Foto: Gabriel Piña

21 de mayo 2020

[Santiago, lunes 27 de Abril, 17.06]

por Gabriel Piña

[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia
*]

Sobre mi cama A duerme plácida la siesta. Se despierta en cuanto nota que me muevo del escritorio. Levanta la cabeza y me mira en silencio. ¿Vamos?, le digo. A se levanta de un salto y baja la escalera. “Espera”, grito hacia abajo, “tengo que sacar un permiso”. A se impacienta y la escucho rezongar junto a la puerta. Ingreso en mi celular a la página de comisaría virtual, hago click en la opción “permiso temporal individual- paseo de mascotas” A ladra. “Ya voy” le respondo mientras bajo la escalera. Le pongo la correa y salimos a la calle. Es la cuarta semana de cuarentena total en Ñuñoa, la quinta de aislamiento para mí. Todos los días nos turnamos con mi hermano para pasear a nuestra perrita. A es una perrita callejera que mi hermano adoptó pocos días antes del 18 de octubre. Fue como un acto profético adelantando una época de exaltación del perro quiltro y callejero como A. Desde los primeros días de la revuelta la figura de los quiltros es omnipresente, en los inconfundibles ladridos de “el baile de los que sobran” y especialmente en la figura mítica del negro matapacos, levantado como inspiración constante para un movimiento que a veces tiene muchas cabezas y otras veces ninguna.

Meses después, A es mi excusa para salir a respirar cuando el encierro se vuelve insoportable. Nuestra salida es muchas veces el punto alto de mi día. Este permiso de salida es para ella y para mí. En la plaza encontramos otros perros y otros humanos. Veo con envidia a A jugar con sus amigos perros, se revuelcan, se huelen y corren. Los humanos nos mantenemos a distancia. Con el tiempo nos hemos ido conociendo, los que vamos a la misma hora, a pasear y a ser paseados.

Ha habido mucha reflexión acerca de la relación humano-animal a propósito del coronavirus. Desde muchas locaciones nos llegan imágenes de los animales salvajes recorriendo nuestros entornos domesticados. Hace unas semanas, un puma recorría esta misma plaza en la que paseamos junto a mi minúscula perra callejera. “Nosotros somos el virus” reza el lugar común repetido hasta perder el sentido. Sin embargo, no somos virus, somos también animales. Animales infectados por comer otros animales. Animales que necesitan que los saquen a pasear. Ahora menos que nunca podemos rehuir la animalidad, ni a la fragilidad de nuestros cuerpos de mamíferos. Nos hacen falta nuestras grandes manadas rugiendo y marchando por la alameda, pero sobre todo los olores y los tactos de aquellos a quienes extrañamos. Es en parte ese deseo animal de la cercanía física lo que vuelve imparable a esta enfermedad. Si bien las pantallas nos permiten seguir conectados, cooperar y trabajar, es completamente claro que no son sustituto para la copresencia. Aquel futuro distópico, hipertecnologizado, de la ciencia ficción en el que felizmente cambiaban la compañía física por la virtual se siente extrañamente más lejano y más cercano que nunca.

____

* Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.

Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.  

Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social,  a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía. 

Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.

La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.


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