Foto: @pauloslachevsky

09 de noviembre 2020

Policía neoliberal: repensar lo seguro

por Aldo Bombardiere Castro

I

Durante las últimas décadas la policía chilena se ha sumado a una tendencia mundial de profundización del carácter represivo. Ello se refleja tanto en el sostenido incremento de la violencia de Estado en Wallmapu, en el incumplimiento de protocolos de uso de fuerza a la hora de desatar el poder policial sobre diversos manifestantes, en la política de generación de traumas oculares indiscriminados como estrategia de amedrentamiento durante las marchas y, en general, en los grados de brutalidad extrema que distintos informes de organismos internacionales han constatado, entre los cuales se halla un informe de la Oficina de la Alta Comisionada de Derechos Humanos de la ONU. No obstante, más allá de la gravedad de lo anterior, este fenómeno opera a escala mundial, lo cual se suele conocer como una militarización de la policía. Por lo cual, se torna imperativo abordar el asunto desde una dimensión epocal, esto es, de mano con los procesos de acumulación capitalista.

En efecto, en una fase capitalista de neoliberalización, donde se aceleran los procesos de acumulación por desposesión y se asienta el ideal del homo oeconomicus, la presencia de lo policial se ha multiplicado e intensificado. Y no sólo lo ha hecho para asegurar el mantenimiento del orden público, como versa el clásico adagio del Estado moderno, sino para facilitar la concentración de capital. Así, desde el Estado, la policía se ha tornado un instrumento más del capital, siendo su función, antes que  el resguardo de los bienes públicos y la propiedad privada, la perpetuación de un sistema, la introyección de un ideal e, incluso, la reproducción de una determinada episteme.

La multiplicación de lo policial (no sólo de la policía) se halla marcada por la extensión de territorio que cubre. La proliferación de cámaras en lugares públicos, de detectores de huellas a la hora de identificarnos en los centros de salud privados, de validadores de tarjetas al usar distintos medios de transporte, de máquinas de reconocimiento facial que prontamente se masificarán en esta parte del mundo y, finalmente, de todo tipo de almacenamiento de datos, es signo de la globalización cibernética, cuya característica esencial es la voluntad de control. De ahí que cualquier hecho físicamente visible, sea transformado en dato con el fin de influencias, prever y determinar conductas. He ahí la extensión de lo policial: ha hecho del mundo, de su aspereza y opacidad, una superficie lisa y homogénea, un globo extenso y transparente a la luz de la razón cibernética[1]. La multiplicación de lo policial redirige el concepto de seguridad neoliberal desde la función de resguardo de la propiedad privada y del orden público, como sucedía cuando la policía moderna aún permanecía anclada al Estado y en relación de subordinación al poder político, hacia una función de generación de las condiciones que aseguren la acumulación neoliberal de manera ubicua.

La ubicuidad policial se fundamenta en una paradoja: en su presencia ausente pero amenazante. Esta amenaza, justamente, es la que expone y vulnera. Su fuerza no emana de su efectividad, sino de su posibilidad. Porque estamos susceptibles de ser controlados, de ser vistos, estamos siendo controlados: ser susceptible de control en cualquier tiempo y espacio empírico implica ser controlado desde un comienzo, desde la posibilidad que siempre puede hacerse efectiva. De esta manera, nos convertimos en presa de un panóptico donde lo posible le ha arrebatado el terreno a lo factual sin con ello decrecer su fuerza, por el contrario, haciendo que sus consecuencias son muchos más efectivas: la amenaza de una presencia que no necesita hacerse presente, algo propio de la virtualidad, multiplica el control capitalista pues ha conseguido introyectarse en los cuerpos en cuanto potencial culpabilidad.  Así, se pone en operación un movimiento similar, pero aún más intensificado y fragmentario, aún más infinitesimal y leve, al del panóptico de Bentham descrito por Foucault. Para controlarnos no se vuelve necesario comprobar nada, no se vuelve necesario que la representación de nuestro cuerpo ingrese en otra consciencia a través de un ojo humano: sólo se necesita que aquello pueda ser posible en cualquier segundo y en cualquier espacio empírico para desatar el efecto paranoico y securitario. He ahí donde la extensión, en cuanto sobrecopamiento de los cuerpos, transparencia de opacidades y reducción del mundo a datos globales, genera intensión capilar: en adelante todos seremos nuestro propio policía.

II

La policía rodea los malls conjurando cualquier exceso que se atreva a interrumpir el consumo, pero también habita, potencialmente aunque siempre a un paso de actualizarse, tras una pantalla rastreando delitos. La policía reprime nublando los ojos con gases, reventando los ojos con perdigones, violando y humillando, pisando las calles con sus botas manchadas de sangre ocular. Aniquiladora de ojos, precisamente porque ella no tiene un número determinado de ojos: es un gran ojo invisible o, mejor dicho, una infinitud de ojos sin párpados y, por lo mismo, posible de alojarse en cualquier esquina a cualquier hora. La policía no sólo mora en el “afuera público” en pos de cautelar “lo privado de lo público”, sino que irriga todos los espacios de lo humano: la policía anega a la polis porque es la consumación del humanismo en su variante del ego conquistor. La policía reafirma el “yo” que habita al interior de nuestro hogar, de nuestra familia, de la soberanía del nosotros.

Los orígenes de este ego conquistor se remontan, teóricamente, a los albores de la filosofía moderna. Ello se evidencia a partir de Descartes y su sometimiento de la res extensa a la res cogitans, movimiento por el cual todo fenómeno se funda en una relación de dependencia de un objeto ante un sujeto originario, sujeto capaz de concederle existencia representacional a los objetos. Llevada a términos empíricos, tal desplazamiento antropocéntrico se expresa en el dominio de la naturaleza, en la sed de pre-visión y en la ejecución de hipótesis destinadas a ser validadas (tal cual sucede al proceder en el método científico cartesiano). Asegurar las condiciones de dominio, es decir, la explotación de la humanidad y la devastación de la naturaleza, hasta un extremo sin extremo, propio del presupuesto de una hiperproductividad sin fin tan característica del neoliberalismo, es función del poder militar de la policía. Asegurar aquí podría ser sinónimo de generar la transparencia necesaria para despejar las condiciones de posibilidad del funcionamiento del sistema: el monopolio de la violencia como orden, como fuerza que cautela la posición de los elementos que integran el sistema. La seguridad policial, hoy más que nunca, operaría como una maximización del aseguramiento de las condiciones que hacen posible el neoliberalismo. En ese sentido, lo policial se incluiría en el mismo proyecto de la metafísica de la presencia: poner-a-la-mano (disponer) a un mundo para reducirlo a un globo, reprimir cualquier devenir (el devenir cualquiera) para determinarlo y violentarlo como un ser-objeto.

III

Según Sergio Villalobos-Ruminott, durante la expansión de la fase neoliberal del capitalismo, marcada ya no tanto el predominio de una mitología progresista centrada en la fuerza del Estado-Nación, sino por la acumulación de capital financiero, la tiranía de los neofascismos pulsionales y la devastación planetaria, la policía sufre una metamorfosis[2]. Si en el período del capitalismo liberal dicha institución aún permanecía plegada a la figura del Estado, cumpliendo una labor de contención ante el desborde del capital privado y resaltando su función retórica en tanto garante de un orden social indispensable para prolongar el ideal del “Bien común”, en la fase neoliberal, donde los dispositivos del Estado se tornan serviciales a los procesos de acumulación de capital, concentrando información, practicando el racismo, promoviendo el sexismo, promoviendo la explotación de la naturaleza y contribuyendo a la precarización de la vida en todas sus formas, la operación policial se alinea con el neoliberalismo y con los intereses de los capitales transnacionales, dejando de lado su lealtad a los valores del Estado liberal en clave republicana. Por lo demás, los casos de corrupción salidos a la luz pública en diversas policías del mundo, pueden comprenderse dentro de estas coordenadas, en tanto serían testimonio de una disolución de la antigua moral policiaca estatal en aras del individualismo del homo oeconomicus.

Serán las prácticas de represión fascistoides, pero también las de “prevención” (a nivel de educación escolar, de discurso de “paz social”, de configuración de un ideal de masculinidad bélico, por ejemplo) y los discursos de producción del miedo (principalmente gracias a los medios de comunicación), los elementos que contribuyan a que cada ciudadano, cada individuo, no sólo tenga la necesidad de recurrir a la policía, sino que lleve un policía en su interior. Cada hombre es su propio empresario, un emprendedor en y para sí mismo; cada hombre es un policía, un vigilante en y para la sociedad. Si la sociedad, bajo la mirada neoliberal, se reduce a ser la suma de todos los individuos y nada más allá de esta sumatoria, entonces moral y seguridad convergen: confiar en la seguridad global es posible gracias al resguardo de nuestra mi propia seguridad. Juego de espejos e introyección: la lógica policial en cada uno de nosotros, potenciada por los mecanismos cibernéticos, apunta tanto a la violenta expansión de una episteme del control de riesgos, de la degradación de la experiencia a lo mensurable y pre-visible, como a la inmunidad del sistema mismo, esto es, a la identificación entre ciudadanía y policía con miras a favorecer la perpetuación de los procesos de acumulación gracias a su constante excepcionalidad.

Para concentrarnos en nuestro país, antes que afanarnos en buscar una solución, como quienes se sientan en una mesa teniendo ya claramente el punto de salida y sólo discutiendo la manera de materializarlo (esto es: engañándonos democráticamente con que el diálogo en sí mismo, considerando a todas las partes involucradas, ya asegura un primer paso en camino a la solución). El asunto no consiste simplemente en proponer una policía ciudadana, con orientación basada en Derechos Humanos, como si se tratara tan sólo de un aspecto de ejecución o formación, de implementación o de estructuralidad, de reforma o de refundación de Carabineros de Chile. Se trata, antes que todo, de identificar a la policía actual como un síntoma más del neoliberalismo fascistoide, cuya excepcionalidad a la hora de ejercer, representar y comparecer ante la ley, siempre están al borde de esa misma ley, y cuyos principios no responden a ley alguna más que los intereses del capital en plena colonización del Estado.

IV

Sin embargo, y mucho más radical que lo anterior, se vuelve imperativo examinar la manera mítica de concebir el relato societal. Ya sea a partir de la primacía de los individuos y del monopolio estatal de la violencia, ya sea vestido de Leviatán -como en Hobbes- o de capital financiero -tal cual en nuestra época-, el contrato estaría legitimado desde las sombras, pero implícito en la manifestación de todo acto, siendo día a día reactualizado en virtud de un pasado inexistente donde se habría estampado la firma. Carácter hipotético; carácter inversamente securitario que hace de la hipótesis hobbesiana, quizás precipitadamente, una realidad (in)comprobada. La policía, desde este prisma, sería fundamental a la hora de concebir el Estado moderno, originándose no sólo en garante del contrato social, sino a la raíz de la efectividad mítica del mismo.

Esto nos lleva a repensar el rol de lo policial en vistas de una noción ya no epistémica ni polítca, sino existencial: pasar de pensar en el monopolio de la violencia o en la violencia de la hipótesis al del aseguramiento de la realidad. Si, como dijimos, el aseguramiento se caracteriza por una pre-visión, es decir, por un pronóstico o un cálculo sobre cierto estado de cosas del mundo para degradarlo en globo, entonces la policía sería parte ya no sólo de una psiquis históricamente configurada, sino de toda racionalidad y, por sobre eso, de toda filosofía de la historia que cifre en su télos el punto de desenlace en que su trama se torna autoconsciente. Existencias sujetas a sujetos que aseguran el mundo y sujetos asegurados en vistas al cumplimiento de un destino objetivo.

Desde tal perspectiva, acabar con la policía sería una imposible: la policía, aquella pulsión que asegura, propia de cierto principio de realidad, estaría a la base de cualquier posibilidad. Sólo nos resta hacer lo imposible. Y de eso consta lo político.


[1] Tomo prestada esta distinción de Rodrigo Karmy, quien en diversas columnas y entrevista, le ha otorgado un notable resplandor. En efecto, el mundo estaría caracterizado por el relieve, por la aspereza, la porosidad, lo alterno e, incluso, la recepción de la emergencia de lo intempestivo, en cuanto vida; por el contrario, el globo, cuya expresión más ejemplar se da en la época cibernética, homogeniza toda alteridad y opacidad, volviéndolas transparentes y sometiéndolas a las coordenadas de una superficie lisa, desnuda y categorial, es decir, manipulable.

[2] Villalobos-Ruminott, Sergio (2020): “El imperativo policía” en Asedios al fascismo: del gobierno neoliberal a la revuelta popular. pp. 76-77. DobleAEditores: Santiago de Chile.

Aldo Bombardiere Castro (Santiago de Chile, 1985). Licenciado en Filosofía de la Universidad Alberto Hurtado y estudiante del Magíster en Filosofía de la misma Universidad. Ha publicado el libro de ensayos sobre obras de arte Donde reina un olor a vestimenta cansada (Carbonada Ediciones, 2016) y el libro de narrativa Relatos menores (Editorial Luna de Sangre, 2017). Es colaborador permanente del magazine Ficción de la Razón. Administra el blog Plaza de la Hibridez (http://payasocontradictorio.blogspot.com).

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