Foto: Martín Bonnefoy (@mbonnef)

22 de mayo 2020

La marcha de las espaldas dobladas

por Constanza Tizzoni Salas

[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia
*]

Calles luminosas, vidrios empañados. Es la marcha de las espaldas dobladas, es la marcha de los días eternos. Larga vuelta a casa, rostros silenciosos, cuerpos agotados, vidas que se apagan.
(“Marcha y transmisión”, Asamblea Internacional del Fuego)

 

El recuerdo más antiguo que tengo es el de mirar las estrellas a través de una ventanita de un departamento en el que vivía con mi madre cuando era niña un día en el que nadie más podía cuidarme, así que nos levantamos en la madrugada y fuimos juntas a su trabajo en un hospital ubicado en el sector oriente de la capital. La imagen de la ventana enmarcando las estrellas se encuentra sincronizada en mi memoria con la voz de mi madre explicándome que cuando ella se levanta es de noche todavía.

El segundo recuerdo más antiguo que tengo es la larga vuelta al sur de Santiago luego de la jornada laboral, durante la noche de ese mismo día. Estábamos sentadas en una micro amarilla con luces de neón moradas, en aquellos tiempos en que cada máquina era singular y ajustada al estilo de quién la dirigía. Mi madre iba quedándose dormida y perdía el control de su cabeza en intervalos lentos. Yo iba con la cabeza apoyada en la ventana observando el paisaje que iba cambiando de tonos. El verde de los árboles y las plazas públicas era reemplazado por el gris del pavimento y los techos apelotonados, y las copas de agua emergían como hongos de cemento inmensos que nos acogían y cobijaban, a medida que más nos adentrábamos en la periferia. Había un fuerte olor a bencina y, desde la radio, la voz de Luz Casal llenaba todos los espacios: “Miro hacia atrás y busco entre mis recuerdos”. Pensé en que la memoria era como una cajita y en la posibilidad de si ese momento se convertiría también en un recuerdo que en el futuro podría buscar.

Mi madre se ha desempeñado por más de 28 años como técnico paramédico. Al igual que muchxs hijxs de trabajadorxs de la salud, mi infancia transcurrió esperando sus “libres”, pequeños destellos de tiempo compartido, que existían entre la encadenación de los turnos “largos”, que iban de las 8 de la mañana hasta las 8 de la tarde de un día; de las “noches”, que iban de las 8 de la tarde hasta las 8 de la mañana del día siguiente; de los “veinticuatro”, que iban de las 8 de la mañana de un día hasta las 8 de la mañana del día siguiente también; o de los “turnos extra”, comodín al que lxs trabajadorxs acceden para llevar un poco más de plata a la casa y que actualizan la forma de cualquiera de las jornadas anteriormente mencionadas. Mi infancia tuvo ese ritmo: largo-noche-libre-libre; veinticuatro-noche-libre-libre; largo-veinticuatro-libre-libre; largo-largo-libre-extra; y otras configuraciones afines.

Siendo cuidada por otras de las mujeres significativas de mi vida, viendo figuras en la oscuridad de la pieza de mis primxs, imaginaba a mi madre que estaba despierta cuando la mayoría dormía, caminando por los pasillos de un hospital de baldosas blancas y prístinas en las que se refractaba la luz artificial, también blanca, y constante de los tubos fluorescentes, que le impedían distinguir el día de la noche. Imaginaba a mi madre volviendo en la mañana,  terminando cuando otrxs trabajadorxs comenzaban, desplazándose por la ciudad nadando a contracorriente; con una panorámica visual intermitente: la marcha de las espaldas dobladas se intercalaba con pestañeos largos en los que a veces alcanzaba a soñar que volaba y que ya llegaba a la casa.

Vuelvo a estos recuerdos durante la cuarentena, mientras espero a que mi madre llegue del trabajo, fumando sentada en el balcón de un departamento en el tercer piso, distinto al de mi infancia, en el que vivo con ella y mi hermanita. Veo pasar de vez en cuando camiones repletos de cabros chicos con metralletas por Avenida Grecia, camiones que antes sólo eran parte de archivos audiovisuales de dictadura y que desde octubre comenzaron a volverse dolorosamente cotidianos. El número de contagiadxs está incrementando en el hospital en el que trabaja mi madre, algunas de sus compañeras han dado positivo y temo que llegue el día en el que ella también lo haga.

De pronto mi madre aparece en mi campo visual caminando por la vereda de enfrente: sube la cabeza, me mira hacia arriba y me saluda con la mano. La mascarilla le cubre la mitad de la cara y sólo se alcanzan a ver sus ojitos, un poco rojos de tanto cloro, enmarcados por sus ojeras. Cada pliegue, cada textura de esas ojeras es escritura, es la inscripción de años de sueño y cansancio. Esas ojeras también escriben mi historia, cada vez que las veo me recuerdan quién soy, de dónde vengo, cuáles son mis razones para luchar. Esas ojeras me posicionan en el mundo.

Pienso en octubre y en cómo muchxs asistimos a las calles como trabajadorxs precarizadxs pero también, y quizás por sobre todo, como hijxs. Pienso en los trabajos de cuidados, remunerados o no, que son invisibles en un sistema capitalista y patriarcal como este; y que sostienen la vida, que sostienen la reproducción de la vida y que son llevados a cabo en su mayoría por mujeres como mi madre. Son como la luz, que no se ve en sí misma, pero que permite la posibilidad de la visibilidad. 

A esta hora distintas mujeres transitan por las ciudades sitiadas, volviendo del trabajo o saliendo a tomar la micro para llegar a éste, trabajando en las calles solitarias o en sus casas a tiempo completo, sustentando la condición para que la burguesía tenga el privilegio de estar aburrida del encierro, y tres cuartas partes desvinculada, absorta en un proceso de circulación de forma vagamente lateral. Ante la economía política del desentendimiento que arrastra nuestra sociedad como sombra, el trabajo de estas mujeres se inscribe a través de huellas en sus cuerpos, son textos incómodos de leer. Son las tendinitis mal cuidadas, lumbagos, el desgaste de dientes que se aprietan contra otros para no gritarle al jefe déspota porque hay hijxs que dependen de ti, son movimientos involutarios que se reproducen en la vigilia debido a la ejecución reiterada de una acción determinada, son manos resecas y partidas, pieles expuestas al calor del sol o el de la cocina, son las ojeras de mi madre y sus compañeras.

Siento el timbre de la puerta y camino a abrirle. La veo en el umbral de pie, esperando, y quiero abrazarla pero no puedo todavía. Me hago para atrás de un salto y finjo una expresión de asco con el rostro porque sé que eso la hace reír. Le pido que me muestre los zapatos y los rocío con el desinfectante en aerosol. 

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*Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.

Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.  

Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social,  a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía. 

Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.

La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.

Etnógrafa. Actualmente trabajo en investigaciones etnográficas sobre cuidados, trabajo reproductivo y maternidades con mujeres-madres que viven en barrios de bajos ingresos. También soy integrante del equipo editorial en carcaj.cl y tengo un proyecto de solidaridad testimonial sobre experiencias con bulimia (@escrituras.bulimicas en instagram).

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