Fotografía de Antonio Quintana (intervenida)

30 de abril 2023

La disgregación de la vieja clase trabajadora: Una lectura retrospectiva de El orden de las familias, de Jorge Edwards

por David Lozano Valdés

Los círculos sociales de la clase trabajadora solían ser los pilares fundamentales con los que se nutría una comunidad fraterna. Se les reconocía porque era aquel lugar en que las angustias se soltaban, el arco ya no se tensaba, la pierna del nervioso dejaba de temblar. Las casas, los edificios, los departamentos rompían sus murallas, los cercos también caían, los teatros no existían. No solían haber máscaras ni tampoco actores ni actrices puesto que la función ya había acabado. Es más, nunca hubo función. Nunca hubo representación, lo que presenciábamos era el diálogo de camaradería, rumbo a casa. 

La observación minuciosa de estos círculos permiten notar que, a medida que la confianza estrechaba los lazos, se comenzaba a generar un lenguaje secreto, íntimo. Se dejaban caer los dolores y eran comprendidos, se dejaban llevar las pasiones porque habían soportes en la base. Se hablaba en códigos que parecían jeroglíficos porque estaban compuestos de nimiedades tan pequeñas como el gesto, la mueca, la entonación precisa de ciertas sílabas, la mano que inquiere casi cobrando vida propia. Estos actos tenían lugar por una idea yacente que brindaba la necesaria fraternidad para que se expresaran, esta idea era la de vivir una vida que era comprendida.

Permítanme hacer un paralelo de esta modalización de las relaciones sociales de clase con aquello que viven, en un principio, el personaje principal y su hermana en el cuento El orden de las familias, de Joaquín Edwards. La historia es relatada en primera persona por un joven que narra hechos de su familia de clase media dentro de un período que comprende cinco años. El cuento se desenvuelve en torno a los acontecimientos que les ocurren a ambos hermanos durante un momento específico de sus vidas, siendo ambos adolescentes: se van de vacaciones, su padre enferma gravemente, se preparan para volver a clases, etc. Existe un interés particular del narrador en hacer notar al lector una constante precariedad económica por la que pasa la familia en cuestión. El dato no es menor, puesto que es mediante esa vida de carencias que la relación entre el protagonista y la hermana se estrecha. Pasan mucho tiempo juntos y fabrican fibra por fibra aquel oculto lenguaje proletario.

 Sin embargo, crujen los cimientos de este vínculo cuando se posa en el umbral del núcleo familiar la figura del sujeto de la clase dominante. Su entrada en un ambiente tan íntimo da como consecuencia que florezcan multiplicidades en la subjetividad del oprimido. A la vista de este nuevo sujeto que posee bienestar económico, los oprimidos pueden resentir la clase dominante, pueden odiarlos, como también pueden envidiarlos, admirarlos o hasta desearlos. Así de variables son las posibilidades en la contemporaneidad, pero independiente de lo que ocurra en la subjetividad de cada uno, en la realidad social entre ellos, en su encuentro, sucede siempre lo mismo: el oprimido se encuentra perpetuamente agazapado por una romántica inmovilidad. Ya sea que odie al sujeto dominante o lo desee, una pasividad seductora se adueña de sus partes. Permite que el hombre hegemónico, dueño del mundo, se mueva con plena libertad mientras que él sobrevive con un grado de espectador impresionante. 

En el cuento, el protagonista (no se menciona su nombre) resiente al hombre de clase alta (llamado José Raimundo) mientras que la hermana (Cristina) tiene una actitud que tiende a consentir a la de José. A pesar de la diferencia evidente entre ambos sentires, sus reacciones forman un coalescente retrato en el que se percibe un detalle interesante: no existe una naturalidad en sus personalidades, sino que la sola presencia de José Raimundo hace que estos personajes representen papeles para él. Y aquí es cuando se hace el teatro. El protagonista desprecia por completo a José Raimundo: “¡Es un perfecto imbécil!” (Calderón, Lastra, Santander, 2009, 270), pero su aporte en las conversaciones que sostiene con él nunca insinúa nada más allá que un intercambio de palabras amistosas: “Me contuve y opté por decir que me gustaba Stravinski, la Consagración de la primavera.” (Ibid., 271), dice en un diálogo en torno a la música docta. Contenerse es el verbo que cae preciso para referirse a la represión de su sentir que parece posicionarse entre el resentimiento y el desprecio. En otro momento, el protagonista planea burlarse acerca de los rasgos de alopecia que presenta José Raimundo, pero termina por decir: “Al fin prefiero abstenerme. Podría caerle mal. Siempre es más seguro mantener las relaciones en un terreno neutro” (Ibid., 271). La determinación en su voluntad pierde fuerzas en cada momento y termina por representar un papel para él: el del hermano cortés, prudente. 

Cristina, por su parte, no expresa un deseo romántico a José Raimundo que revele aquella cierta intensidad con la que se caracteriza el enamoramiento. Es un amor, si es que podemos llamarle así, matizado, ligero, casi como que se deshace tan pronto lo descubres. De hecho, en muchas ocasiones, cuando no está presente José Raimundo, Cristina duda acerca de continuar accediendo en sus proposiciones: “José Raimundo me pasa a buscar a las seis y media para ir al concierto (…) pero no tengo ganas de ir.” (Ibid., 272). Pero solo basta que su presencia vuelva a estar frente a sus ojos para que Cristina represente el papel de una mujer que consiente en cada una de las insinuaciones que le realiza. Cristina no duda en incluso recurrir a la mentira para mantener la ficción: “‘Me gusta mucho la pesca’, dijo ‘¿Y a ustedes?’ ‘A mí me encanta’, dijiste, y te miré con furia. Pucón, la pesca, todas esas cosas, estaban fuera de nuestro alcance” (Ibid., 270), dice el protagonista encarando a su hermana por el arribismo empleado para consentir las frases de José Raimundo. 

La reacción que provoca José Raimundo en ambos personajes ocurre principalmente porque es un hombre que en sus intenciones sugerentes insinúa románticamente a Cristina, provocando que ingrese, poco a poco, en el núcleo familiar de los personajes. Ese es el motivo por el que José Raimundo, y no Verónica, que también es una mujer que habla con ellos y forma parte de la clase alta, genera tal quiebre. José Raimundo hace su ingreso al círculo familiar mientras que Verónica solo forma parte del círculo de las amistades. Eso es lo que ocurre en el cuento, pero en la realidad social actual, más de medio siglo después, esta situación se ha ampliado y acentuado. Hoy en día, pareciera que tan solo basta que el sujeto dominante establezca contacto con la clase subyugada para que esta pierde la naturalidad de sus voluntades y pasen a formar parte de un gran elenco de actores y actrices. Nada es natural cuando la clase obrera habla o interactúa con el enemigo; al contrario, la interacción entre ambos es de carácter cultural, no-natural. Las fuerzas tendidas por el neoliberalismo buscan inmovilizar al sujeto oprimido en el momento que mantiene contacto con el sujeto de la clase dirigente por el temor a la pulsión revolucionaria. Lo encierra, intenta hacer implosionar el resentimiento en un intento por provocar una sensación de desgaste emocional.

En el cuento, a partir del momento en que José Raimundo comienza a salir continuamente con Cristina en un ámbito cada vez más romántico, se rompe profundamente y para siempre la conexión que había entre Cristina y su hermano, el protagonista. El lenguaje nacido de la precariedad proletaria ha sido demolido. Las paredes de las casas y departamentos han sido reconstruidas, los cercos que rodeaban tímidamente el terreno de los hogares han sido reemplazados por murallas infranqueables. El momento específico en que irrumpen es luego de la muerte del padre. El narrador nos evidencia que, por medio de la sucesión consecutiva de hechos, la muerte del sostén económico del hogar fue el último empuje que le confirmaba la decisión a Cristina de casarse finalmente con José Raimundo. 

El hecho de romper todo lazo íntimo no sólo con el hermano de clase, sino que también con la madre, recordar las líneas del protagonista al comunicarle los lamentos de la madre por la ausencia de su hija: “Se ha estado quejando de ti, últimamente; dice que eres una ingrata, que la dejas botada como un perro” (Ibid., 266), y enfocarse únicamente en el vínculo que ha creado con el marido de la clase dirigente, permite esbozar, por supuesto, retrospectivamente, una metáfora sobre un mundo futuro que la publicación de este libro no veía aún la luz, pero que intuía valiosamente. Nuestro mundo que sustituyó fatalmente lo social por lo económico. 

La lectura retrospectiva a veces permite estos milagros. Obras escritas que terminan por definir retratos más allá de sus tiempos. Por supuesto, es seguro que en 1967, año en que Las Máscaras (título que contiene el cuento El orden de las familias) fue publicado, ocurrían acontecimientos tales como los que se detallan en el cuento, e incluso en nuestro tiempos, pero la diferencia que emana de la lectura retrospectiva que pretendo ofrecer sobre esta obra es el carácter general de la situación, más allá de las relaciones amorosas entre clase oprimida y opresora por motivo de movilidad social. Si la problemática que aborda el cuento atañe a la esfera privada, en la actualidad se ha desplazado al ámbito público. Lo descrito en este cuento, analizado a partir del presente, se puede leer como una denuncia sintomática de los mecanismos que hacen que la clase oprimida tienda a una ultra-pasividad en lógicas del capitalismo tardío. La figura del sujeto de clase dirigente rompe todo esquema de solidaridad de clase. Ya lo ha roto, vemos esta pérdida todos los días. La conciencia de clase vive condiciones terribles en la subjetividad de la clase trabajadora. La desposesión de su identidad, de su lugar en el mundo, ocurre principalmente porque, como Mark Fisher (2022) ya señalaba, el neoliberalismo astutamente ha intentado erradicar el concepto mismo de clase. 

Sin solidaridad de clase, el neoliberalismo reduce toda la masa trabajadora a una individualidad casi atómica. Este aislamiento personalizado crea división dentro de identidades colectivas amplias y con ello un control más fino de la sociedad. La solidaridad de clase, el encanto oculto que yacía en los intercambios proletarios, brindaba estabilidad social y psicológica para que los individuos tuvieran la oportunidad de sentirse queridos e incluidos en su comunidad. La inseguridad personal resultante de vidas cada vez más individualizadas, más alejadas de su propia comunidad y más cercanas de la grisácea indiferencia burguesa ha creado un ambiente social de aislamiento generalizado.

Por el final del cuento, el protagonista y su madre viven una existencia desmotivada, cansada. La madre, que triste e irónicamente se lamenta de la ausencia de la hija cuando en realidad hizo todo lo que tenía a su alcance para que el matrimonio entre Cristina y José Raimundo llegara a buen puerto, se deja llevar por el vicio del alcohol. El éxito no le llega, no alcanza a llegar a su persona porque Cristina tuvo éxito saliendo de la clase proletaria, no con la clase proletaria. El protagonista, por su parte, se ha vuelto hacia dentro, introspectivo y con un aire indiferente, identificado por una angustia formada desde el desdén. Jorge Edwards es reiterativo en demostrar la sexualidad desmoralizada del protagonista que manifiesta una pulsión incestuosa durante una buena parte del relato, pero incluso al final nos deja otro detalle: “Me hago la idea de levantarme y partir otra vez a buscarlas. Podría pagar con un cheque” (Calderón et al., 2009, 281), comenta acerca de un grupo de prostitutas que divisó cuando emprendía el viaje de vuelta a su casa. Si bien solo es una meditación del personaje, el solo hecho de considerar la idea de concurrir a un prostíbulo deja una impresión en el lector que se suma a las manifestaciones incestuosas en relación a su hermana y da como resultado un retrato abigarrado. La representación vulgar del personaje es otra muestra más orientada a expresar la decadencia moral que ronda el mundo que crea el capitalismo. Es una tierra muerta de deseos incestuosos, de matrimonios por intereses económicos, de una élite perezosa y pretenciosa que adhiere formas de actuar anti-intelectuales. Cómo olvidar cuando el protagonista se sorprende por la cantidad de libros que duermen en los estantes de la casa de Verónica, miembro de la clase alta, ubicados en la sala de estar con la intención de jactarse de valorar la intelectualidad y el amor por el saber: “«¿Alguien lee estos libros?» «Nadie», dijo Verónica” (Ibid., 274).

Antes de pasar al esperado final que obtiene Cristina luego del matrimonio con José Raimundo es recomendable detenerse un momento más en el protagonista. Considerando lo planteado en el párrafo anterior, es difícil que el lector manifieste una simpatía total por él a pesar de su personalidad nostálgica y con tendencia a la evocación ensoñadora. La totalidad de estos procedimientos hacen por lo menos cuestionar la autoridad moral de él como personaje y como víctima dentro de su historia ¿Podemos pensar que se desacredita su autoridad como narrador? Creemos que podemos presentar ciertas dudas sobre su autoridad en la narración de los hechos, pero la obra tiende a ofrecer una lectura que indica una cierta verosimilitud en su relato que se manifiesta principalmente por dedicar un retrato en escala de grises de la mayoría de los personajes, incluso de él mismo. Si el autor nos quisiera ofrecer un personaje con una obsesión enfermiza de ser la víctima de cada situación en la que se ve involucrado, ciertamente evitaría que el personaje relate los deseos incestuosos con su hermana, y en particular evitaría aquel momento en que intenta besar a Cristina, puesto que aquellos hechos revelarían una esfera del protagonista que se aleja de una escritura unidimensional característica de una persona con esa condición. Así que, por lo general, es verosímil su narración dentro de las reglas internas del relato a pesar de que su comportamiento no logra despejar del todo las dudas. 

Como se acaba de señalar, la pintura que lleva a cabo Jorge Edwards por medio de su protagonista se funde en un relato casi completamente lleno de matices. Podemos decir que nadie es completamente blanco, pero sí existe uno que es completamente negro: José Raimundo. La representación absolutamente negativa de este hombre brinda un aporte importante para encaminar una lectura del cuento, una lectura antitética. Lo que le ocurre a Cristina, mujer de clase trabajadora, al casarse con el hombre de clase alta es una clara muestra de lo que significa el éxito en la cultura burguesa: una monótona rutina de esperas, de cansancios del empleo y preocupaciones sobre el impuesto. El triunfo en la tierra del capital es una vida grisácea en que la virtud del hombre es desechada y cada tiempo es pensado para y por la producción de capital. 

Existe una pregunta que se hace el protagonista que es vital: “Pero volviendo a José Raimundo, no me parece que los buenos maridos hagan la felicidad de nadie. ¿A qué llaman felicidad?” (Ibid., 279). Es interesante que utilice la palabra “bueno” para referirse a un hombre que no le reconoce ninguna virtud, sino que sólo acepta que es bueno para generar dinero, lo que es una sutileza y una transmutación equivalente en el realismo capitalista de la virtud por lo económico. También resulta interesante inquirir sobre la felicidad que brinda el prototipo de hombre perfecto del capitalismo, ¿qué es verdaderamente la felicidad para la clase alta? ¿Es acaso verdaderamente genuina felicidad ese estilo de vida de Cristina de coser interminablemente telas, que quién sabe con qué fin, hasta que, a altas horas de la noche, llega su marido exhausto luego de una jornada laboral sin sentido? Es una vida que rezuma apatía por todos sus bordes. Lo importante aquí no es condenar a Cristina, ella solamente ha perseguido el éxito conyugal según la mirada burguesa y patriarcal que posee su marido. Lo relevante es comprender el inmenso vacío individualista y la precariedad general que se experimenta una vez que se logra triunfar bajo los parámetros de éxito en la cultura burguesa. A pesar de que la propaganda mediática liberal busca impregnar a esta vida una suerte de gozos y alegrías sin precedentes como compensación de la muerte en vida que significa el fracaso en el capitalismo, la vida resultante del éxito se sustenta meramente de símbolos vacíos de estatus social que no brindan nada más que una mirada orgullosa e indiferente frente a los demás. 

El engaño del neoliberalismo es que nos ha intentado inducir por todos los medios posibles el deseo de desear ese estilo de vida. Olvidar el recuerdo lejano de la solidaridad de clase y abrazar por completo la individualidad competitiva. Estas individualidades inevitablemente se resquebrajan por estar sometidas a un orden impuesto tan estrecho, tan impersonal, tan solitariamente conectadas a las demás, como ocurre en el espacio de las redes sociales, que la única salida posible al infierno corporativo actual es retomar el contacto íntimo de la colectividad, de la solidaridad de clase.

Concepción, 2023

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Referencias bibliográficas

Calderón, A., Lastra, P., & Santander, C. (2009). Antología del cuento chileno. Santiago de Chile: Universitaria.

Fisher, M. (2022). Los fantasmas de mi vida: Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos. Buenos Aires: Caja Negra.

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