Foto: @pauloslachevsky

08 de julio 2022

¿No es muy miserable de tu parte?

por Miter Pérez

Conversando con la colega de educación física me dijo que el hijo de su pierno le arrendaba su TNE. Le pregunté que a cuánto y me dijo que veinte lucas al mes. Veinte lucas al mes sería igual a sumar una nueva cuenta y las cuatrocientas lucas que estaba sacando por veinte horas no daban más entre luz, internet, supermercado, psicólogo y vicios varios. Las rodillas ya me estaban pidiendo un respiro de tantos meses moviéndome en bicicleta al colegio y el tiempo para andar en micro a punta de evasiones ya no me daba. Tenía que recurrir al metro. Odiaba el metro, con todo mi ser. Pero era la opción más rápida para poder dormir unos veinte minutos más en las mañanas. 

Tuve una idea. Cómo no se me ocurrió antes, pensé. La Trini de mi séptimo es hija de la Claudia, mi colega de kínder. Así que me acerqué cauteloso, y a punta de sonrisitas y chisteretes bien esgrimidos, sumado a una que otra alabanza, salté a la piscina y le pregunté: ¿Oye la Trini tiene pase escolar? Sí, me respondió.  ¿Y lo usa?,  le pregunté con los labios entrecerrados, así como que no quiere la cosa, con los párpados flojos y con las manos en los bolsillos. No, me respondió ¿Por qué no me lo prestai un mes? Es que me duelen las rodillas y la bicicleta me tiene chato, además el pasaje está muy caro, y la pandemia, y la salud mental, y las clases híbridas, y el Yastin con el José Benito que se la pasan peleando, y el colega de matemáticas que no quiere hacerles una prueba nueva para que suban el rojo. Le dije con entonación y modulación precisa. Ya, yo te lo paso, pero un mes no más, y lo cuidai, que la Trini cuando va con su hermana al mall lo usa, me respondió la colega. Sí Claudita, yo a fin de mes, cuando salgamos de vacaciones, te lo paso sin problemas, cualquier cosa yo me hago cargo, obvio. 

Abrió su billetera, y entre una chorrera de tarjetas de crédito apareció la gloriosa tarjeta anaranjada con la foto de la Trini. Me la pasó, y sentí que cada célula de mi cuerpo se inclinaba de alguna forma para demostrar agradecimiento. Ese agradecimiento que sólo conoce quién hace una maldad y resulta bien. 

Ser profe es saber chamullar. 

Así que desde ahí empezó mi gloriosa vida con pase escolar de básica. Cada pasaje me costaba cero pesos. Iba y venía en el metro a mis anchas, sin pensar en cargar la tarjeta. Mis rodillas descansaban, mi economía no se veía mermada. Dejé de evadir y cada vez que me subía a la micro elegía mi asiento sin sentir el juicio de las personas que otrora me miraban y reprobaban que me sentara sin haber pagado mi pasaje. Mala cuea’, pensaba yo. 

Así pasaron las semanas, nos fuimos de vacaciones y como la pillería es más grande que cualquier problema, me hice el larry con la Claudia y no le devolví el pase a la Trini. Ella tampoco me lo cobró, así que en parte fue su responsabilidad también, porque obvio que, si yo presto algo, también lo pido cuando corresponde. Pero parece que a la gente se le olvida que anda tanto sinvergüenza hoy en día. En fin, me fui de vacaciones, carretié, pololié, viajé y todo con pase escolar de básica. No gastaba un peso en pasaje dentro de la ciudad. Las posibilidades eran infinitas. 

Terminando febrero se acercaba el retorno a clases. La Trini ya no iba a ser de mi curso y lo más probable era que me pidiera el pase para poder usarlo en sus andanzas de adolescente de octavo básico. Me preparaba entonces para retornar al uso de la bici o la evasión de micro. Hay que aprender a soltar, me decía a mí mismo. Pero pasada la primera y la segunda semana de clases, nadie me decía nada. Evitaba encontrarme con la Trini para que no se acordara y me exigiera que le devolviera lo más bonito que me había pasado en el último tiempo. Con su mamá era igual, cada vez que tomábamos desayuno le hacía el quite a su mirada. Pero no me decían nada. 

Pasaron los meses, y yo seguía con el pase escolar. Me había habituado a la sensación de clandestinidad que con el tiempo se iba acentuando. En reiteradas ocasiones imaginé que una guardia del metro me detenía para pedirme que le mostrara mi tarjeta, y pensaba como chucha explico que tengo un pase de básica de una niña. Por suerte nunca pasó. Pero llegó junio, el invierno se asomaba y la temperatura castigaba cada vez más fuerte mi despertar solitario en las mañanas. Un día, pagué mi pasaje como buen ciudadano, y al fijarme en las letras del validador de la micro, me di cuenta que salía un saldo negativo. Habrá estado mala la weá, pensé. Y a medida que la micro se iba acercando al metro, me iba despreocupando del tema. 

Cuando acerqué el pase al validador del metro, salió el saldo negativo y denegó mi acceso. Me congelé breves segundos, pero en mi persecución mental, clásica en situaciones ilegales, pensé que no era bueno levantar sospecha y me alejé sin poder procesar aún qué era lo que pasaba. Me quedé parado e intenté elaborar una solución. Me acordé que tenía una tarjeta bip en mi chauchero y la saqué para cargarla y poder pagar el pasaje. ¿Se había acabado una de las épocas más gloriosas de mi vida? ¿Habían detectado mi fechoría y estaba en los ojos castigadores de la policía? Eso último era improbable. Pero bueno. Pagué mi pasaje y tomé el metro. Llegué al colegio con la mente enfocada en qué hacer para remediar esta tragedia. En el recreo, me armé de valor y busqué a la Trini para ver si ella sabía algo que me pudiese ayudar, alguna pista que fuera. Era un riesgo, lo supe desde un principio, porque no sabía si ella se acordaba o no que yo tenía el pase e imaginaba miles de formas en las que podía reaccionar al recordar que yo la había privado de transportarse de forma libre por tantas semanas. 

La busqué, la encontré, la miré directamente a los ojos y le dije Trini, hoy en la mañana usé tu pase y me salió que estaba bloqueado o algo así, ¿tu cachai qué onda? No profe, no tengo idea, pregúntele a mi mamá, yo no cacho del pase. Eso me dijo. A lo que yo respondí, quédate tranquila, yo lo soluciono. Y se fue corriendo con sus compañeras. 

Tranquila Trini, yo soluciono este problema que claramente no aqueja a nadie más que a mí. 

Se me ocurrió otra idea. El Benja, compañero de curso de la Trini. Yo le tenía harto cariño, era un cabro tierno que tartamudeaba cuando se ponía nervioso. Me había pegado el feroz lobby para hacerlo pasar de curso el año pasado y evitar a toda costa su repitencia. Era muy piola, no merecía quedarse pegado en séptimo. Él me iba a ayudar. Él también tenía pase de básica y me lo iba a prestar sin dudarlo, hasta me lo podía regalar si las cosas se daban bien. Lo busqué atentamente en el recreo, y al encontrarlo lo saludé como siempre, me abrazó y conversamos un rato. Hubo un segundo de silencio y la tiré. Oye Benja, ¿tú tenís pase escolar?, le pregunté. Sí profe, ¿por qué?, me respondió. Lo miré, levanté las cejas y en mi mente repetí el mantra “yo se lo presto profe”. Pasaron casi diez segundos de mirarlo y esperar que él me lo ofreciera para así yo poder recibirlo, porque claro que era mucho más aceptable esa situación que el hecho de que yo, profesor, se lo pidiera directamente. Pero como no pasó, me reí y le dije que se fuera. Me resigné y fui a buscar mis cosas porque habían tocado para entrar a clases. 

No sabía a quién chucha recurrir para cachar qué hacer. Me había pitia’o el pase sin saber cómo ni cuándo ni dónde. Pasé el día atrapado en esa idea asumiendo que iba a tener que pagar el pasaje, reestructurar todo mi cálculo económico mensual, volver a la bici y a evadir la micro. Así pasaron cuatro días dónde pagué dos lucas al día en pasajes. Me sentía tan perkin, tan estafado pagándole a un sistema de transporte horrible, precario, nefasto. 

Llegó el viernes, y pagué el pasaje. Me iba a juntar con la Carla y la Angie en la tarde. La mañana tenía una niebla gris espesa.  Tomé la micro camino al metro. Entre las quinientas personas que íbamos arriba del bus, dos lolos hablaban. Mi cerebro estaba tan obsesionado, que cuando apareció la palabra “pase” en la conversación me puso en un estado de extrema alerta. Yo iba tan apretado que me daba paja sacar mi celular y los audífonos, así que paré la oreja de forma total y pude escuchar que uno le decía al otro que ayer había validado su pase y ahora estaba listo para usarlo todo el año. 

Validar el pase. Eso era lo que tenía que hacer.

 Acercarme a un tótem y meter la weá en la ranura para que funcionara nuevamente. Había olvidado totalmente ese trámite ritual sagrado que todos los años de universitario dejaba hasta el último plazo, que justamente era en junio. Así que cuando llegué al metro la logré, validé el pase, y torpemente intenté pagar con él para ver qué aparecía en el validador. Pero tenía saldo negativo, así que pensé en cargarlo al tiro, pero nuevamente me perseguí pensando en que evidentemente algo no iba a calzar cuando un weón de veintisiete años cargara un pase de básica. Entonces usé la bip y pensé en ir a algún negocio o bazar dpnde hicieran recargas. Donde nadie me preguntara ni sospechara nada extraño mientras comprara además algunas golosinas. 

Terminé mi jornada y fui al bazar que quedaba a dos calles del colegio, con la esperanza intacta. Aquí yo vengo a ofrecer mi corazón, pensaba. Al llegar había un cabro con una polera de Naruto que claramente vio interrumpida su labor en el celular cuando yo entré y compré un paquete de galletas, un jugo y un encendedor. Luego de eso, ejecuté la segunda etapa del plan. Saqué la plata, la tarjeta y le pedí cargar mil pesos. El tiempo se detuvo. El aire se volvió pesado y yo luchaba por sostenerme en pie y no derretirme en vergüenza. El cabro ni miró la tarjeta y me entregó el recibo junto con ella. Estaba cargado el pase. Ahora quedaba llevar a cabo la tercera etapa y final para poder comprobar si mi estrategia había funcionado y recuperar esa herramienta.

Caminé. Recorrí tratando de mantener en calma mis pensamientos. Si esto no resultaba, iba a abandonar la idea y le iba a devolver el pase a la Trini y a cortar el weveo. Así que llegué al metro y empezó la fase final. Todo o nada, me decía a mí mismo. Saqué el pase y marqué. La gloria retornaba a mi ser al ver la luz verde aparecer marcando el costo cero del pasaje. Había funcionado, volvía a tener el pase activo y mi economía doméstica tenía un pequeño respiro. Todo el recorrido del metro, las combinaciones y trasbordos, fueron dicha y satisfacción. Había resuelto el problema más grande al que me había enfrentado en semanas. Y de la forma más pulcra, sin involucrar a nadie más que a mí mismo. 

Llegué dónde mis amigas. Nos tomamos unos mates y prendimos unos pitos. Nos pusimos al día. Yo les conté de mis peripecias con el pase, de principio a fin hasta culminar con la hazaña que hace un par de horas había concretado. Mientras me acercaba al final del relato, terminaba también de armar un tabaco. Al finalizar lo prendí, le pegué una quemada y antes de botar el humo la angie me dice: oye, pero tú tenís un sueldo, ¿no es muy miserable de tu parte hacer todo eso que hiciste?

Al terminar de escuchar la pregunta, solté el humo y una carcajada. 

Veintisiete años. Profesor de Pudahuel Sur y poblador de Maipú

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