Detalle de la portada de Nancy, de Bruno Lloret, Candaya (2021)

13 de enero 2022

Nancy de Bruno Lloret, entre la parodia y el manierismo

por Patricio Alvarado Barría

Apuntes a propósito de la reedición española de editorial Candaya (2021) [*]

Nancy (2015, 2021) es el nombre de la protagonista de la novela homónima escrita por Bruno Lloret (Santiago de Chile, 1990), una figura que representa a una mujer que, a lo largo de sus páginas, revisa la conjunción de sus recuerdos mezclados en el delirio y al borde de un cáncer terminal. La disolución de una familia, la búsqueda del amor, la expiación de la culpa, la dureza de la vida en el desierto y los abusos en contra de una clase, un país y un continente, son parte de los problemas que cruzan este libro. Sin embargo, uno de los elementos más característicos en el trabajo de Bruno Lloret es el uso de elementos visuales, la interrupción y la fragmentariedad del texto, como sucede igualmente en Leña (2018). En la novela Nancy (2021), reciente y tardíamente reeditada por Candaya, Bruno utiliza diferentes recursos, como citas a las traducciones bíblicas de Reina Valera —el Lamento de Job— o la creación de Eva citada a partir de Joseph Smith, el logo comercial adulterado de una empresa productora de cecinas, fotografías de reproducciones de rayos X y, por supuesto, uno de los elementos que rápidamente salta a la vista: la interrupción del signo de la letra equis, desperdigada a lo largo de todo el volumen. En suma, una acumulación de imágenes y caracteres que certifican el vacío del acto fotográfico como un documento de prueba fallido, pero que aun así proyecta la imagen del negativo inherente a una experiencia aparentemente inasible como el reflejo de un espejo. Es decir, el plano y el contraplano como una unidad, lo que se anuncia desde sus primeras páginas: «¿Y cómo sabe cuándo va a pasar algo malo? Para las cosas buenas, las nubes. Para las cosas malas, sus sombras, son lo mismo.»

Las fotografías de los negativos que certifican la presencia del cuerpo enfermo de la protagonista, a través de la radiación de las ondas electromagnéticas, son auscultadas por la narración de forma paródica, eludiendo la función documental que diversos autores simulan en el uso de los dispositivos técnicos. Lejos de representar un corte de lo real, las imágenes comportan la desconfianza frente al registro, interrumpiendo el discurso al que se encuentran subordinadas. Del mismo modo, la presencia de las citas bíblicas en Nancy nos sitúan en una tradición impuesta y soterrada en los andamios de una cultura violenta (Romanos), vertical (Rut) y culposa (Job), los que, unidos al paisaje desértico, representan inevitablemente la figura cristiana del alma en pena que cruza el infierno. En este vaivén del flujo narrativo, emergen las equis alegóricamente como un camposanto, una cicatriz y una tachadura, hilando los recortes temporales que aloja cada nueva referencia, cita o capítulo. La imagen del palimpsesto, en este punto, es ineludible, en particular del «bricolaje melancólico» al que se refería Sebald para explicar sus propios procedimientos, situando este libro en una dimensión distinta a la exploración a la que algunas voces la han asociado.

Para una parte importante de la crítica, la versatilidad del uso de recursos pareciera corresponder a un acontecimiento todavía vanguardista, «híbrido», «experimental». Esto parece usual hoy en día, pero no ha sido revitalizado durante este lustro, sino que a lo largo de todo el último tercio del siglo XX y, sobre todo, desde la década de los noventa con la influencia de Sebald, en autores como Lolita Bosch, Mario Bellatin, Cynthia Rimsky, Antonio Orejudo, Fernández Mallo, y un largo etcétera. En este sentido, hemos señalado que los materiales en Nancy no certifican lo real, como suele ser la permanente búsqueda en las novelas recientes que recurren a la imagen. En esta, por el contrario, no podemos ver corporalmente a la protagonista (como sucede con la madre de Barthes en La cámara lúcida o en Nadia de Breton), pero sí, paradójicamente, su supuesto interior, como es el caso de las radiografías, como una pista. Aunque no forman una prueba de nada, ilustran el negativo de un espacio inaccesible que es revelado al ojo humano de manera alegórica, al igual que la fotografía de un supuesto microorganismo, o el logotipo alterado de una empresa de productos cárnicos. Imágenes que parodian el aparente marco de realidad y nos sitúan en una larga tradición que proviene desde la propia consecución del dispositivo hasta la actualidad, como lo vemos en diferentes libros, ya sea en los cianotipos de algas que Anna Atkins imprimió en 1843, o en la espectralidad de la novela Brujas, la muerta, que Georges Rodenbach publicó en 1892.

De modo que esta deriva visual ofrece un amplio espectro de publicaciones que parece no mermar. De hecho, en 2015, año de la primera edición de Nancy, también fue publicada la novela Chilean electric de Nona Fernández —reeditada hace un par de años por Minúscula— o Blitz de David Trueba. Un año después, Alicia Kopf publicó Germá de gel, a las que podemos sumar, años más tarde, El sistema del tacto (2018) de Alejandra Costamagna y Desierto sonoro (2019) de Valeria Luiselli, entre otros libros. Al margen de la heterogeneidad del conjunto, se trata de títulos reconocidos por la crítica y la academia desde una expectativa que usualmente aspira a ubicar lo interdisciplinario y la originalidad como principales valores, situando su singularidad en la sola presencia del recurso. De manera que se podría pensar que estas novelas comparten simplemente el uso de las imágenes, citas y la reproducción de diferentes documentos, como si fueran certificados de una veracidad que proviene de los acontecimientos de una realidad a la que el texto no puede acceder. Pero estas novelas comparten algo más que la fijación por los intertextos, pues la mayoría, por no decir todos los títulos, se sitúan desde la experiencia del desarraigo, el exilio, sea geográfico o no, la soledad y la desorientación de sus protagonistas. Por eso, estas novelas suelen narrar los viajes entre fronteras nacionales, la pérdida de los puntos de referencia —geográficos, de identidad o familiares—, la ansiedad por archivar un mundo que parece avanzar y desaparecer a una velocidad inédita, pero que es la velocidad de siempre. Y la apertura a diferentes recursos al interior del libro representan alegóricamente la transformación de los espacios ruinosos, aun hoy, en un mundo que parece permanentemente saturado de imágenes. En consecuencia, como un mantra, la presencia de la fragmentariedad visual y temporal se ha transformado en la regla de estas novelas publicadas. Estos casos no escapan a la propia norma, puesto que la espectralidad de las imágenes nos permiten acceder la totalidad de la experiencia fraccionadamente, con un tiempo y un espacio siempre delimitado y caduco, bajo el riesgo de reproducir un ejercicio manierista anclado en la historia de la visualidad.

A diferencia de la generalidad, no hay nostalgia por el lugar perdido ni la aldea, ya que en Nancy y el resto del trabajo publicado de Bruno, los personajes van y vienen desde y hacia nuevos lugares arrojados a su propia suerte, y el porvenir es una escena que puede reordenarse en múltiples soluciones. Su propia voz se desdobla sin expandirse fuera de la ficción, de modo que la construcción del narrador escapa al convencionalismo autoreferencial de la modulación de la voz narrativa y las múltiples interferencias de los recursos desplegados, aunque hace algunos años, la escritora y crítica Anna Caballé («¿Cansados del yo?», Babelia, 6/01/2017) señalaba los irremediables síntomas de fatiga y el agotamiento en que se había convertido la etiqueta de la autoficción.

A pesar del exceso de materiales utilizados en esta novela, adicionados como envolturas que esconden los pliegues y el discurrir de una narración menos normada que el artificio manierista de la imagen, el trabajo de Lloret no consiste en la clásica postura del escritor que escribe que está escribiendo, o del escritor que se describe en los atributos de su autorrepresentación. Una exigencia modelada por un tipo de consumo comercial, autoficcional, donde la figura social del autor forma parte central del mercado. Al mismo tiempo que cada nombre propio se valida programáticamente, utilizando el espacio de la ficción como una pasarela donde los autores exhiben sus pretensiones, sean vergüenzas o decepciones, poses siempre en función de una mistificación. En este sentido, la obra de Bruno se complementa con una deriva no ficcional en su escritura académica, dado su estudio en torno a la tradición híbrida de autores como Leopoldo Lugones, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Ortega y Gasset, por citar su investigación «Filhelenismos, nación y modernidad en Hispanoamérica (1870- 1950)», donde la voluntad por escribir desde y sobre otros registros es también pensar más allá de los límites personales, algo por lo que boga en todo momento Nancy, como es la búsqueda del diálogo, de la empatía y de la vida en comunidad, aspectos cada vez más extraños y ajenos a nuestro mundo.

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[*] Nancy, de Bruno Lloret, se encuentra publicada en Chile por Editorial Cuneta (2015).

(Temuco, Chile, 1988). Mgtr. en Teoría e Historia del Arte (U. de Chile), máster y doctor en literatura (U. de Barcelona). Ha publicado Silencios habitados (2011), Triage (Alquimia, MOL 2015) y Edad de la ira (Sin Fin, 2019).

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