Foto: Nicolás Slachevsky

13 de marzo 2023

C. «No vive ya nadie…»

por Jorge Guzmán

Entre los que la viuda de Vallejo tituló Poemas en prosa[1] se encuentra un texto enigmático. No tiene título y se lo cita por sus primeras palabras, «No vive ya nadie…» A la primera lectura, no contiene el componente cuatro de manera manifiesta. Sin embargo, tiene tal cantidad de paralelos con «Hojas de ébano» que parece del caso incluirlo a continuación de aquél, y veremos que la propia matriz del poema puede representarse con la palabra «tahuashar», que sí contiene el elemento cuatro.

Consta el poema de tres párrafos cuya característica es una creciente incomprensibilidad. El primero se entiende perfectamente, es decir, no conculca ni la lógica ni las nociones pragmáticas con que nos movemos por el mundo cotidiano. El segundo ya provoca algunos sobresaltos, pero todavía no son graves. Con un poco de buena voluntad, se los puede reducir a sentidos familiares. Pero el tercero le impone al lector exigencias desmesuradas: es un agregado de disparates lógicos y experienciales. Además, establece tales vínculos con los dos primeros, que ya no se puede tener confianza en la lectura que se había hecho de aquellos y hay que volver a empezar. Sin embargo, como suele suceder en los poemas de Vallejo, es perfectamente posible comprender lo que quieren decir las frases que componen ese imposible tercer párrafo. Cualquiera las entiende, pero una vez entendidas, su sentido resulta aberrante, por sus implicaciones o por contradecir abiertamente la experiencia común o, finalmente, por constituir dislates lógicos. El poema completo reza:

–No vive ya nadie en la casa –me dices–; todos se han ido. La sala, el dormitorio, el patio, yacen despoblados. Nadie ya queda, pues que todos han partido.

Y yo te digo: Cuando alguien se va, alguien queda. El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado. Las casas nuevas están más muertas que las viejas, porque sus muros son de piedra o de acero, pero no de hombres. Una casa viene al mundo, no cuando la acaban de edificar, sino cuando empiezan a habitarla. Una casa vive únicamente de hombres, como una tumba. De aquí esa irresistible semejanza que hay entre una casa y una tumba. Solo que la casa se nutre de la vida del hombre, mientras que la tumba se nutre de la muerte del hombre. Por eso es que la primera está de pie, mientras que la segunda está tendida.

Todos han partido de la casa, en realidad, pero todos se han quedado en verdad. Y no es el recuerdo de ellos lo que queda, sino ellos mismos. Y no es tampoco que ellos queden en la casa, sino que continúan por la casa. Las funciones y los actos se van de la casa en tren o en avión o a caballo, a pie o arrastrándose. Lo que continúa en la casa es el órgano, el agente en gerundio y en círculo. Los pasos se han ido, los besos, los perdones, los crímenes. Lo que continúa en la casa es el pie, los labios, los ojos, el corazón. Las negaciones y las afirmaciones, el bien y el mal, se han dispersado. Lo que continúa en la casa es el sujeto del acto.

El primer párrafo parece iniciar un texto para el cual «mudanza» o «cambio de casa» sirvieran de código. El hablante cita el discurso de alguien que habló del estado en que dejan una casa los habitantes que la abandonan. Lo indudable de las afirmaciones de ese alguien es simplemente perogrullesco. Si todos se han ido de ese hogar, la implicación indudable es que ahora está «despoblado». Y si «nadie ya queda», es porque «todos han partido». Una pequeña incomprensibilidad, empero, hace menos tersa la lectura de lo que se esperaría en esas frases perogrullescas. El predicado «despoblados» tiene mucha mayor extensión de lo que en rigor admite el contexto en que se encuentra. «Despoblado» deriva de «pueblo» y en consecuencia es predicado que se asocia a «ciudad», o «país» o «región», pero queda muy forzado al referirlo a «casa». Es muy rara esta «casa» cuyos «sala», «dormitorio», «patio», «yacen despoblados». También es muy raro, por cierto, que esos sectores de la habitación «yazgan», predicado propio de «hombres», no de «casas». En suma, se han operado violencias sobre las usuales cadenas sintagmáticas que unen sustantivos con verbos y con adjetivos. Estas violencias atribuyen a «casa» predicados propios de «ciudad», «país» o «región», y al mismo tiempo, predicados propios de «habitante».

Lo que el hablante arguye en el segundo párrafo, en cambio, ya no es comprensible de suyo. «Cuando alguien se va, alguien queda», necesita aclaración. Y las dos oraciones que la siguen parecen darla («El punto por donde pasó un hombre, ya no está solo. Únicamente está solo, de soledad humana, el lugar por donde ningún hombre ha pasado»). El lector piensa que el texto atribuye una suerte de magia a la presencia humana. Todos hemos oído cosas semejantes: el hombre deja huella de sí mismo en cualquier lugar donde ha estado, y hasta se oye decir de algunos maravillosos a quienes se llama «síquicos», y que al entrar en una habitación vacía son capaces de percibir esas huellas en detalle. El resto del párrafo no desmiente esa posibilidad de lectura, pero reintroduce la misma extrañeza del primero. Se le aplican a «casa», predicados que habitualmente no le convienen. Se dice que las nuevas «están más muertas» que las viejas. Que las casas «vienen al mundo». Que «viven». Hay otra vez
en eso un manifiesto procedimiento metonímico: lo que habría de predicarse de los habitantes se dice de las habitaciones.

El texto progresa atrayendo un término inesperado. Se comparan «casas» con «tumbas». La ocurrencia sorprende, proporciona un deleite poético, de esos aperplejantes que incitan a buscar explicaciones. ¿Qué hace en este punto la comparación? Solo una cosa es indudable: las palabras «casa» y «tumba» se asocian expresamente a la oposición «vida»/«muerte». Y dentro de ella, el asombro se desliza hasta cubrir otra oposición casi irritante por lo trivial: parece una insolencia poética ese enfrentar «de pie» (correspondiente a «vida» y «casa») a «tendida» (correspondiente a «muerte» y «tumba»).

Y luego de esa comparación se llega al tercer párrafo, el de las dificultades verdaderamente impeditivas. La frase con que se inicia («Todos han partido de la casa en realidad, pero todos se han quedado en verdad») parece proponer una nueva oposición: «realidad»/«verdad»,[2] pero lo cierto es que tal oposición se disuelve en conjeturas más o menos antojadizas en cuanto se intenta determinarle un código que la llene de algún sentido referencial semejante al que producen los textos habituales en que entran esos dos términos. Si nos mantenemos en el uso fraseológico, en cambio, obtenemos un significado formal aceptable en código poético, aunque lógicamente intolerable: realmente todos han partido, pero verdaderamente todos se han quedado. Si aceptamos los significados normales para las palabras «partir» y «quedarse», estaremos predicando dos nociones contradictorias del mismo sujeto, lo cual requiere de alguna comprensión poética, es decir, semiótica, para entrar cabalmente en la lectura.

La segunda frase confirma lo anterior, porque reitera desvergonzadamente la misma contradicción, agregándole algo nuevo. Ahora queda claro que la primera comprensión de los inicios del poema era inválida. No se trata de fenómenos mentales («recuerdo») para nada; «lo que queda» en la casa son ¡«ellos mismos»! Tampoco se trata de una presencia estática, un permanecer en vibraciones o magias; ellos «continúan por la casa», en plena presencia activa.

Las frases siguientes permiten, finalmente, una lectura. Construyen una lista de lo que se va de la casa y otra de lo que se queda. De cuanto se queda, lo nuclear está en la última frase: «Lo que continúa en la casa es el sujeto del acto». Si el «sujeto del acto» está presente, no puede extrañar que también permanezcan sus órganos: «pie», «labios», «ojos», «corazón». Además, este agente no está inmóvil (lo cual insiste en lo que ya decía la frase anterior: «continúan por la casa»), sin embargo, la acción de este «sujeto» que también es «agente» tiene una característica perturbadora, y es que no progresa, sino que ocurre «en gerundio y en círculo». Es decir, le conviene la forma verbal de gerundio, que en castellano dice una acción detenida en un presente sin origen ni finalidad. Este mismo significado lo repite la frase «en círculo», que dice el movimiento condenado a repasar sin término los mismos puntos de un recorrido que por ello carece de pasado y de futuro[3] o, mejor dicho, su pasado es su mismo futuro, interminablemente. Una acción «en gerundio y en círculo» es una seudoacción, y la frase dice, en suma, «no progreso» o también «inmovilidad» o aun «no historia».

La lista de lo que se ha ido se articula con la otra de modo muy inquietante. Se ha practicado una disociación entre palabras que el código cotidiano vincula indisolublemente. El resultado es una violencia a los hábitos semánticos del lector. Resulta que se han sometido a una disyunción inaceptable las palabras «órgano» y «función»: está «el pie», pero se han ido «los pasos»; están «los labios», pero no «los besos». Está «el corazón», como metonimia de afectividad, pero se han ido sus efectos, «los perdones» (que se dicen con «los labios» y se otorgan cuando se tiene «buen corazón») y «los crímenes». Estos «crímenes» de alguna manera tienen que ver con «corazón», pero al mismo tiempo sirven de vínculo; relacionan la serie de disyunciones entre órgano y función con una serie nueva. En efecto, «crímenes» son acciones relativas a los códigos más visibles entre los que dominan y organizan las comunidades humanas. Si se han ido los «crímenes», por presuposición también se han marchado con ellos sus orígenes: el código moral y el código legal.

En otras palabras, al decir que los «crímenes» se han ido, se implica la ausencia de los sentidos que la ley y la moral dan a las sociedades humanas. Y la penúltima frase consigna expresamente estas ausencias al decir que «el bien y el mal se han dispersado». Pero agrega una carencia nueva: también se han dispersado «las negaciones y las afirmaciones». Esta frase merece atención. La ausencia de esos dos componentes de los códigos humanos es casi imposible de concebir. En efecto, la presuposición mayor de la frase «sujeto», es «lenguaje». Hay una contradicción monstruosa entre la palabra «sujeto» y la afirmación de que carece de «negaciones» y «afirmaciones». O, lo que es lo mismo, es impensable un sujeto humano que no pueda afirmar ni negar. Quizá por eso el texto no dice que se hayan ido, sino solo que «se han dispersado». Como sea, en esa «casa» donde el «sujeto del acto» permanece, le faltan componentes fundamentales de la condición humana tal como la concebimos hoy.

En verdad, la situación de estos «ellos mismos», de estos «sujetos» que siguen «por la casa» «en gerundio y en círculo» es horripilante. El texto construye un «sujeto» mediante palabras que designan órganos corporales y que tienen sistemas descriptivos[4] de extraordinaria riqueza. «Pie», «labios», «ojos», «corazón», llenan casi las posibilidades humanas por sus implicaciones, por los usos metafóricos que les han dado los siglos, por su vinculación con los sentidos más esenciales de la vida humana. «Pie» tiene que ver con la libertad de movimiento, con la vida considerada como un «camino», con los proyectos de los hombres. «Labios», con el amor y con ¡el lenguaje! «Ojos», con el conjunto de las metáforas del saber humano que pueden remontarse hasta el mito platónico de la caverna y andan todavía enredadas con la modernidad y con «el Siglo de las Luces», con la «claridad» de los conceptos y la «transparencia» de las intenciones o los procedimientos. «Corazón» es sede del amor y la generosidad todavía hoy, y antes lo fue del coraje, del recuerdo, de la cordialidad, del concordar o desacordar con otros humanos. Es escalofriante entonces lo que le ocurre al sujeto que se ha quedado en la casa. Tiene los órganos que le permitirían todas las acciones correspondientes a estos riquísimos predicados, pero para él, esos órganos carecen de función, son un puro tormento. Cuando más, algo así como la conciencia de una mutilación. Desde aquí, ya no sorprende la comparación de la «casa» con «sepultura». Su habitante actual es un vivo-muerto.

La riqueza que el pensamiento, la lengua y la historia le han dado a los nombres de estos órganos, no se ha quedado con el que permaneció en la casa. Lo ha abandonado. Se ha ido junto con la materia misma de la historia humana, con «el bien y el mal», con «las afirmaciones y las negaciones». La condición de este desertado es casi inconcebiblemente espantosa. Tiene todo lo que haría falta para vivir una vida propiamente tal, pero no puede vivirla. Por lo atroz, apenas podemos imaginar su concreta situación y su tormento. Pero todavía falta saber quién es este monstruoso desdichado, este mutilado de lo más humano de la humanidad: la historia como sentido y como posibilidad de las acciones del hombre.

En el mismo artículo que recordamos más arriba, Guillermo Sucre relacionó este poema con el hogar serrano de Vallejo y extendió su significación hasta declararlo de validez universal,[5] lo cual puede ser cierto en general como también lo es o se ha dicho que lo es, de muchos otros poemas. Para cualquier lector que tenga familiaridad con la poesía de César Vallejo, lo normal es entender que esa «casa» donde «no vive ya nadie» es el mismo hogar serrano que aparece tan fuertemente marcado por el amor y la dicha en otros de sus textos. Quisiera proponer aquí una lectura diferente para «casa», relativa a la habitual, pero más extendida.

Pensando en NC y en HE, podemos ya decir que no es uno solo el «hogar» en los textos de Vallejo. Hay por lo menos dos. Uno es el hogar infantil del hablante de varios poemas. Otro es el Imperio Inca, el lugar histórico (perdido) del indio peruano, el Tahuantinsuyo, desde donde, hoy, pueden «tahuashar» los no blancos.

Sin duda que el más visible, el que ocupa mayor espacio textual expreso en los poemarios, es la casa en que transcurrió la infancia del hablante de todo un grupo de poemas. Es el mismo hogar que los lectores de Vallejo recuerdan adornado por el amor y la alegría de la «madre». El mismo donde ella repartía «bizcochos», alimentos como caricias, que el hablante recordará para siempre al enfrentar el mundo exterior, el que rodea a ese hogar risueño, alimenticio, apacible, colmado de amor y de muestras de amor. En el otro, en el mundo exterior, reina en cambio la violencia, el hambre de alimento y de cariño, la incomprensión, la soledad, el dolor y la muerte. Es digno de notarse muy destacadamente que en el presente de la enunciación, en el tiempo que el hablante habita mientras habla, ya no está en ese hogar, sino afuera, lejos, en el reino del dolor. La madre alimento, la madre comprensión, la madre risa, la madre amor es una ausencia que se ama, duele y da nostalgia en la poesía de Vallejo («Sí, señor, murió en la aldea; aún la veo, envueltita en su reboso…»). El hablante es alguien que evoca el hogar perdido ya en Los heraldos negros (LHN), es decir, en poemas escritos antes de que doña María de los Santos Mendoza sumiera al hijo con su muerte en un abismo de pena negra. Lo cual merece atención. ¿Por qué será el hogar siempre una ausencia amada en los textos de Vallejo? Nuestra proposición es que hay en ellos dos «hogares». Mejor dicho, que la palabra «hogar» se bifurca en dos ramas relativas a un solo tronco, y que en ambas le conviene el predicado perdido para siempre y también no blanco.

De la otra ramificación de «hogar», no me parecía haber más que una sola muestra en toda la producción de César Vallejo, la que se encuentra en «Hojas de ébano». Allí la frase «regreso imposible al hogar personal» aparecía transformada por la semiosis en «regreso imposible al Tahuantinsuyo». Para coronar la lectura, propongo que este es un auténtico poema en prosa en el sentido que le da Riffaterre al concepto.[6] Si ello vale, hay aquí una doble derivación, generada por una sola matriz. Es difícil imaginar ninguna matriz para este poema que no sea tahuashar. Tal como en «Hojas de ébano», el «caserón» al que es imposible volver era el Imperio Inca, el Tahuantinsuyo, aquí, mediante una inversión, tenemos una «casa de la que es imposible salir». La imposibilidad es, ciertamente, física. El actual «sujeto del acto» ha permanecido en la «casa», pese a que se han ido de allí todos los componentes en que consistió la vida en ese mismo territorio, cuando aún esas significaciones y esos actos tenían el sentido que les confería la existencia plena del Imperio Quechua: sus dioses, sus leyes, sus jerarquías, sus costumbres. «Los pasos se han ido, los besos, los perdones, los crímenes… Las negaciones y las afirmaciones, el bien y el mal, se han dispersado». Para nuestra lectura, la presuposición mayor de «acto» es sentido. Desaparecido el conjunto de la cultura quechua, no hay propiamente pasos, besos, perdones, crímenes. Y el eje central de esa cultura, su sistema de preferencias («negaciones y afirmaciones») y su sistema moral, su saber de lo bueno y de lo malo («el bien y el mal») «se han dispersado». ¿Qué mejor frase para decir la limitada vigencia de lo que queda de los dioses antiguos, las antiguas costumbres, los viejos respetos y abominaciones, en esta «casa» dominada por otra cultura, adversa?

Pero el texto de ambos estados de la «casa» aparece a la lectura. Al que está presente directamente lo podemos entender como regido por el verbo «tahuashar», híbrido de quechua y castellano, sin sol, frío, humillado. Al que se genera solamente en la lectura, el puramente indio, solar, con órganos y funciones en su relación normal, con hombres cabalmente vivos, con historia, con leyes y moral y valores, se lo puede llamar Tahuantinsuyo.

Visto lo aducido hasta aquí, es muy sugerente el hecho de que en los dos poemas, en HE y en «No vive ya nadie…», aparezcan juntos términos hogareños y funerales. Pensando en los vv. 35–37 de «Hojas de ébano», se impone la conclusión de que «No vive ya nadie» es simplemente la inversión de HE. En éste, la abuela y la madre indias habían muerto, existía violencia implicada y expresa, y ello permitía que en el texto la casa del hablante, su hogar, el Tahuantinsuyo, fuera una «abierta sepultura», donde se celebran «perpetuos funerales» en un ruido interminable de combate. Lo cual implica que sus habitantes son vivos muertos. La irracionalidad de estas imágenes es el paralelo inverso de la otra, la de «No vive ya nadie». En éste, el absurdo consiste en que la casa (expresamente comparada a una sepultura) está habitada por «el sujeto del acto», que conserva sus órganos corporales, pero se ha quedado sin las acciones que sus nombres presuponen o solicitan como predicados. Es decir, el habitante de esta casa desertada por el sentido histórico es también un muerto viviente.

Tienta proponer otra representación lingüística posible para la matriz de «No vive ya nadie…». Quizá pueda servir también esa frase con que el Licenciado Matienzo resumió su visión de los indios en su Gobierno del Pirú: «Para ellos no hay mañana». Creo que es el juicio más doloroso que nunca se haya escrito para describir a una nación abrumada por su historia. Terrible la otredad en ese «ellos», tremenda la desolación en su existir sin «mañana». «Ellos» están, en la frase de Matienzo, como el habitante de la «casa» de Vallejo. Se les han ido «el bien y el mal», «las afirmaciones y las negaciones» que un día tuvieron, y están condenados a vivir fuera del tiempo histórico donde alguna vez usaron «pie», «ojos», «labios», «corazón». Sus acciones no son de hombres, porque no tienen «mañana», que es la esencia de toda acción humana, sino que ocurren «en gerundio y en círculo».


[1] En la primera edición de los poemas póstumos. González Vigil, como dijimos, en su edición crítica sigue titulándolos así. Larrea, en la suya, había objetado la designación de George y de Vallejo con el argumento atendible de que incluía textos en verso. González Vigil evita el escollo titulando la sección correspondiente Poemas en prosa y ámbito de Contra el secreto profesional. Lo sustancial del análisis que presentamos aquí había sido publicado previamente bajo el título «César Vallejo: ‘No vive ya nadie…’», en Jorge Cornejo Polar y Carlos López de Gregori, eds., Vallejo, su tiempo y su obra. Actas del Coloquio Internacional (25-28 de agosto, 1992). Lima: Universidad de Lima, 1994, Tomo I, pp. 211-219. Por error, este artículo no aparece en el índice.

[2] Esta oposición atrajo la atención de Guillermo Sucre («Vallejo: inocencia y utopía», en La máscara, la transparencia. México: FCE, 1985 (la. ed., 1975), pp. 113-139, p. 127), que comenta todo el poema relacionándolo con ella: «Así, el tiempo discurre en realidad, pero el ser permanece en verdad: esta permanencia está presidida por el hogar, que simultáneamente, encarna el amparo y lo sagrado. La memoria, pues, no funda el ser, lo revela y lo consagra (…) y el orden del hogar no solo es personal, sino también universal».

[3] Vale recordar aquí que la narrativa latinoamericana de las últimas décadas está llena de estas circularidades. Baste recordar El recurso del método de Carpentier o El otoño del patriarca de García Márquez. En El recurso, este tiempo detenido en giros está simbolizado en el fino reloj suizo que usa el dictador y que marca siempre la misma hora, y corresponde a la palabra «recurso» del título, que algún crítico ha leído como calco del «riccorso» viquiano. En El otoño, la estagnación de la historia se refleja en la repetición diaria de los actos del Patriarca, en su invariable engendrar sietemesinos, en el hecho de que para sus súbditos ni siquiera la muerte es un acontecimiento único, sino que puede repetirse.

[4] Michael Riffaterre, «Le poème comme represéntation», Poétique, Nº 4 (1970), 401-418.

[5] Cf. Guillermo Sucre, l. c., p. 127.

[6] «The Semiotics of a Genre: The Prose Poem», Capítulo V de Michael Riff aterre, The Semiotics of

Poetry. L. c., pp. 116 ss.

Jorge Guzmán nació en Santiago de Chile en 1930. Escritor y académico, fue profesor de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, y Director del Centro de Estudios Humanísticos de la misma institución.

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