Pintura: "El aquelarre", Francisco de Goya

10 de noviembre 2020

Nosotros los miedosos, el Estado y la Policía.

por Afshin Irani

Sobre “La Cultura del Miedo” de Marc Crépon

No es posible concebir el trabajo de las traducciones hasta que estas se vuelven necesarias o, más bien, urgentes. Es por esto por lo que, gracias a Alejandro Bilbao y a Javier Agüero Águila, recientemente contamos con una versión al español del ensayo del filósofo francés Marc Crépon, La Cultura del Miedo (LOM, 2019) en sus dos volúmenes: Democracia, identidad, seguridad, y La guerra de las civilizaciones.

Este ensayo publicado originalmente en francés entre los años 2008 y 2010, constituye un valioso examen filosófico de los afectos en la política moderna, particularmente sobre su papel en la constitución de la comunidad dentro de la democracia circundante al Estado-nación. Sus dos partes se confeccionan a partir de dos archivos, la primera, referido al miedo como una cultura política, esto es, como forma de individuación de la identidad desde los dispositivos securitarios; mientras que la segunda, refiere al paso de esta cultura del miedo a una cultura del enemigo. Toda vez que estos archivos se enfocan en la interrogación genealógica del orden, y no en su construcción, el trabajo de Crépon es, en gran parte, la fabricación de conceptos para establecer una crítica genética del rol del miedo en la democracia y no su deducción especulativa.

Este examen demuestra su vigencia en el cruce de estos conceptos con nuevos archivos. Para mi, esta vigencia se traduce en urgencia si queremos interrogar a partir de la revuelta a los conceptos por los que nos hemos visto atravesados durante el último año, especialmente al Estado, a la seguridad, a la policía y al rol del miedo como su articulador. En lo que sigue, busco mostrar a partir de qué elementos del ensayo esto sería posible.

El punto de partida de Crépon es convincente y hasta autoevidente en tiempos presentes: el miedo no es un afecto inconciliable con la democracia. En efecto, él considera que, si bien el miedo es fundamentalmente movilizado por el fascismo, no está completamente ausente del pensamiento democrático y, es más, ocupa un papel protagónico también en su edificación. En el primer capítulo “miedo e individuación” se presenta la discusión, propia del período de transición democrática en Europa del Este, de cómo edificar una comunidad en contraposición a su “otro” fascista. Las conclusiones son liquidadoras de todo purismo: aun cuando una sociedad puede estar dispuesta a darle la espalda a la opresión y a la represión, el miedo sobrevive en el corazón del “lazo social”. Este es parte constitutiva del dilema democrático de buscar el factor unificador en la constitución de lo común: no se puede jamás consolidar un “modo” de felicidad o de realización de lo humano en una sociedad, en cambio, de acuerdo con Crépon, lo que se consolida es el miedo a su pérdida.

Con la felicidad o realización como fin descrito en términos de crisis, el miedo pasa a ser combustible de la “identidad” social en clave negativa, pues es este el que permite delimitar la libertad de las instituciones que pasan a gestionarlo y así desarrollar la “consistencia” (o “inconsistencia”) de un cierto deseo común de relación social a partir de un sentido de habituación. De esta forma, la democracia se vuelve inconcebible sin la idea de una coacción elemental para su posterior cohesión.

De esta forma, con Crépon, el argumento tiene un destino claro: la individuación. Todos aquellos y aquellas a los que se les ha confiado el deseo de una relación “verídica” producto de el “des-afecto” del miedo, se han vuelto comúnmente indiferentes. Y en este punto se presenta la primera tesis del ensayo, y de la cual hereda su nombre, el miedo en democracia es fundamentalmente una cultura: es un afecto que debe estar contenido en productos consumibles que construyan constantemente al individuo como la verdad y al gobierno como el corolario de esta desafección grupal. La “responsabilidad” de gobernar se traduce de esta forma en el mandato a construir el objeto contingente del miedo perenne. Dicho proceso es conceptualizado por el autor bajo el nombre de la “sedimentación de lo peor” y que refiere formalmente a juegos lingüísticos en los cuales la enunciación de una manera de aceptarse genera desviaciones de la cultura de un nosotros a la construcción de un Otro, limitando la posibilidad de palabra y de acción a afectos uniformes.

Frente a esta arquitectura conceptual la realidad gatilla el pensamiento ¿cuáles son los mecanismos de esta sedimentación de lo peor por los que pasamos los chilenos? Desde octubre, primero estudiantes, luego migrantes, fueron cosificados en imágenes otras de la democracia cuando se dañó la arteria de la capital que es el metro, y luego, esta otredad se consolidó en una declaración de guerra desde el mismo gobierno chileno a su pueblo. Pero sería limitado detenerse a contemplar cómo se acciona esta facultad, por esto, Crépon nos propone preguntarnos qué hay detrás de esta sedimentación, mejor dicho, qué otras facultades se producen luego de su aplicación.

Este argumento entra de lleno en el capítulo siguiente “Seguridad humana y seguridad del Estado: una relación ambivalente”. En este, el autor muestra que la génesis del dispositivo securitario Estatal y el monopolio del uso de la violencia es una consecuencia de esta sedimentación, pues esta permite al gobierno “separar aguas” entre la humanidad existente y la humanidad que el Estado reconoce. De esta forma, los enemigos del Estado son considerados enemigos temibles (en nuestro caso, “poderosos e implacables que no respetan a nada ni a nadie”) toda vez que generan la propia inseguridad del “humano”.

Esto es visible en el despliegue del dispositivo de la policía. Para Crépon, la discusión de las policías se presenta como un medio estatal para la protección de sus enemigos y de sus propios ciudadanos, ya que ejerce la violencia que el Estado reviste de legitimidad. De esta forma, su acción debe ser evaluada en términos de una institución capaz de establecer los límites de lo que es aceptable. Esto no es arbitrario, porque el fundamento de la autoridad es la construcción de la violencia legal, la inseguridad funciona como canje de seguridad, por lo tanto, la policía (Carabineros de Chile) debe ser entendido como un dispositivo que fabrica un sistema de definiciones legales que sustituyen “miedos naturales” que ellos mismos crean (por ejemplo, como la dialéctica entre Carabineros y encapuchados tiene como fin la ley anti-barricadas). La traducción de policía a inseguridad, y de inseguridad a más policía es su actividad creadora, es decir, la policía puede impugnar la justicia toda vez que esta hace circular un tipo de violencia y además es su solución.

En este ejercicio la policía es la producción de más medios, no de fines. El fin debe buscarse en ese “nosotros” enigmático que se construye multiescalarmente, es decir, a partir de operaciones en muchos niveles: la percepción de un mundo común, de una fragilidad que debe ser resguardada permanentemente. Crépon, a partir del estudio del caso francés y de organismos internacionales, asegura que este es un aspecto fundamental del “cosmopolitismo” de la cultura del miedo: la inseguridad de los Estados provoca que ellos deben garantizar la seguridad también de la que son vulnerables. Es así como regiones, Estados y Organismos Internacionales deben ser capaces de agrupar miedos y sujetos inaceptables para traducirlos a un sentido de seguridad humana en niveles diferenciados.

Siguiendo a Crépon, traducir es, ante todo, un ejercicio de naturaleza lingüística: el paso de una inseguridad general del Estado a la seguridad de seres humanos en general, indica, ante todo, la conservación de una noción de derecho a la seguridad que sólo el Estado puede dar y recibir. Por lo tanto, esta traducción es una reducción de los Otros (y por lo tanto, a sus propios sujetos a través de su juego de espejos) a sujetos de seguridad del Estado, de forma cultural y territorial. Esta función es otra cualidad de la cultura del miedo, y recibe el nombre de “habilitación” de sujetos consumidores de su cultura, los ciudadanos, y a sujetos objeto de esa cultura otra, los indeseables. La instrumentalización de prácticas que amenazan a seres humanos en grados y escalas distintos habilitan a un grupo de ciudadanos mientras deshabilitan a otro.

De esta forma, la exigencia de la seguridad se vuelve contra sí misma: la organización de la inseguridad se vuelve un asunto lingüístico que busca delimitar un umbral de tolerancia a lo otro. Por lo tanto, el estudio de la “habilitación” es la única cosa capaz de separar la protección del Estado de la protección de la humanidad, es decir, Crépon nos invita a prestar atención a las formas de cosificación de ciertos individuos “en nombre” de la democracia: a su registro de identidad, a la multiplicación de los controles en fronteras y territorios, etc.

En el capítulo siguiente “el objeto de la angustia: un mundo invivible”, Crépon, en diálogo con Zygmunt Bauman, se pregunta cuál es el objetivo de estos “blancos de sustitución” que son los indeseables, quién los produce y a quién le es funcional el terror que se genera a partir de ellos. Esto conduce a una reflexión clave para el argumento central del ensayo: la cultura del miedo tiene como objetivo una desintegración de la comunidad política en tanto esta es hacer, pues busca edificarla a partir de su forma de consumo: una adecuación entre oferta y demanda de políticas que alcanzan a construir una “mayoría silenciosa” a partir de una comprensión común de sus ciudadanos. Es decir, la cultura del miedo es la formación de una identidad y de un orden que tiene como supuesto que la seguridad es la encargada de fijar sus límites, y, así, lograr construir contingentemente la “solidez” social.

¿En qué condiciones de posibilidad puede expandirse esta cultura del miedo? Según Crépon, siguiendo a Heidegger, en la angustia, la desafección generalizada que se produce entre el peligro indeterminado que carece de un objeto, pero, además, de que la impotencia de la política como actividad afirmativa hace de esa indeterminación un no-lugar en el cual existimos, pero somos incapaces de habitar. Es decir, (in)habitamos pasivamente una angustia que actualizamos a partir del miedo, y sólo a partir de este encontramos sentido en una comunidad que, de otra forma, sería estéril.

Con el examen del estatuto del Extranjero en Europa y sobre todo en Francia, el autor concluye que la cultura del miedo está basada en la cultura del enemigo, es decir, en el desprecio a los Derechos Humanos o, mejor dicho, en la relativización de su universalidad y a su traducción a los “Derechos del Ciudadano”. Esto ocurre de tal forma que los miedos desvían esa universalidad negada a la construcción de un otro, este es denominado por Crépon como el régimen de los “Desechos Humanos”. Así, los miedos son capaces de desviar la angustia hacia ellos mismos, aumentan su fundamento en ella y, por ende, se vuelven la ultima palabra de la democracia, porque la limitan a buscar blancos de sustitución para nuestra indiferencia. El lector del libro encontrará, en adelante, una serie de teorizaciones recogidas por el autor que permiten evaluar operaciones complejas de esta “cultura del miedo” en la clave levinasiana de la antinomia “hostilidad-hospitalidad”.

El problema que sobrevive al primer volumen del Ensayo es aun más sugerente y profundo. La pregunta por el fundamento de “esta cultura del enemigo” debuta en el segundo volumen bajo la tesis de que esta se sustenta en la identidad correspondida a una “pertenencia” a un cierto modelo civilizatorio. En efecto, el examen de las tesis que afirman tanto el conflicto que produce esta contraposición entre civilizaciones, como de las tesis que postulan al diálogo entre civilizaciones como salidas al conflicto; lleva a nuestro autor a cuestionar la misma idea de “pertenencia” a una civilización como el fundamento de una separación que determina la homogenización de las partes.

En este punto hay que ser cuidadosos si se busca intencionar la lectura de la forma en que nos convocamos al principio de esta reseña. Esto porque, históricamente en Latinoamérica, el problema de la “pertenencia” de “la cultura del enemigo” no se ha dado tanto en el código de choque o diálogo de civilizaciones, sino entre el binomio de civilización y barbarie. En efecto, la barbarie no se asume un “orden otro” sino como lo “radicalmente otro” que no es capaz sino de la desintegración propia o de la civilización. Visto desde este punto de vista, nadie reivindica a la barbarie como pertenencia, y el problema de la identidad es más el problema de irrumpir y expandir lo que se entiende por civilización. En perjuicio de aquello, la “tolerancia” y la “necesidad de reconocimiento” que se recogen como reflexiones finales, comienzan desde puntos de partidas distintos a los sistemas de exclusión que encontramos en, por ejemplo, Chile. Sin embargo, este tipo de arquitecturas ideológicas y securitarias no deben ignorarse si se busca ingresar a discusiones globales, sobre todo en el estatus de la inmigración y el problema “a escala global” de la tolerancia.

Como espero haber demostrado, La cultura del miedo es tanto un punto de partida como una caja de herramientas para enfrentarse al escenario que se abrió en Chile desde 2019, sobre todo porque este fortalece, acelera y multiplica los frentes de comprensión del uso del miedo, de las labores de la policía y al papel del Estado, para descodificarlos. Estos ejercicios conceptuales deben ser acuñados por el lector para evaluar al presente, y al mismo tiempo, con el presente deben evaluarse estos ejercicios conceptuales. De esta forma esta lectura es también posibilidad.

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