12 de octubre 2022

La fragmentación de la experiencia y la experiencia de la fragmentación

por Aldo Bombardiere Castro

Comentario crítico a 2020 de Alberto Kurapel *

Leer 2020 (Editorial Malamadre), libro de Teatro Performance de Alberto Kurapel constituido a partir de tres escenas, resulta inabarcable. He ahí su más bella virtud: que no requiere relucir con el brillo de una moraleja, de una lección que cierre la significación en un solo mensaje ni que busque ser perpetuada en una infinitud de espejos. Por lo mismo, este tríptico, pese a tener como eje articulador a lo innombrable de la pandemia, la excede con creces. Porque, al final, no vale la pena hablar de la pandemia, sino de cómo la significamos, de los sentidos que abre y también cierra, de las vidas que interrumpe o reactiva, de los temblores que produce sin dejar grietas, sin dejar secuela o dejando sólo el silencio, de aquellos imaginarios que trunca, de los amores y perversiones que hace aflorar bajo y sobre las raíces del cuerpo,  de los amigos a los cuales, sin nunca haberlo esperado, les estamos agradecidos en medio de tanta, y a veces tan olvidada, desolación. Como en todo lo que hacemos, lo valioso de la pandemia está en hacer su experiencia; experiencia que -no lo olvidemos- sigue siendo la nuestra.

A continuación quisiera comentar las tres pequeñas obras que integran 2020, acentuando una perspectiva filosófica, pero en ningún caso sistemática, e intentando mantener la autonomía relativa y la riquísima singularidad que ostenta cada una de aquellas.

1. Damos gracias

Tres personajes: un pintor haitiano obsesionado por representar la misma presencia del sacrificio como acto restitutivo; un Cristo Zambrano de rasgos sureños, modelo del pintor, quien opera como cuerpo-objeto dispuesto al sacrificio; y un flagelador, enigmáticamente oriental, capaz de poner en acción el dolor en el cuerpo de Cristo Zambrano con tal de que el pintor lo espiritualice, lo transmute en sufrimiento sagrado.

En esta Santísima Trinidad de los marginados y exotizados, la humanidad en su conjunto se juega su redención: si el dolor de Cristo Zambrano se logra re-presentar como tal, llegando a ser monumentalizado por el pintor en cuanto sufrimiento, todo pecado será perdonado. Por ende, la causa no-dicha de la pandemia (un insondable castigo divino, incluso incapaz de ser enunciado), quedará o bien (1) sin efecto, o bien (2) justificada: podremos volver a la normalidad de la vida (1) o podremos morir con sentido y no en la ignorancia (2). Lo que Dios quiera. Como sea, tanto en calidad de redención o de anestésico, en Damos gracias el sacrificio ha iniciado su perversa operación.

Tradicionalmente, el ejercicio teo-filosófico de la teodicea, es decir, la búsqueda de comprensión de la existencia del mal en el seno de la Creación de un Dios omnisciente, omnipresente y sumamente bondadoso, ha implicado una actitud de distancia crítica, una especie de reflexión contemplativa de la humanidad en relación a la Creación misma. Tal distancia tiene por objetivo indagar los motivos que el Creador pudo haber tenido para permitir la existencia de aquel mal. No obstante, en Damos gracias, la distancia teórica de la teodicea queda suprimida o, mejor dicho, se da por sentada: todo lo que quiere Dios, lo que pide Dios, parece estar ceñido a la inmediatez del cuerpo de Cristo Zambrano, el cual, con sangre, saciará Su sed de gloria. Pero si una de las virtudes del arte consiste en la sublimación pulsional, la presencia del dolor corporal que padece Cristo Zambrano deberá quedar plasmada, en tanto obra, como sufrimiento, esto es, como espiritualización y monumentalización del dolor. El sacrificio que sufre Cristo Zambrano se esmera en coincidir con la obra de arte que lo ha de representar, pero que, en realidad, nunca podrá presentarlo. Así, se anuda un doble ocultamiento. Primero, un ocultamiento expresado de manera literal pero sutil, cuya función consiste en otorgar un acceso privilegiado y exclusivo del pintor a los designios de Dios: “La gloria de Dios oculta la gloria a los ojos profanos. Es el del don divino el derecho a escrutar los caminos enigmáticos de Nuestro Señor.” (p.45). Segundo, un ocultamiento estructural, determinado por la misma estructura significativa del signo: el ocultamiento de lo representado-sacrificado, en este caso del dolor incomprensible e incomunicable de Cristo Zambrano, sólo puede ser indicado, a la vez que encubierto, por la representación-sacrificio de la obra de arte monumental y redentora. Sin embargo, en ambos momentos, donde se yuxtaponen y recombina los signos y los significados, la cuestión se trata de un solo asunto: estar a la altura de Dios; ser dignos de su gracia, en tanto “co-respondientes” a su don, un decir veraz, un doler veraz capaz de espiritualizarse y redimir. Por eso, el sacrificio, más que una alabanza o un acto de fe y de amor, yace atravesado por una economía transaccional: la de poder responder a-la-altura (hacia las alturas, con dirección hacia lo alto) de Aquel que nos confió sus dones. ¿Acaso no significa justamente eso “dar gracias”? En el don palpita una presencia del nombre de quien hace entrega, de quien dona tal don, una presencia irrenunciable del donante sigue palpitando, por siempre, en el don mismo. Consiste en la presencia de quien, con su regalo, se obstina en hacerse presente en el presente, en lo regalado; a la vez que nos constriñe a decir “gracias”, “gracias, Dios mío, por tu Gracia”. Y en esa lógica, la presentación misma, al igual que el modelo de Cristo Zambrano, desde siempre yace sacrificada en aras de la representación, en aras de un orden superior y dominante: (de la idea o economía) de un Dios tan castigador como protector, esencialmente tan castigador como protector.

2. Coincidencias

El espacio vacío y expuesto a la levedad de una luz áurea. Una voz invisible emerge desde un no-lugar. Sus palabras anuncian a los objetos que serán, paso a paso, depositados en el escenario a través de grandes varillas, como si fueran abandonados por pinzas quirúrgicas que, una vez cumplida su función transportadora, también permanecerán abandonadas en el escenario. Un velador, una butaca, un escobillón para barrer la luz, un balde donde vomitar la incomprensión y un televisor que mira hacia el fondo sin fondo de un espacio extenso, metafísico, y de grandes planicies, como las telas De Chirico.        

Aquello que a primera vista parece un encuentro azaroso, una composición absurda o una configuración a partir de una cadena rizomática, es interrumpido, sobreinterrumpido, fracturado hasta la farsa hiperbólica, por una trompeta en sordina, al modo de la porosidad ominosa de una tormenta. Quizás tal trompeta ahogada porte un presagio inevitable y una inútil advertencia: lo peor siempre pude ser peor.

Sin duda, en Coincidencias Kurapel manifiesta una dislocación entre la invocación llevada a cabo por el tono reposado de la voz femenina y, de otro lado, el espacio de objetos que, desprendidos de contexto inicial, van tejiendo una narrativa, la cual no es más que la invitación que otorgan al lector para que éste escriba su propia narrativa. Narrativa no dada de antemano; narrativa no narrada, pero sí abierta y susceptible de narrarse: narrativa narrable. Se trata de un fragmento de mundo que surge a partir de las relaciones de objetos precarios, pero cuyas funciones están socialmente determinadas. En ese sentido, nos encontramos no tanto frente a una contradicción de términos lógicos, la cual demandase su resolución a partir de una verdad unívoca, sino ante las posibilidades polisémicas que otorgan las redes de contraposiciones. Hablamos, entonces de contraposiciones de objetos y no de contradicciones entre éstos: pues, Kurapel nos invita a circular por la sugerencia de sentido en tanto sugerencia misma y no a detenernos dentro de una sola clave hermenéutica ya anticipada. Y en dicha circulación se va produciendo un extrañamiento tenue pero intrigante, un in crescendo gradual capaz de crear las condiciones anímicas para acoger las citas de Fernando de Toro, los videos de Fiestas religiosas, los reflejos de Walter Benjamin, los versos de Ovidio, las reflexiones de Byung-Chul Han, todo en el marco de una crítica a la técnica y una meditación sobre la vida, sobre aquella vida que espera y desespera, sobre la vida dispuesta a demorarse mientras observa cómo, paulatinamente, capa por capa, se viene abajo el horizonte.

Así, la camilla del hospital que ingresa hacia el final de la obra, resulta casi una amarga y real ironía acerca del contexto actual, a la vez que sirve de revelación que aglutina la pluralidad de sentidos ramificados en el texto, al modo de una anagnóresis o des-anudamiento aristotélico de la trama. Tal irrupción de la camilla nos habla de nosotros, apunta a nosotros, nos interpela como vivientes al borde de la muerte, hastiados de la muerte, o como marcados por la proximidad de la muerte, por ser los próximos muertos, que abulten las cifras de la pandemia. Pero también, quizás en pleno año 2020, aquella muerte pudo haber sido leída como un descanso. La muerte, la amenaza de la muerte, la camilla con un cuerpo ausente, desafía tanto como seduce, interpela a la fatiga de los cuerpos cansados de los lectores y espectadores, tentándonos a un descanso eterno en medio del fragor de la pandemia.

Finalmente, una voz de hombre sobrevuela el escenario caótico, casi devenido sala de hospital. Recita un poema de Yeats. Al escucharlo no se puede pensar más que en el mundo, en el mismo mundo que uno habita, pero ya sin uno, sustraído del sujeto que ve, escribe o lee, y cómo éste o ése mundo, seguramente, continuará indiferente o triste, desesperanzador más allá de uno mismo, que nada sabrá de eso. El sujeto nunca ha sujetado a los objetos.

3. Fase 1       

De las tres obras, Fase 1 es la que se enmarca de manera más reconocible en el contexto pandémico. Refiere a la paranoia -social más que patológica- que se despierta a raíz de una vida abocada a la sobrevivencia. Un hombre de entrada edad que cierra todas las puertas de su casa y cuyo pavor a la muerte se recubre tanto de un instinto biologicista, como de una cruzada contra la incertidumbre leída en clave de amenaza.

Si en Damos gracias la sensibilidad del cuerpo busca espiritualizarse, transmutando el dolor en sufrimiento, y si en Coincidencias, en cuerpo yace ausente de la representación hasta ser interpelado desde ella y hacia fuera (hacia el cuerpo de los lectores y espectadores), en Fase 1, el cuerpo parece degradado a su dimensión más precaria: lo meramente biológico. Aquí pareciera no haber discurso ni elaboración de trasfondo que sustente las pericias técnicas que emprende el personaje. La asepsia no aspira a ser pulcritud ni menos pureza: sólo se conforma con asegurar el objetivo de sobrevivir.  Incluso, cuando se queda dormido producto del cansancio y sueña con eventos bastante más significativos que su propia vida, rehúye a indagar en ellos, pues pareciera que la urgencia por el vivir ha usurpado el lugar de la profundidad, de la aspereza, de la potencia creativa del pensamiento y de la imaginación.

De ahíque en Fase 1 todo tenga explicación. Nada le es misterioso ni nada es digno de ser puesto en duda. El otro, los pobres, quienes no se han abastecido para la cuarentena figuran como una amenaza, por eso el personaje se encierra hasta el delirio, hasta la normalidad del delirio, hasta la locura en su connotación más instintiva y pedestre, en su intensidad más baja y simplista. En ese sentido, resulta de gran relevancia una frase que introduce Kurapel, con claras referencias biopolíticas.  En particular, expresa un cruce entre políticas securitarias bio-médicas y políticas securitarias de control social que confluyen en imaginarios militaristas: “estamos frente a un poderoso enemigo invisible” (p.98). Ese enemigo fue el virus Covid-19 para Trump, pero también fue la revuelta popular de octubre de 2019, para Piñera (“estamos en guerra contra un enemigo poderoso”). El otro, sobre todo cuando no tiene rostro, es siempre lo peor: porque amenazando el orden del capital y de la propiedad privada, brinda las justificaciones de cualquier belicismo, sacando, así, lo peor de nosotros mismos.

Así, como lo peor siempre puede ser peor, luego del 4 de septiembre hemos constatado que también el pobre, el excluido, el ninguneado, representan lo peor de lo peor para un 62% de los electores. La apatía, el miedo a lo común, la prepotencia revestida de éxito, la exaltación de un individualismo que sólo se reduce a una sumatoria de familias, a un festejo rechacista cada cual en su auto, con su familia, como una mera suma de fuertes o cárceles familiares dispuestas a conformar alianzas pero nunca amistad ni compañerismo, todos aquellos signos de privatización de la vida parecen ser, lamentablemente, una pandemia peor que la pandemia. Quizás Fase 1, en un gesto irónico y performativo, sólo representaba la fase 1 de aquel devenir fascistoide.

4. Des-obrar      

Como si nos confrontara a un pensamiento contraintuitivo, 2020 explora la construcción de un mundo relacional, nunca plenamente dado, siempre abierto a seguir construyéndose o a derrumbarse en el mismo acto de su ideación. Kurapel ha abierto una esperanza pero con un dejo de desesperación. Ante tal desesperación, tal vez, sólo nos quede la esperanza: una parousía que marque, en vez del retorno de Cristo, la llegada de un Dios, que sin aferrarse a su Creación, sea capaz de des-obrar su propia obra. Deconstruir la esperanza conlleva a no esperar a Dios, a salir de esta Fase 1 en que convivimos con la ingenuidad. Tal Dios, tal no-Dios, aunque no lo creamos, puede que estemos siendo nosotros mismos, mientras nos esforzamos en interpretar los signos de estas Coincidencias por las cuales, pese a todo, Damos gracias.

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* Una versión preliminar de este texto fue leída en el marco del Lanzamiento de 2020 (Editorial Malamadre), de Alberto Kurapel, el 23 de septiembre de 2022, en La Cafebrería. Agradezco a Mauricio Amar, Faiz Mashini y Astrid Masud por la invitación, la acogida y la conversación.

Aldo Bombardiere Castro (Santiago de Chile, 1985). Licenciado en Filosofía de la Universidad Alberto Hurtado y estudiante del Magíster en Filosofía de la misma Universidad. Ha publicado el libro de ensayos sobre obras de arte Donde reina un olor a vestimenta cansada (Carbonada Ediciones, 2016) y el libro de narrativa Relatos menores (Editorial Luna de Sangre, 2017). Es colaborador permanente del magazine Ficción de la Razón. Administra el blog Plaza de la Hibridez (http://payasocontradictorio.blogspot.com).

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