ejercicio de dehiscencia. Frente al universo de la distancia, mantenerse al alcance. Deambular el hambre de otr*s y verificar el poder hacer desde el tiempo presente. Evitar ser cómplice del avance de la desdicha. Abrigar la imagen de un futuro imposible en tanto que pensamiento en el espíritu de otr*s. Generar afinidades y persuadir, con todo y contra todo, nuestras herencias. Por fin, retrasar el género que-no-es-uno para reanudar el aprendizaje en el aún de los días viciados por la desigualdad de este último siglo.

Profe, activista e investigadore transgénero. Coordinador* de CERES: Género y Subjetividades Trans.

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