Fotografía de Luis Javier Maguiña (@luis.javier.dark)

17 de diciembre 2020

4 años, 4 meses, 4 presidentes: 4 apuntes sobre las movilizaciones en el Perú

por Lucero de Vivanco

Dicen los diccionarios de símbolos que el número cuatro representa una «totalidad mínima», un pequeño universo hecho de cuatro puntos cardinales, cuatro elementos, cuatro estaciones, cuatro edades de la vida. El cuatro le da al cuadrado su naturaleza existencial: cuatro lados y cuatro esquinas configuran su espacialidad severa, estática, limitada; una figura que ordena y pone fronteras al mundo; lo fija y lo determina. Desde este punto de vista, es útil pensar en la coincidencia del número cuatro y los acontecimientos recientes vividos en el Perú, pues nos permiten indagar en dichos acontecimientos no solo en sí mismos (su cuadratura), sino en tanto un pequeño microcosmos ejemplar, en el que los sucesos recientes se conectan con asuntos del pasado y traspasan, en este sentido, las barreras temporales que los enmarcan.

La trama lineal de la historia reciente comienza con Pedro Pablo Kuczynski, quien asume la presidencia en julio de 2016, hasta su renuncia en marzo de 2018, pocos días antes de empezar a ser investigado dentro del caso Odebrecht Perú. Lo sigue Martín Vizcarra, que logra estar en el puesto hasta el 9 de noviembre de 2020, fecha en la que fue vacado por un Congreso famélico de poder, por presunto caso de corrupción en un cargo político anterior. Durante su interinato, Vizcarra disuelve constitucionalmente el Congreso (de mayoría fujimorista) el 30 de septiembre de 2019. En enero de 2020, se elige uno nuevo para que complete el periodo constitucional del Congreso disuelto (mandato corto), el que asume el 16 de marzo de 2020. Desde el Congreso, Manuel Merino usurpa la presidencia al día siguiente de la vacancia de Vizcarra, para ser destituido por una ciudadanía plena de hartazgo solo cinco días después. El 16 de noviembre se vota en el Congreso una lista supuestamente “de consenso”, votación cuya única lista pierde, perdiéndose también la oportunidad de tener a la primera presidenta mujer, Rocío Silva-Santisteban, feminista, de izquierda y activista de derechos humanos. Finalmente (¿finalmente?), el 17 de noviembre asume Francisco Sagasti, quien tiene la no fácil tarea de mantenerse a la cabeza del gobierno hasta julio del 2021, cuando un nuevo ciclo se inicie tras elecciones generales en el mes de abril. Al mirar hacia atrás, el Perú contará en el relato de su historia que en el transcurso de cuatro años y cuatro meses, cuatro presidentes distintos se sucedieron en el antiguo sillón de Pizarro.

Consigno aquí, entonces, cuatro apuntes sobre las movilizaciones sociales que tuvieron lugar entre la vacancia de Vizcarra y la asunción de Sagasti. Me motiva la idea de rastrear algunas de las construcciones simbólicas y discursivas de esta «totalidad mínima», tomando en consideración carteles, imágenes gráficas y fotográficas de las protestas, las que se hicieron presente tanto en calles y plazas, como en ese otro espacio de disputa política constituido por las redes sociales. Parto de la base de que los debates en torno a conflictos sociales no se contienen dentro de sí mismos sino que demandan necesariamente su retorno al pasado y su memoria. Siguiendo esta idea, pienso que este pequeño microcosmos de tiempo condensado ofrece una posibilidad para observar la eventual reiteración o superación de algunas prácticas o discursos vinculados a la violencia política en el Perú y de hacer, por lo tanto, el respectivo ejercicio de memoria. Y al hablar de violencia política, es imposible no tener como contexto de referencia el conflicto armado interno que enfrentó al Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso (SL) con el Estado peruano entre 1980 y 2000, pero también otras violencias estructurales de más larga data.

Sustento esta línea argumentativa en una de las cuestiones más comentadas en medios de prensa y que estableció la conexión entre el presente y el pasado: la magnitud que alcanzaron las protestas de noviembre no se había visto en el Perú desde el año 2000 (año en el que finaliza el conflicto armado interno, según lo establecido por la Comisión de la Verdad y Reconciliación, CVR). Especialmente se ha comparado la “Marcha de los Cuatro Suyos” (julio 2000) con las movilizaciones del jueves 12 y sábado 14 de noviembre de 2020. En aquella, salieron a las calles de Lima miles de peruanas y peruanos a protestar contra la ilegitimidad del régimen de Alberto Fujimori y su fraudulenta reelección presidencial, lo que contribuyó al inicio del fin de su gobierno corrupto y autoritario. En estas últimas, el Perú también se manifestó de manera masiva contra la corrupción y al autoritarismo, esta vez descentralizadamente y en todos sus territorios; y, como entonces, hubo una represión policial desproporcionada, arrojando un saldo trágico de dos jóvenes asesinados con municiones, Inti Sotelo y Jack Pintado, además de más de doscientos heridos por perdigones y lacrimógenas.

1. INDIGNACIÓN HISTÓRICA

¿Pero solo se protestó contra la corrupción y el autoritarismo con el que Merino y sus aliados de cartel se las arreglaron para apropiarse del poder? No. Cuando la ciudadanía sale a protestar a las calles, deja en claro que su indignación va más allá del hecho concreto. Un letrero portado en las calles y rápidamente viralizado carga con un mensaje que así lo evidencia: “Si crees que es por Vizcarra, no entendiste ni mierda”. Dicho sea de paso, siempre hay en el Perú, tras el gatillo específico, razones estructurales y de largo plazo para protestar. Por lo tanto, no se trata solo del golpe de Merino. Tampoco se trata solo de intereses económicos canalizados por las distintas alianzas al interior del Congreso, que buscan controlar o derogar leyes de modo de proteger sus capitales —como ha señalado Alberto Vergara— o zafar de las investigaciones judiciales levantadas en su contra. Ni solo de los intereses ideológicos de algunas bancadas que, urgidas por convencer de los peligros de la “ideología de género”, procuran trabar políticas de inclusión.

Es necesario ir más atrás. Carmen Ilizarbe apunta a la constitución de 1993 y al modelo económico neoliberal, impuestos ambos durante el régimen de Fujimori y vigentes hoy en día. Está “intacta —señala Ilizarbe— la tecnocracia que impuso las reformas económicas y legales que han consolidado la privatización del Estado […], intacto el sistema electoral y el colapsado sistema de partidos que ha dado fruto a un mercado libre de emprendimientos electorales, e intactas las redes mafiosas enquistadas en diversas instituciones estatales”.

Y más atrás aún. Las dos imágenes que presento aquí nos sugieren pensar en la naturaleza histórica de la indignación, en una “falla” de más largo plazo. Por un lado, “Perú 2020. Kongreso basura” (@neocronicas), explicita el desprecio al Congreso, materializado en el arrebato de un ciudadano que golpea a un congresista. Pero este dibujo recoge la tradición gráfica del cronista Guamán Poma de Ayala, que en su Nueva Coronica y Buen Gobierno (1615), denunciaba al rey de España la explotación y los abusos que se estaban cometiendo contra el pueblo indígena. Desde la perspectiva del presente, podemos afirmar que esa crónica fue una instancia de delación contra el genocidio y la barbarie de la colonización. Por lo tanto, su gráfica nos pide también observar las formas contemporáneas de la crueldad y los nuevos agentes del atropello económico y social. Y mirar, asimismo, el modo en que el ejercicio del poder, más de cuatrocientos años después, ha perpetuado en el tiempo sus vicios originales, trivializando con ello la mismísima independencia nacional y su real impacto, por ejemplo, en la inequidad.

Por otro lado, a pocos meses de que se celebre el bicentenario de la independencia del Perú, y habiéndose desplegado oficialmente un “Proyecto especial” para su conmemoración, hay que tomar en serio lo que allí se propone: “tenemos la posibilidad de volver a pensar, hacer y celebrar nuestro país”. La imagen gráfica del artista Álvaro Portales, creada luego de que las manifestaciones pusieran en escena a la “generación bicentenario”, articula tres momentos históricos para dicho ejercicio reflexivo: el momento presente de las movilizaciones, el pasado de rebelión indígena y, por supuesto, los 200 años de república independiente. La composición nos muestra a un Túpac Amaru II, elevado respecto de la palabra bicentenario, defendiéndose de lacrimógenas y perdigones disparados por las fuerzas policiales hace unos días. La escena nos propone la continuidad histórica entre la rebelión contra el poder imperial (1781) y la movilización contra el poder político actual, banalizando nuevamente el hito de la independencia. De hecho, el logotipo del bicentenario (llamado “El Perú se mueve”, una ironía para esta lectura), está en un segundo plano, relegado y expectante. Con esta imagen, quedamos nuevamente invitados a comprender el presente desde el tiempo largo de la historia. De hecho, la juventud que salió a las calles a protestar, al ser evocada como la “generación bicentenario”, se convierte en la heredera de los resultados de este periodo histórico. Elvia Barrios, presidenta del Poder Judicial (primera mujer en este cargo), reconoce —un tanto escandalizada— la necesidad de rendir cuentas a esa juventud “¡por lo que hemos hecho con este país durante estos últimos 200 años!”.

2. PROTESTA Y TERRUQUEO

El poema de César Vallejo, Los nueve monstruos, había sido recordado con frecuencia durante los peores momentos de la pandemia en el Perú, para mostrar la profundidad del dolor que, esta vez, de manera excepcional, tocaba a todos los peruanos y peruanas. “Jamás, señor ministro de salud, fue la salud más mortal”, escribía Vallejo hace más de 80 años, como si adivinara lo que se iría a vivir en el invierno de 2020. Pero en las movilizaciones fue otro verso del mismo poema el que circuló, como una arenga épica: “Hay, hermanos, muchísimo que hacer”.

El punto que quiero proponer, no obstante, no es la presencia del —ineludible— poeta peruano en el llamado a tomar las calles, sino el terruqueo que se desplegó para desprestigiar las marchas, a pesar de su masividad y el compromiso humano demostrado en ellas. Es lo que muestra la imagen gráfica de Gabriel Alayza: tras el verso convocante, la congresista de Fuerza Popular, Marta Chávez, terruquea. En otros países, Chile por ejemplo, la protesta social se criminaliza en un intento por invalidar sus demandas y denuncias. En Perú se terruquea. Terruqueo igual terruco, terruco igual terrorista. No sorprende, por lo tanto, que tras la primera noche de protestas, el propio Ministro de Educación nombrado por Merino, Fernando D’Alessio, dijera que era el MOVADEF, brazo político de Sendero Luminoso, quien estaba tras las convocatorias en las calles. “El terruqueo no es pues inocente —comenta José Carlos Agüero, premio nacional de literatura—. Es un arma simbólica de control, se usa impunemente y funciona. Expulsa al denigrado del espacio legítimo de discusión. Y nos advierte que nadie bajo esa sospecha podrá ser un igual”.

Más allá del uso político del término, plantearse la legítima protesta con los significantes del conflicto armado interno constituye un acto al menos irresponsable si no despreciable, pues busca sembrar terror e inseguridad abusando de los miedos del pasado. Es el síntoma, además, de que este trágico periodo de la historia peruana está insuficientemente tratado o le falta algún nivel de elaboración. Parece propio de un país que, contrariamente a lo que propone el logo del bicentenario, “no se ha movido”. Pues el terruqueo alude a la historia de manera simplificada y estereotipada, y a pocos meses de celebrar doscientos años de república independiente y tras veinte años de finalizado el conflicto armado interno, ya se debiera haber consensuado —como sociedad, como ciudadanos— una comprensión más compleja de la historia, sin los negacionismos ni maniqueismos que se esconden tras ese término.

3. VIDAS DIGNAS DE SER LLORADAS

Sin embargo, no todo se ha mantenido igual. Cuando en el año 2000 la CVR dio a conocer su Informe final sobre el conflicto armado interno, la cifra total de desaparecidos o muertos que se dio a conocer (cerca de 70 mil) duplicaba o casi triplicaba la cifra que hasta entonces había sido estimada y contabilizada por diversas instituciones públicas y de la sociedad civil (entre 23 y 35 mil). Con este desajuste en las cifras quedó en evidencia la exclusión radical de la sociedad peruana, pues miles y miles de peruanas y peruanos habían sido víctimas sin que la población restante se diera por enterada. Fueron vidas que no calificaron como “vidas que importan”, razón por la cual sus muertes tampoco importaron. No fueron “pérdidas llorables”, diría Judith Butler.

Veinte años después las cosas han cambiado. Porque si algo se verificó durante los días de las movilizaciones fue el rechazo transversal ante la acción policial y el uso de la fuerza desproporcionada. La repulsa por el asesinato de Inti Sotelo y Jack Pintado y el duelo correspondiente fueron compartidos masivamente, contrastando con la indiferencia —“lejanía emocional”, decía Carlos Iván Degregori— que se tuvo frente a las víctimas del conflicto armado interno. Así, circularon en las redes sociales mapas del Perú enteramente pintados de negro, con la leyenda “El Perú está de duelo”; o mapas blancos con listón de luto sobre fondos negros, para denotar el dolor generalizado y compartido. Hashtags como #ReparacionesAhora y #CongresoReparaYa fueron tendencia en redes sociales. Se formaron altares en las calles en señal de duelo y se pintaron murales conmemorativos. No hubo medias tintas al respecto, ni siquiera en la oficialidad. Al jurar como presidente, Francisco Sagasti dedica sus primeras palabras para recordar a las víctimas fatales (cuyos familiares estaban presentes en el Congreso) y a los heridos, pide perdón a nombre del Estado y compromete ayuda y reparación. Lo mismo hace desde su escaño la presidenta del Congreso, Mirtha Vásquez, quien solicita que se consideren recursos dentro del presupuesto de la nación del 2021 para las víctimas y heridos de las manifestaciones.

Todos estos gestos son importantes. No solo porque validan indirectamente la relevancia de construir colectivamente la memoria, de su aceptación transversal y masiva, sino porque suponen un giro en la forma en la que se han entendido y tratado a las víctimas de violaciones a los Derechos Humanos en el Perú: antes, no contadas; hoy, pérdidas significantes, vidas dignas de ser lloradas. No obstante, es necesario hacer seguimiento y mantener la alerta, para que la deuda ética y política frente a las víctimas no se abandone con el pasar del tiempo.

4. LA MEMORIA SIEMPRE ES PUGNA

La humanidad nos asombra alternadamente con su filantropía pero también con su barbarie. Y así como las movilizaciones nos han regalado muestras de altruismo, empatía y compromiso, también nos han recordado que siguen existiendo grupos e intereses políticos en los que impera el autoritarismo, el narcisismo personalista y la negación. Los hechos así lo demostraron, cuando uno de los murales construidos en conmemoración de Inti Sotelo y Jack Pintado fue vandalizado tan solo horas después de su elaboración. En el Perú ya existe experiencia previa en esta materia: el memorial El ojo que llora, que recuerda a las víctimas del conflicto armado interno, ha sido atacado varias veces desde su creación en 2005, siempre con pintura naranja, color símbolo del partido fujimorista Fuerza Popular; una presencia esperpéntica y permanente tras las bambalinas de este tipo de actuaciones.

Una se aflige y enrabia por este sinsentido, pero sabe que las cosas son así. Las de Elizabeth Jelin y muchas otras reflexiones sobre la memoria nos recuerdan que este es un espacio de disputa, lucha, conflicto. En torno a la memoria los relatos pujan por visibilidad, reconocimiento y, eventualmente, por su institucionalización; mientras que, desde la otra trinchera, se esfuerzan por silenciarlos, desacreditarlos o directamente prohibirlos. ¿Será que tendrá que ser siempre así?

* * *

Los cuatro ángulos desde los que he mirado los acontecimientos recientes en el Perú, considerados como una «totalidad mínima» y ejemplar, han puesto a prueba la configuración estática que propone el simbolismo del número cuatro, en algunos casos para corroborarla, en otros para refutarla. Pues, tras las jornadas de movilizaciones y la —frágil— restauración del mando, este microcosmos nos muestra que existen muchísimos desafíos pendientes, de distinta índole y edad. Unos se generaron en las plazas públicas en este contexto, otros entroncan con la historia larga del Perú. Tal vez, uno de los principales sea el de encontrar la forma de canalizar democráticamente la convicción que se tomó las calles el 2020: la necesidad de reescribir el pacto social por medio de una nueva constitución y de terminar con la corrupción. Pero, también, entre los desafíos más antiguos —históricos incluso—, reactivados y actualizados en este contexto, están los que persisten respecto de la violencia estructural, la justicia, los derechos humanos, la memoria, la reparación y las garantías de no repetición.

Académica de la Universidad Alberto Hurtado. Doctora en Literatura de la Universidad de Chile y Licenciada en Filología Hispánica de la Universidad Complutense de Madrid. Sus áreas de investigación comprenden: Narrativa peruana y Relaciones entre memoria, historia y representación, desde la teoría de los imaginarios sociales, la subjetividad y el trauma.

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