Foto: @pauloslachevsky (editada)

11 de septiembre 2023

Sistema Frontal

por Manuel Rojo

Sus cercanos, y aquellas personas habilitadas para dirigirle la palabra, saben que los viernes no es bueno hablarle, sobre todo si es para pedir algo. Largas reuniones que buscan solventar las falencias de la semana en curso,  y horas de análisis defensivo para los días venideros, lo convierten en el peor villano al finalizar su hora laboral. Sin embargo, este viernes es especial. Cuando son las doce en punto de la madrugada, Augusto sale de su despacho ansioso por juntarse con su familia, dando la impresión, para sorpresa de muchos, de estar feliz. Camino al auto que lo transportará a su casa, le resume lo que tiene planeado para la noche a Manuel, quien ha sido su mano derecha durante un largo proceso laboral.

̶ Espero le salga todo bien, de todas formas mañana me cuenta en la ceremonia, le dice Manuel al despedirse, antes de encaminarse a su Fiat 125, color azul marino. 

̶ Nos vamos entonces, le dice Augusto a su chofer ingresando al vehículo, notando una amenazante calma en el aire.

De camino a su cabaña en El Melocotón, repasa la actividad que ha estado planeando toda la semana. Se trata de un ritual de iniciación, copiado, a su manera, de un libro de historia. Desde que asumió el alto cargo que lo mantiene ocupado en el presente, su esposa le ha estado asignando distintas lecturas para, según ella, mejorar su estatus social. Comenzó con libros de arte, volúmenes de obras realizadas por los mejores artistas del mundo. Augusto no estaba contento con la idea de pasar el día mirando dibujos, pero esos libros terminaron siendo sus favoritos. Tanto le gustaron, que sueña con retirarse algún día y recorrer los mejores museos como un turista cualquiera. Desafortunadamente, luego vinieron otros tipos de libros, de los géneros más variados, aunque, por un pacto previo, la poesía no fue incluida y la narrativa es muy limitada. Al contrario de dichos géneros literarios, la historia ocupa un amplio lugar en su biblioteca que se reparte entre varias viviendas. Augusto no lo reconoce, y mentirá con gracia si le preguntan, pero suele ojear los textos en busca de frases pomposas y fáciles de memorizar, y ha estado más empeñado en obtener una vasta colección de libros, única por sus invaluables volúmenes y originales primeras ediciones. La colección, y contemplación, es su verdadero pasatiempo. 

El último libro asignado fue mirado con recelo y un gruñido interno, pero al darle una oportunidad lo maravilló una mágica cultura ya extinta. Página tras página descubrió distintos rituales de grupos indígenas pertenecientes al sur de Chile y Argentina, descritos por un sacerdote con estudios de antropología, a principios del siglo XX. Lo que más sorprendió a Augusto del libro, fueron una serie de rituales de caza, que en años ancestrales iban ligados al logro de la adultez. Y es justo eso lo que pretende replicar con su hijo esta misma noche. El ritual escogido consiste en una caza en territorio espiritual, donde los cazadores son niños portando arco y flecha, los espíritus son los hombres del clan bañados en pinturas para ocultar sus apariencias y las mujeres, sin conocer los detalles, pasan la noche deseando que sus hijos no sean devorados por espíritus. Desde un comienzo, se les advertía a los futuros hombres que no deben dañar a los espíritus, por respeto y miedo a sus venganzas, pero deben procurar cazar animales con valentía, dentro de un frondoso bosque donde la luna no es admitida y los espíritus rondan a su antojo. Hay variadas lecturas atribuidas al ritual en el mismo libro, pero lo importante para Augusto es hacer de un niño un hombre valiente.

 Montado en el auto, seguido por una escolta en un auto aparte, repasa los detalles y espera que todo esté listo a su llegada. Él hará de espíritu, ocupando un viejo camuflaje militar y una máscara de corteza que mandó a confeccionar. Su hijo, también llamado Augusto, saldrá a cazar con doce años de edad, portando una histórica Waffenfabrik Walther P38, calibre 9, semiautomática, de 1940. Y, en caso de necesitar respaldo, cargará una Glock Austríaca, de calibre 9 y bastantes años más moderna que la anterior. Se dispuso, para lo que dure la noche, un espacio de una hectárea de bosque nativo, situado a metros de la cabaña de descanso que utiliza la familia en el Cajón del Maipo. Por si fuera poco, para animar la caza, se soltarán doce chanchos y seis guanacos. Sí todo sale según lo planeado, para mañana el niño será todo un hombre, y Augusto un padre orgulloso. ¿Qué podría salir mal?, se pregunta sin encontrar fallas, pensando en el mañana con optimismo, mientras va sentado en el asiento trasero, andando cuesta arriba por un camino que comienza a recibir las primeras gotas de un frente de mal tiempo.

A poco de despedirse, Manuel, recorriendo las calles de Santiago en su Fiat 125, se niega a decidir destino por ser incapaz de resolver su duda. Extrañado por la conducta de su superior, que suele ser reservado y muy desconfiado, no sabe si es la oportunidad laboral que estaba esperando o una prueba de confianza. El tanque de bencina tiene para seguir dando vueltas por la ciudad en busca de una respuesta, incluso aguantaría para algún viaje exprés en caso de tomar alguna decisión. Manuel aprieta las manos contra el volante, estrujando una respuesta a la fuerza.

Con la llegada de Augusto a la cabaña se empiezan a mover las piezas en el lugar. Las radios, pertenecientes al personal privado de seguridad, suenan revelando el pronto inicio de la operación “Klóketen”, palabra sacada del mismo libro de historia, que era usada por ciertos clanes para referirse a los jóvenes iniciados. Distintos grupos de hombres toman posiciones estratégicas a favor de la misión y se van desplegando acorde al plan. Lucia es la primera en recibir a su esposo. Le pide el abrigo y le besa la mejilla.

̶ ¿Estamos listo?, pregunta Augusto.

̶ Sí, responde Lucía. Ya deberías estar orgulloso, tu hijo estuvo desde la diana hasta la retreta practicando en el regimiento de San Bernardo. Dice que será vaquero. 

̶ Salió a su padre, dice Augusto, frenando sus pasos para preguntar con mayor atención sobre su ubicación actual. En ese preciso momento el niño está siendo bañado por su cuidadora personal, para cazar completamente purificado, según las órdenes del padre. 

̶ ¿Estás seguro de esto? Incluso una bala de salva podría hacerte daño. 

̶ Procederemos con fe. Responde Augusto. Si debo cargar con la marca de una salva a quema ropa gatillada por mi propio hijo, estaré orgulloso. Debe ser un hombre dispuesto a dispararle a lo que sea, incluso a un espíritu, sin miedo alguno. 

̶ ¿Y qué hay con el temporal? Ya está empezando la lluvia.

̶ Son solo unas pocas gotas, asegura Augusto, retomando el camino.

Lucía se queda mirando la oscuridad del cielo, recibiendo las pocas gotas en su rostro, pensando que para la próxima lectura retomaría biografías de Napoleón o el rigor de la corneta, asegurando mantener a su marido con los pies en la tierra. Augusto, por su parte, se encamina a cambiar sus ropas por las de un espíritu de los bosques.

“El espíritu está en posición”, alertan las radios del personal refiriéndose a Augusto, cuando son las dos con cinco minutos de la madrugada. Los animales ya fueron soltados y un par de hombres de confianza se ocultan en las cercanías, para informar la localización del pequeño cazador,  asegurando el encuentro prometido. A la espera de que “el Cóndor”, clave para referirse al niño, aparezca, llega un nuevo comunicado por radio para Augusto: “Ingresa un automóvil al recinto”, seguido de, “interceptaremos a los ocupantes”. En la entrada estaciona su auto Manuel. Desciende con algo en la mente, un paquete en sus manos y el tintineo imperceptible de balas en su chaqueta de gamuza. Lucia, siempre atenta, lo recibe de primera, saltándose todo protocolo de seguridad, cargando su inigualable condición de anfitriona y un paraguas. Luego de explicarle la situación, lo hace esperar en una habitación de alto techo, con las vigas de madera al descubierto, junto a las dos armas que utilizará el menor, en un sofá sueco de blanco terciopelado, de respaldo recto y abotonado. Manuel, a la espera, se dedica a contemplar las armas, deseando poner sus manos en ellas, siempre atento a los movimientos de la casa. El pequeño Augusto corre de un lado a otro en busca de distintos elementos para estimular el imaginario de su actividad, y siempre tiene a la siga al personal de la casa. El invitado mantiene una leve sonrisa, en caso de necesitarla, mientras siente la presión del aire enfriarse en toda la habitación. Juega secretamente con las balas de su bolsillo, cosa que siempre hace, por costumbre, cuando debe tomar decisiones. Pero esta vez pensaba ir un poco más allá, siendo una de esas situaciones en que la bala escogida se le pega, deseosa, a las yemas de sus dedos. Una sola, piensa. Una sola por si los tiempos corren a su favor. Una sola que logre cambiar el clima. Una sola. 

-¡Listo!, exclama Lucia al regresar, sin nadie que le responda. Se sorprende al ver que la visita ya no está. En su lugar, junto a las armas, hay un paquete con una nota encima: “Lamento molestar en tan tarde horario. Hoy, durante el día, olvidé hacer entrega de este obsequio y pensé en pasar personalmente ya que mañana no podré asistir. Son primeras ediciones de Gasset, pero no le diga a su marido para no arruinar la sorpresa. Y por favor discúlpeme usted por la molestia”. Lucia devuelve la nota a su lugar con enfado, pensando que todo había sido una falta de respeto hacia ella. También intuye que algo extraño pasa, sin embargo, su atención se pierde en un estruendo que avisa la primera descarga eléctrica de la noche. Cansada, se enfoca en tomar las armas y llevarlas a su hijo, que espera deseoso el inicio de la caza, pensando en que le disparará a todo lo que se mueva, confiando su valentía en sus armas. 

Ahora sí, con todos los detalles informados, a las dos con treinta minutos de la madrugada, el “cóndor” emprende vuelo. El pequeño se inserta en el bosque nativo sin saber que está siendo vigilado. Guarda su arma de reserva en un cinto pegado a su cadera, y mantiene la pistola alemana en la mano derecha, con firmeza y auxiliada por su otra mano, recordando las enseñanzas en el campo de tiro. Avanza con bravura, sin percatarse que por cada metro recorrido pierde la capacidad de escuchar los ruidos provenientes de la cabaña. Siendo un niño, y cegado por el deseo de demostrar su valentía, le es imposible saber que la noche no está para cazar. La lluvia puede mostrarse tímida, pero el temporal ya ha sido pronosticado. El bosque le oculta los troncos de cada árbol, y las ramas más bajas lo van rasmillando sin aviso. El “cóndor” no logra ver ni lo que pisan sus botas y ha ido perdiendo la adrenalina de un comienzo. Ni el vivísimo resplandor de los relámpagos es capaz de ir más allá del follaje de los árboles. Los truenos si se escuchan, junto a las pozas de agua que reciben sus pasos e insectos que se van despidiendo. Cada uno de los ruidos naturales va en aumento, es un efecto propio del bosque y de noches como esta, al mismo tiempo, de forma directamente proporcional, la ansiedad en el niño va creciendo. 

Augusto, el padre, espera en su posición la llegada de noticias. Con la interrupción de la visita sorpresa, lleva un buen rato esperando sin siquiera divisar señales, con frío y ganas de terminar lo más rápido posible. Por radio solicita reportes, pero intuye que nadie sabe el paradero real de su hijo al recibir respuestas imprecisas. Tratando de no gritar, para no revelar su existencia en el bosque, y extrañando inconscientemente la calidez de su gran biblioteca, pide una explicación detallada de los movimientos de su hijo, pero el terreno se encarga ahora de interrumpir las frecuencias radiales. Impaciente, el espíritu comienza a desplazarse a ciegas, hasta que es sorprendido por el fuerte impacto de un balazo a poca distancia. Salta nervioso, justo cuando los cielos desatan las ataduras de la lluvia torrencial. Augusto levanta su máscara para observar mejor sin conseguirlo, por lo que decide mantenerse en su lugar, atento a cualquier ruido.

El disparo salió del arma del niño por un descuido. Por suerte dio a parar directamente al suelo, sin embargo el miedo lo despertó de golpe tras el disparo, removiéndole toda fantasía de su cabeza, sobre todo cuando se percata de un movimiento a su costado. Ahora se siente rodeado, observado, como si todo cobrara vida dentro del bosque nativo. La lluvia le nubla la vista y el frío hiela sus manos. Sin poder evitar los temblores de piernas y brazos, levanta su arma proveniente de la segunda guerra mundial, apuntando por instinto, a la densa oscuridad. Y así se queda, como la estatua de un soldado a la espera de una señal, arrepentido de ingresar al bosque de los espíritus creyendo que podría dispararle a todo, incluyendo el bosque y sus manifestaciones.

Sin control alguno, el “cóndor”, suelta dos tiros nerviosos al aire, separados por un poderoso trueno, sin saber qué se oculta frente a él. Todos alrededor, las personas en la cabaña, el personal incluido en la misión y el mismo Augusto disfrazado de espíritu, se estremecen con cada uno de los disparos. También los animales liberados en la zona están nerviosos. Uno de los doce chanchos abandona su escondite por miedo a los disparos, revelando que eran sus ojos los que acechaban al pequeño cazador. La sorpresa embiste al niño, haciéndole soltar dos disparos más al aire y dejándolo en el suelo, hundido en el barro. Sin preocuparse del arma tirada, se levanta rápidamente y corre a toda velocidad por el que cree ser el camino correcto. Así da por finalizada su caza, escogiendo volver a la cabaña en busca de resguardo, desconociendo el resultado de su rito de hombría.

Hay un cuerpo caído en el bosque, boca arriba, con una bala incrustada entre ceja y ceja. La noche, y su propia vestimenta militar, lo ocultan de toda ayuda. Por fortuna la bala es de salva, aún así Augusto no da señales de vida y la lluvia martilla esa bala a la espera de una decisión. Con la llegada de fuertes vientos provenientes del extremo sur del país, el bosque se decide por abandonar su calma. Las copas frondosas desatan una remecida al despertar de improviso, se mueven luego de un largo sueño, por debajo del cuerpo y por sobre los párpados cerrados, modificando el paisaje a su antojo. Entonces el bosque entero comienza a Inhalar, cerrando el cielo ante cualquier intento de huida, manteniendo el aire atrapado, dando un alto a la lluvia. Desnudan las raíces el cuerpo inerte aceptando la ofrenda, lo bañan de savia salvaje y dejan que se seque en silencio. Sin otro movimiento, el bosque espera expectante la separación entre el espíritu y la carne, hasta que decide exhalar desde la tierra hacia los cielos, retomando la quietud que lo caracteriza.

La lluvia ingresa nuevamente, los truenos vuelven a ser oídos, la noche continúa sobre el reciente  cadáver, sin embargo, su espíritu ha sido abandonado a su suerte. Augusto, en espíritu, ha sido arrastrado por los vientos provenientes del sur hacía época ancestral. Recobra la conciencia de golpe, sin poder ver, encontrándose rodeado por la oscuridad, pero sintiéndose observado, perseguido. Está asustado, confundido. Logra recordar el ritual, pero nada sobre la salva que le acertó su hijo. Siente el suelo debajo de su peso, la hierba aplastada. Mueve las manos encontrando tierra que se le va metiendo entre las uñas. También es capaz de escuchar, pero solo capta insectos que nunca ha sabido reconocer. Desnudo, se palpa la piel, sintiendo irregularidades ásperas al tacto, como si fuera de corteza o estuviera bañado en alguna pintura ya seca. Intenta ignorar su condición y centrarse en buscar ayuda. Logra ponerse de pie, aún sin poder ver, creyéndose observado, cazado. Al primer paso que logra dar recibe dos impactos que lo atraviesan desde la espalda hacia su abdomen. Con ambas manos reconoce varas puntiagudas que solo pueden ser flechas, inamovibles y adheridas a su cuerpo. El dolor es imperecedero. Augusto siente que va ganando levedad, pero aún queda conciencia por hacerle olvidar. Cae sobre la tierra inconsciente y, de forma similar, vuelve a despertar, perdiendo casi todos los detalles de su último día, recordando únicamente el sistema frontal.   

Nacido el año 1992, ha publicado algunos de sus textos en revistas digitales, tales como Antorcha Magacín y Revista Cardumen

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