30 de marzo 2023

Primeros materiales para un nuevo ciclo de luchas

por Nicolás González

“La crisis no se distingue del desarrollo de la guerra. Para esto es necesario que la fenomenología del concepto de guerra ya no remita a la guerra interestatal, sino a una nueva forma de guerra transnacional que está unida al desarrollo del capital”. 

Éric Alliez, Maurizio Lazzarato

“El actual impasse de lo político tal vez pueda ser explicado a partir de las premisas del síntoma, a saber, una política del síntoma que supone la adopción del punto de vista de la crisis. Supone una escucha, una alianza con el síntoma, y el despliegue de los saberes en él contenidos. Por el contrario, el miedo a la crisis funciona cada vez más como una manera de reforzar el orden. Por eso el impasse actual de lo político se juega en la relación entre neoliberalismo y crisis. Si pasamos de la crisis como categoría inmanente al orden, a la crisis que amenaza la dinámica de acumulación del capital, veremos que lo que está expresando en realidad es la incapacidad del mando del capital para afianzar y extender sus dispositivos de subjetivación”. 

Diego Sztulwark

“Entablemos combate… y luego vemos” .

Lenin (casi)

1. Subjetividades de la en crisis

En Los olvidados. Ficciones de un proletariado reaccionario de Antonio Gomez Villar la condición actual que atraviesa el pensamiento de izquierdas, no puede ser fijada por el eje “buenos tiempos o malos tiempos”, sino más bien debe ser tomada en su condición de crisis: crisis de los proyectos de emancipación, crisis de la presencia, crisis de las comunidades terribles, crisis de Occidente, crisis de la lucha de clases, crisis de la clase media y deriva reaccionaria, etc. Esta condición de impasse o crisis, nos obliga asumir que tal condición puede ser revertida en la medida que toda crisis es ambivalente, ambigua, contradictoria: nada allí está clausurado del todo. Es decir, toda crisis porta la posibilidad de actualizar procesos de subjetivación política que difieran de la lógica restaurativa. Esta lógica restaurativa pueden ser los “monstruos” que buscan retornar y reinstalar cierto orden anterior al momento de la crisis. Es en este interregno sin cartografías -que es todo impasse y toda crisis- donde es preciso no repetir los mismos automatismos de las izquierdas institucionales, tradicionales, hegemónicas, autoritarias, etc. Y, tal como planteara Félix Guattari“estar siempre dispuestos a guardas nuestras propias cartografías en el cajón e inventar nuevas, metidos en la situación en la que nos encontramos”… si lo que pretendemos, por supuesto, es enfrentarnos a los problemas de la dominación, de la explotación, del abuso y de la extorsión; al tiempo que planteamos con fuerza una alternativa de emancipación.

Para Antonio Gomez Villar, la crisis por la cual se ha hecho necesario hechar mano a la sociología reaccionaria de los olvidados[1] es la crisis de la clase media. Sin embargo, a nuestro parecer, no es tan solo que el proyecto de las clases medias haya entrado en crisis, sino que también es precisamente la clase media la que mejor logra adecuarse a las crisis del capitalismo, puesto que la clase media es como tal una clase en crisis permanente. En otras palabras, la deuda y la financierización -en tanto que ejes centrales de la forma de vida clasemediera– que posibilita a ciertas capas de la sociedad acceder a servicios, bienes, mercancías, policonsumos; y que a su vez reproduce un modo de vida, una existencia, una filosofía y un modo de habitar; ha entrado en crisis cada vez más aceleradas y con una tasa exponencial en alza. Esta situación está lejos de terminar, más bien la crisis logra ser una exigencia permanente en la reproducción de la vida. Es por eso que la clase media es la subjetividad de la crisis: en su deriva restaurativa -puesto que resientela entrada en crisis de su proyecto político- la clase media se vuelve un espacio de inscripción de “una especie de plusvalor de la bronca”[2] que tanto los discursos progres como los más reaccionarios tienden a alimentar. En la misma línea, pero en tonos diametralmente opuestos, Tiqqun y Comité Invisible han elaborado también una subjetividad de la crisis: aquello que denominan como “Bloom”. Característico de una clase de personas concretas, el Bloom representa la clase media blanca y patriarcal, que a su vez es la condición contemporánea más característica de las sociedades occidentales en las que impera cierta crisis existencial (o “de la presencia”, como bien dice Tiqqun). El Bloom es aquel que ha sido despojado de toda experiencia en una sociedad que exige que todo se vuelva transparente; es aquel que ha sido sitiado en un espacio que no puede habitar, que no puede experimentar porque ha perdido el sentido de comunidad debido al imperativo de capitalización individual. En palabras de Tiqqun “el Bloom aparece inseparablemente como producto y causa de la liquidación de todo ethos sustancial. Él mismo es, por tanto, el sujeto sin sutancialidad, vuelto realmente abstracto, por haber sido efectivamente cortado de todo entorno”. Esta crisis de las clases medias como proyecto económico político de la lógica meritante de capitalización individual -que aborda Antonio en su libro- se emparenta con lo que los amigos de Comité Invisible denominan comunidad terrible: aquellas comunidades que “no tienen ni devenir ni futuro, ni fines realmente externos a sí mismas ni deseos de devenir algo más, solamente de persistir”; dominadas por un factor de cohesión y de autoafirmación que reproduce la esfera neoliberal y la deuda. “En las comunidades terribles el individuo se identifica con la existencia que le es impuesta y en la cual encuentra su propio desarrollo y satisfacción, cuya única libertad debe ser entendida en términos de deuda, compra y venta”. La subjetividad imperante de la comunidad terrible, es la del ciudadano: aquel que está individualmente envuelto en la vida democrática, por medio de un consenso impuesto más que consensuado, en donde la economía culposa de la deuda lo obliga a expiar su falta pagando siempre más impuestos. Como bien plantea Maurizio Lazzarato la crisis es permanente desde la década de los 70 “y sólo ha cambiado de intensidad y de nombre. La gubernamentalidad liberal se ejerce pasando de la crisis económica a la crisis climática, la crisis demográfica, la crisis migratoria, etc. Al cambiar de nombre sólo se cambia de miedo. La crisis y el miedo constituyen el horizonte insuperable de la gubernamentalidad capitalista neoliberal. No saldremos de la crisis (a lo sumo, se modificará su intensidad) por la sencilla razón de que la crisis es la modalidad de gobierno del capitalismo contemporáneo”. Si toda crisis se vuelve permanente e infinita; si todo proceso de subjetivación de la deuda entra en crisis; si todo proyecto de emancipación ha entrado en crisis; si la habitabilidad en nuestro planeta ha entrado en crisis… ciertamente “estamos en tiempos muy interesantes de ser vividos”.

2. Defender y traicionar la herencia, partir

La emancipación es un proceso de subjetivación que es al mismo tiempo un proceso de desidentificación, de desclasifiación, de inoperatividad de lo dado. Toda ruptura supone una apertura al cambio y una suspensión de aquelloque debemos ser: la crisis abre la posibilidad tanto de efectuar actos de desidentificación con los procesos de subjetivación capitalísticos (Guattari); a la vez que habilita los primeros pasos para un nuevo ciclo de luchas, allí donde la historia política de la emancipación es una historia discontinua que no siempre aparece evidente, puesto que la política de la emancipación no está contenida en ningún proceso constante. Cartografiar entonces, aquello que actualiza “lo plebeyo” aquí y ahora: atender y escuchar aquellos procesos, movimientos y proyectos que fugan de una actualidad sonámbula, actualidad que es ella misma una fisura a la cual tenemos que encontrar las maneras de imprimirle diques; toda vez que rompemos con los automatismos de la izquierda tradicional. Los comienzo son siempre difíciles y a nuestro parecer, el campo sobre el cual estamos parados –el fin de un ciclo de luchas y el comienzo de otro– nos pone ante la dificil postura de partir. Y aquí en una doble acepción de la palabra: tanto como comienzo de un nuevo derrotero de luchas y enfrentamientos; como de ruptura con los mismos gestos ya desgastados tanto de las izquierdas tradicionales devenidas progresistas, como con las derivas reaccionarias de las fuerzas conservadoras. ¿Qué es lo que nos decide a partir con/por cierta vía? El trasfondo de una decisión como esta es siempre una mezcla de emociones, sentimientos, experiencias y pensamientos. En nuestro caso, la experiencia del impasse actual que viven los proyectos políticos de emancipación y la convicción de que las fuerzas no necesariemente se acumulan: toda insurrección desorienta a los partidos políticos -a toda política institucional y representativa- por la sencilla razón de que los malestares, abusos y catástrofes que vivimos cotidianamente al salir a buscar las condiciones de reproducción de nuestra existencia, corren por una temporalidad diferente a las programáticas -incluso de aquellos que en vez de partido, prefieren llamarse así mismos como “movimiento”, “coordinadora”-. Bien sabemos que una cosa es la intolerabilidad de situaciones de indignidad que al tocar un límite hacen estallar la cotidianidad en su totalidad, trastocando los tiempos y los espacios, los trayectos y los tránsitos, los modos de estar con y contra. Pero otra muy distinta es pensar que habría que “acumular fuerzas para estar adecuadamente preparados para el momento de la lucha”. Muy diferente es la permanente inclinación a elaborar la espacialidad que quiera dar continuidad a la insurrección, en un anclaje territorial que le permita perdurar, adecuarse, insistir por otros medios. La decisión de cuándo es el momento propicio para la insurrección es siempre decidido de un modo espontáneo, porque siempre -aquí y ahora- es el momento adecuado para la insurrección. Razones sobran, ni qué decir. El punto es cómo hacemos para que logre perdurar sin que se cristalice en una fecha, en un museo, en una canción. El desafío es asumir la fugacidad y restricción de algo así como el pasaje al acto de la insurrección; pero -y más complejo de asumir- la perennidad de la posibilidad de actualizar siempre el inicio de un ciclo de luchas.

3. Aparatos de captura de la crisis

¿Qué permite cambiar nuestra posición dentro de “situaciones de fuerza determinadas”? ¿Cómo y por dónde rastrear aquello que actualiza lo plebeyo? A la política se llega por cierta sensibilidad en relación con otros. El conflicto es el suelo para el cambio político, por lo cual es necesaria la acción directa como generadora de una conciencia política. El cierre de un ciclo político viene acompañado de ánimos restituyentes de un orden anterior, allí donde el revuelo de los tiempos de lucha álgidos puso todo patasarriba: tanto la derecha y su avance raccionario; como la izquierda y su repliegue identitario progresista, coinciden en esto. Por lo que cabe preguntarse, ¿cuál es la batalla correcta? ¿Cultural o material? ¿Reconocimiento o redistribución? Para Antonio Gómez Villar, “proliferan los discursos que acusan a la izquierda haber abandonado a la clase trabajadora y desatendido la politización de la cuestión social. La lucha de clases, los problemas económicos de redistribución y las preocupaciones materiales habrían sido sustituidas por las políticas de la identidad y las luchas por el reconocimiento cultural. El romper las codificaciones fijas, pensar las heridas de una frustración política sería un reverso afirmativo de la nostalgia, como un tiempo distinto al de la reacción: una batalla al nivel de la memoria de las luchas. La izquierda sonámbula, buscando a la clase obrera en un pasado idealizado, se olvida de las luchas de clase actuales. La incapacidad libidinal -la impotencia- de inscribirse en las reales luchas de clase actuales, genera el temor y la paranoia de quedar atrapado en el deseo del otro.

Para Daniel Bensaïd, la crítica de la propiedad está en el origen y en el núcleo de todas las variantes de socialismo que surgen en el siglo XIX de la resistencia al capitalismo triunfante. En la sociedad capitalista, la cuestión de la propiedad no es disociable de la apropiación privada del sobretrabajo ajeno, en otras palabras, de la cuestión de la explotación. Para Lenin, “lo que caracteriza al imperialismo es el capital financiero”. Esa hegemonía del capital financiero no es una anomalía; al contrario, es precisamente la consumación del ciclo de valorización del capital y la adquisición de cierta consistencia. La crisis de la clase media -que tiene como eje central la financierización y la deuda- y su deriva reaccionaria, adelanta nuevas coyunturas en donde, si seguimos a Lenin, “la producción se torna social, pero la apropiación sigue siendo privatizada”. Es en este contexto que, para Alliez y Lazzarato“la unidad y la finalidad de la máquina de guerra no están dadas por la política del Estado-nación, sino por la política del capital, cuyo eje estratégico está constituido por la deuda (…) La máquina de guerra sigue produciendo guerras pero están subordinadas a su verdadero “objetivo” que es la sociedad humana, su gobernanza, su contrato social, sus instituciones, y ya no tal o cual territorio o frontera. El único frente que deben tener las fuerzas movilizadas es el de las poblaciones”. Esta guerra dentro de las poblaciones -también llamada guerra de subjetividad– “debe su genealogía a las pequeñas guerras que los irregulares llevaron a cabo contra la acumulación originaria del capital y a las guerras revolucionarias de los siglo XIX y XX. En efecto, su origen debe ser buscado en las técnicas contrarrevolucionarias y contrainsurgentes, que en varios sentidos son herederas de la guerra continuada en las colonias y ex-colonias durante el siglo XX”. Si para la economía de deuda y financierización la producción se torna social y la apropiación privada, este proceso tiene su correlato en la integración de la guerra en el capital y en la producción de subjetividad. Tanto para la deuda como para esta modalidad de la guerra –guerra dentro de las poblacionesguerra de subjetividad– , la relación de sujeción/subyugación es infinita: nunca hay cese de las hostilidades, sino pura “mutación, adaptabilidad y continuación”. La discusión en torno a si habría que dar predominio a las luchas culturales o materiales; que si potenciar el reconocimiento o la redistribución… quedan cortas si reconocemos que el nuevo paradigma de los conflictos del siglo XXI es la guerra permanente dentro de las poblaciones, donde la propiedad privada y la valorización del capital es lo que las fuerzas raccionarias -que se dan la mano- saldrán a defender con y por todos los medios posibles. El paradigma securitario que acompaña la evolución del capitalismo y la secuencia de todo el ciclo económico (crecimiento-crisis-recesión-nuevo crecimiento) es permanente: de manera “fractal”, la guerra dentro de la población busca reproducirse indefinidamente. A su vez, la valoriazación y la crisis tienden a lo mismo por lo que las condiciones del pacto social del capitalismo en su fase actual “parece desviarse más bien hacia la conservación y el control de una situación de inseguridad generalizada, de miedo difuso, de degradación progresiva de las condiciones socioeconómicas de la población. Esta situación tiene como consecuencia una generalización de la gubernamentalidad a través de la guerra civil”, mantenida por medio de la incistente deriva militar de las policías y su despliegue a un nivel securocrático. Y la necesidad de encausar políticamente los acuerdos.

Ante el impasse actual y esta nueva modalidad de la guerra social -que, en palabras de Santiago López Petit, es “el malestar que no siempre puede ser encauzado”– debemos tener en consideración que la contrainsurgencia centrada en la población es sinónimo de una pacificación infinita, donde el enemigo para las fuerzas represivas de control y cacería es -en palabras de Alliez y Lazzarato- “menos el Estado extranjero que el enemigo indetectable, desconocido, indeterminado que se produce y reproduce al interior de la población (…) Con ello se verifica que la guerra dentro de las poblaciones es la conceptualización tardía de la dinámica de la guerra civil global que se perfila a partir de fines de los ’60 principio de los ’70, y de todas las luchas anticoloniales, antirracistas, obreras y feministas que allí se cristalizan”. Esta guerra de subjetividad dentro de las poblaciones, tiene como objetivo las acciones, las conductas, la subjetividad del adversario. Para hacerlo, la guerra debe ocupar tanto los campos culturales y materiales, en la medida en que “el universo de la población no es militar y racional, sino más bien civil y emocional”. El nuevo teatro de operaciones de los conflictos por venir será el de la “desdiferenciación de las funciones bélicas, policiales y de inteligencia, y de su inclusión en un conjunto mediático-securitario”. El despliegue de la guerra en lo territorial será policial y permanente, pero al nivel de las subjetividades y de las relaciones de fuerza será constitutivo y variable. Este tipo de guerra que al interior de las fuerzas represoras tiene por nombre Doctrina de Seguridad Nacional (DSN) y como marco la guerra de tipo colonial, comienza a transferirce a las fuerzas del orden policial. Dicha modalidad de la guerra fue elaborada por los ejércitos de Francia y EEUU, luego de las derrotas de Argelia y Vietnam, respectivamente: de ahí la deriva de su nombre.

4. DSN

Mucho circuló durante y después de la insurrección de octubre de 2019 de manera oficial con respecto a quiénes habrían propiciado la “desestabilización del Gobierno de Piñera”. El informe Big Data que arrojara a Ismael Serrano, el chavismo, el K-Pop… como los posibles cabecillas que llevaron la política representacional y el “oasis chileno” a su naufragio, demuestra la incomprensión de parte de las clases dominantes -políticas, intelectuales y económicas- de todo el descontento acumulado durante los años de las democracias cartuchas; a la vez que visibilizó la ausencia histórica de espacialidad habilitada para la inscripción del malestar. En ese contexto de acción directa difusa, la teoría de la Revolución Molecular Disipada del neonazi chileno Alexis López argumentaba que “la violencia callejera que se veía en Chile era parte de un secreto proceso revolucionario de toma del poder, dirigido en parte desde el extranjero”. Según un artículo de Interferencia[3], funcionarios policiales que han estado en la sede central de la Dipolcar recuerdan cómo a fines de 2019 su director general Luigi Lopresti insistía en que la explicación de todo lo que estaba ocurriendo en las calles y plazas del país durante la revuelta encontraba una respuesta coherente en las teorías de Alexis López. Según el mismo artículo, todas las fuentes consultadas insisten en que la actual dirección de la Dipolcar está integrada mayoritariamente por oficiales que no sólo son abiertamente de derecha, sino que suscriben a viejas ideologías como la DSN.

Elementos claves de este tipo de “resolución de conflictos” sin duda es el exterminio de aquellos elementos considerados subversivos. Pero principalmente, es la capacidad de infiltrar en densas capas de la población y cortar todo elemento simpatizante con los subversivos; a la vez que busca la adhesión de la población en la que se infiltra. En palabras de Mathieu Rigouste, esta modalidad de la guerra dentro de las poblaciones “designa un sistema estatal de aplastamiento de las insurrecciones” que describe el desarrollo de una nueva forma de poder, dominación mediática y securitario-policial. La DSN nace en un contexto de conflictos globales en donde la evolución de la política nacional era tomada en un contexto de Guerra Fría y de la emergencia de un nuevo tipo de enemigo al cual debían hacer frente las fuerzas de orden. En el contexto de la Guerra Fría, para los heraldos de la DNS lo que estaba viviendo el mundo Occidental era “una acción demoledora por parte de los agentes del comunismo internacional, desparramados por toda Latinoamérica”. La DSN se desarrolló como una ideología de la seguridad nacional, pero en una trama de poderes, relaciones e influencias interamericanas en “la lucha por el orden occidental y cristiano”. Si bien antecedentes de la DSN pueden rastrearse desde fines de la década del ’40 e inicios de la del ’50, no es sino después del golpe de estado de 1973 en que es llevada a la práctica en su total brutalidad: una política sistematizada y profunda de represión, terror y genocidio con el objetivo de refundar toda una sociedad. Podríamos proponer entonces, cierto continuo entre la lucha contra la subversión (durante la Guerra Fría) y la lucha contra la insurrección de octubre 2019 que se ve reflejado en la necesidad de reponer “el orden moral de la Patria” que se fisuró desde entonces: el “alma nacional” que tanto daño ha recibido por la imposibildiad de “generar diálogos” y “acuerdos amplios” entre los “distintos actores y sectores de la sociedad”.

Para el obrerismo[4] la búsqueda de restitución de un orden anterior (a saber, retornar a las luchas dejadas de lado por nuestra contemporaneidad), se emparenta con la DSN en la medida que ésta también busca restituir un cierto orden anterior a las revoluciones, revueltas e insurrecciones. En ambos casos, esa búsqueda de retorno a un pasado mejor, es funcional a la lógica del capital en tanto que apelan a un “realismo político” en medio de la confusión que supuestamente generarían estas desviaciones, estas anomalías, estas luchas menores. Precisamente esto conecta con la situación actual chilena, donde luego de la derrota del apruebo en el plebiscito de salida, desde cierta izquierda hasta la derecha más ultra, se hacen llamados a preocuparse por “lo que realmente importa” como país, pueblo, nación, ciudadanía, etc. -cada quien tendrá su epíteto-.

Discursos normalizadores y restituyentes, con los cuales lograríamos coincidir en que estamos parados en medio de un momento de crisis o impasse, sin lugar a dudas. Pero cuya deriva reaccionaria -así sea que hable en (nombre del) proletariado- no tiene relación alguna con proyectos de emancipación de ningún tipo. Para cierta izquierda lo que debemos hacer es preocuparnos más por lo que se ha dado en llamar “los problemas de fin de mes” y olvidarnos de cuestiones tales como las aguas, los territorios, la ancestralidad indígena, etc. A su vez, para la derecha ha llegado el momento de poner en orden al país que se descarriló el 18 de octubre de 2019. Para ambos, esto amerita la entrada en escena de “los expertos”, aquellos que sí saben, los que entienden de realismo político. Nunca como ahora, tuvo tanta razón ese escrito que hace unos años circuló de mano en mano y que en su portada podía leerse lo siguiente: “vendrán los expertos a explicarnos cómo funciona la vida y cómo es que tendremos que posponerla una vez más”.

4. Patología política

Si, como bien muestra Lazzarato, “el capital no apunta a la producción sino a la valorización, y la valorización apunta a la apropiación” se vuelve imprescindible mapear aquellos aparatos de captura securitarios que apuntalan los procesos de valor del capital. Si para cierta izquierda, como señala Antonio en Los olvidados, la derrota del movimiento obrero ocurre en mayo de 1968 cuando se abrazan las luchas culturales, que exceden toda identidad obrera; a nuestro entender, la derrota del movimiento obrero es por medio de una política sistemática de exterminio, una guerra sucia que para las dictaduras latinoamericanas -aquellas que perpetuaron el exterminio- estaba justificada por la infiltración de “elementos subversivos del comunismo internacionalista”. Siguiendo a Lazzarato, “las posibilidades creadas por la ruptura acontecimental son el reto político en torno al cual se desata la batalla política por su realización o su neutralización. Lo que llamamos traición, recuperación, reformismo, no vienen después. Se trata de alternativas presentes en la lucha desde el comienzo, que buscan reducir la línea de creación de posibilidades y su realización, a la línea de relaciones de poder establecidas”. Es por esta razón que el procurarse aliados en las clases sociales progres y clasemedieras, ya no puede ser un principio estratégico si no queremos perpetuar nuestras derrotas.

Si no sabemos muy bien aún el alcance que tuvo la insurrección de 2019, a la vez que nos preguntamos por las formas que tendrán las distintas revueltas o revoluciones porvenir; al menos el tamaño de la reacción nos puede dar las claves para entender que lo que aconteció en octubre del 2019 -y que se venía sosteniendo en una larga ruta rebelde- fue de tal magnitud que logró poner de acuerdo a toda una clase política para salvar tanto al gobierno de Sebastián Piñera, como los 30 años de las democracias cartuchas; haciendo apología de una herencia concertacionista que llega hasta los pasillos internos del gobierno de Apruebo Dignidad. Y que además clausura una vez más aquellas promesas de futuro truncadas -o “derrotadas”, si se prefiere en términos benjaminianos– que se actualizan allí toda vez que la existencia en el presente -con nuestras catástrofes cotidianas- se vuelve intolerable. La insurrección supuso una rotura en el consenso postdictatorial (“la medida de lo posible”, que a su vez confinó la imaginación política en los marcos de lo imposible) densificando líneas de fuga que estaban allí solamente como latencia. En otros términos, la insurrección activó un nuevo posible, corrió el cerco de lo imposible y habilitó un nuevo ciclo de luchas que suprime los marcos establecidos de lo realmente político; haciendo surgir procesos materiales, culturales, sociales, territoriales y de consumo con sistemas de referencia heterogéneos, distintos a los tradicionales: es decir, devenires.

Ante la situación actual a la que nos condujo la victoria de la opción Rechazo, debemos recordar que el ciclo de luchas no llega a su fin con dicha victoria. Si bien la principal derrota es de la subjetividad progre -o, socialdemócrata- debemos afilar las armas para el ciclo que comienza. Ni el maximalismo con el que se pretende castigar la derrota del plebiscito de salida –“no estaríamos los chilenos aún maduros para tan magno proyecto de democratización, paridad, ecologismo, bla bla bla”– ni toda la desinformación y fake news del Rechazo -como lloriquea el progresismo- pueden ser nuestro anclaje político. Debemos estar claros de que es precisamente la falta de un proyecto de emancipación concreto lo que llevó al naufragio de la política representacional. Es decir, un proyecto que tenga tanto los pies puestos en la temporalidad de la bicicleta de reproducción de la vida -salud, vivienda, educación, alimentación, etc.- y que convoque a la vez el poder resolver los problemas estructurales de todas las luchas llamadas menores -o, culturales-. Ni que decir de aquellas que no se localizan en territorios urbanos. No podríamos estar más interesados por estos tiempos tan densos que estamos viviendo.

5. La grandeza de Marx

Para Antonio Gómez Villar “toda lucha revolucionaria es también una lucha por la memoria. Se trata de reinventar el futuro desde la fuerza de las ruinas, pues son las ruinas del pasado las que lo crean y determinan. Es en la catástrofe donde encontramos la fuente de la esperanza y el mesianismo de los nuevos sujetos de resistencia. Ahora bien, al ser la catástrofe cotidiana es desde las fuerzas del presente en estrecha relación con las luchas pasadas, que un proyecto de emancipación se vuelve deseable”. Por nuestra parte agregaríamos: aquello ocurre en la medida en que todo proceso de subjetivación político parte de un enfrentamiento radical con el presente: un aquí y ahora que debe ser densificado, una clarividencia que emerge al chocar el cuerpo con un malestar (“una insatisfacción lúcida e implacable con el presente” Santi dix it). Sin embargo, ¿hasta qué punto es deseable eso del “errar mejor”? ¿Es el camino de las derrotas el camino de la revolución? No toda derrota debe ser interpretada como un paso adelante ¿No será que no estamos ya ante el fracaso de los proyectos de emancipación; sino más bien ante el fracaso de todo proyecto de modernidad que, para latinoamérica a su vez, significó un proyecto civilizatorio y genocida? ¿Son posibles aquellos proyectos que parten de premisas tales como republicanismo o modernismo, pero en un sentido popular, plebeyo, etc. que quiera “desbordar las instituciones”? Desbordar, sin duda… pero ¿cuáles instituciones? ¿Es posible un proyecto empancipatorio si seguimos pensando sólo en términos de democracia, Estado, partido, vanguardia, modernidad? A nuestro entender, la catástrofe es que todo siga igual y que no logremos proponernos de una buena vez ganar y no volver a ser derrotados. La crisis de la modernidad para la cual Tiqqun tiene una subjetividad (a saber, el Bloom) y Antonio también (la clase media) es una crisis en el marco de la modernidad del capitalismo tardío. Es decir, una crisis de la presencia de la clase media en tanto sujeto político del proyecto de la modernidad tardía y su biaventuranza progre -pero que retorna como subjetividad reactiva y con gestos e intenciones restaurativas-. Para Tiqqun, el Bloom es un ser sin definición en el sentido de que porta todo un conjunto de definiciones que han construido su subjetividad, que lo han vaciado y objetualizado como mercancía, deuda, inscripción de malestares y como aquello que se quiere más alláde toda lucha de clases. Pero, a diferencia de la potencia emancipadora que para Tiqqun tiene el Bloom, la clase media en Antonio sólo puede ser atajada como el reverso y superación de toda lucha que se enmarque en la antigua lucha de clases. A saber, ni obrero ni capital. Como dijo el bueno de Mario Tronti“al movimiento obrero no le venció el capitalismo sino la democracia, el ciudadano”. En el horizonte de la distopía capitalista -ni izquierda ni derecha- todos aquellos que intentamos sabotear el consenso democrático no aparecemos nunca como adversarios; solo alborotadores, enemigos. Y pronto, como terroristas a neutralizar. Para Lazzarato, “los obreros tienen sin duda una existencia sociológica, económica, y forman el capital variable de la nueva acumulación capitalista, pero el carácter central de la relación acreedor/deudor los ha marginado políticamente de manera definitiva”. Esta ha sido la victoria de la subjetividad clasemediera y de la financierización, y su entrada en crisis nos confronta al desafío de reactivar la escucha a las luchas de clases (en plural) allí donde estén aconteciendo y la capacidad de habitar y habilitar el malestar.

La insuperabilidad de la obra de Marx y su herencia reside en la afirmación de que la genealogía del capitalismo tiene sus raíces en una guerra civil de subyugación que establece jerarquías entre propietarios y no propietarios, entre quién manda y quién obedece. Si la guerra forma parte de la política como “violencia encubierta en la legalidad” (León Rozitchner), de lo que se trata es de profundizar la política (en tanto continuidad de la guerra por otros medios) y no la democracia. En otros términos, la posibilidad de elaborar una territorialidad heterogénea en donde ensayar formas de estar, hacer y consumir (juntos y en contra), debe asumir la guerra como estrategia. O sea, debemos asumir que estamos en guerra. Y es que en un contexto verdaderamente desafiante, se vuelve urgente poder asumir una percepción estratégica de lo real, sin aplastar su complejidad ni perder de vista la conciencia histórica de la enemistad. Se vuelve preciso comprender que la instalación del experimento neoliberal no fue posible sino por la vía del asesinato, el exterminio y la cacería de todo elemento subversivo: es decir, la guerra. Es desde este marco -a saber, la guerra colonial permanente– que se busca desarticular la multiplicidad de alianzas que buscan subvertir el orden capitalista. Debemos abocarnos -en cada nivel, epistémico y estratégico- a la elaboración de las armas para este ciclo de luchas que comienza: desentumecer nuestros anclajes, afinar la escucha y partir.


[1] Es difícil intentar resumir en unas pocas palabras la multiplicidad de líneas de fuerza, definiciones, valores y dispositivos de lo que Antonio Gómez Villar llama “los olvidados”. A muy groseros y gruesos rasgos, corresponde al retorno de una cierta conciencia atribuida a un fenómeno social específico, una clase construida desde fuera, una manera de disponer las acciones y una sobreinvestidura de sentido: un trabajo cultural desde arriba con voluntad hegemónica, una estrategia orientada a deshacer políticamente todo ensayo orientado a construir un proyecto político. La sociología de los olvidados, es una batalla por el reconocimiento de los valores meritantes inherentes a la lógica neoliberal de capitalización. En este sentido, la sociología de los olvidados es totalmente servil al capital. Para los olvidados, quienes tienen éxito, quienes alcanzan los lugares privilegiados de la sociedad, estiman que se merecen el éxito que poseen; y, de la misma manera, quienes han quedado rezagados –“olvidados”– por la sociedad contemporánea, también son considerados merecedores del lugar que ocupan. En palabras del propio Antonio, los olvidados son “las antiguas clases medias que anhelan el retorno de la meritocracia como valor esencial: que rija, que cuente, para impedir así que ‘las nuevas minorías’ se cuelen por la puerta de atrás a través de las políticas de discriminación positiva que, por definición, niegan la lógica meritocrática”. Son una facción de la clase media blanca en crisis, que se erige como espectro y simulacro del proletariado.

[2] https://dystopica.org/2019/07/22/lavarse2/

[3] https://interferencia.cl/articulos/la-silenciosa-estrategia-del-general-lopresti-jefe-de-la-dipolcar-para-socavar-al-gobierno

[4] Para Antonio Gómez Villar, el “obrerismo” es aquella izquierda que acepta como cierto el relato de los valores sacrificiales de los olvidados. Tras “el sermón de la dignidad obrera” se esconde no pocas veces la necesidad de buscar un chivo expiatorio -las políticas de la identidad, la diversidad, la modernidad tardía o las luchas culturales- a quien culpar de aquellas opacidades que impiden la relación entre la clase social y la identidad obrera. En palabras de Antonio, “las posiciones obreristas otorgan al trabajo una cualidad metafísica, definido como categoría esencial del ser humano, aquello que más nos iguala, la única dimensión universal compartida. Si de la unidad de la clase trabajadora se trata, entonces ésta solo es posible en torno al trabajo, la única dimensión verdaderamente universal. Y de la centralidad y protagonismo otorgado al trabajo como actividad social fundamental, además de como eje fundamental de nuestras aspiraciones, se deriva la centralidad del sujeto obrero como agente de transformación social”.

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