24 de enero 2023

«Existe un mutilado»: un poema de Cesar Vallejo

por Jorge Guzmán

Enigmático es este poema. Queremos proponer que es un poema en prosa en el sentido de Riffaterre[1]. Si ello vale, hay aquí una doble derivación, generada por una sola matriz.

Existe un mutilado, no de un combate sino de un abrazo, no de la guerra sino de la paz. Perdió el rostro en  el amor y no en el odio. Lo perdió en el curso normal de    la vida y no en un accidente. Lo perdió en el orden de la naturaleza y no en el desorden de los hombres. El Coronel Piccot, Presidente de «Les Gueules Cassées», lleva la boca comida por la pólvora de 1914. Este mutilado que conozco, lleva el rostro comido por el aire inmortal e inmemorial.

Rostro muerto sobre el tronco vivo. Rostro yerto y    pegado con clavos a la cabeza viva. Este rostro resulta ser el dorso del cráneo, el cráneo del cráneo. Vi una vez un árbol darme la espalda y vi una vez un camino que me daba la espalda. Un árbol de espaldas sólo crece en los lugares donde nunca nació ni murió nadie. Un camino de espaldas sólo avanza por los lugares donde ha habido todas las muertes y ningún nacimiento. El mutilado de la paz y del amor, del abrazo y del orden y que lleva el rostro muerto sobre el tronco vivo, nació a la sombra de un árbol de espaldas y su existencia transcurre a lo largo de un camino de espaldas.

Como el rostro está yerto y difunto, toda la vida    síquica, toda la expresión animal de este hombre, se    refugia, para traducirse al exterior, en el peludo cráneo,   en el tórax y en las extremidades. Los impulsos de su ser    profundo, al salir, retroceden del rostro y la respiración, el olfato, la vista, el oído, la palabra, el resplandor    humano de su ser, funcionan y se expresan por el pecho,    por los hombros, por el cabello, por las costillas, por los brazos y las piernas y los pies.

Mutilado del rostro, tapado del rostro, cerrado del rostro, este hombre, no obstante, está entero y nada le hace falta. No tiene ojos y ve y llora. No tiene narices y huele y respira. No tiene oídos y escucha. No tiene boca y habla y sonríe. No tiene frente y piensa y se sume en sí mismo. No tiene mentón y quiere y subsiste. Jesús conocía al mutilado de la función, que tenía ojos y no veía y tenía orejas y no oía. Yo conozco al mutilado del órgano, que ve sin ojos y oye sin orejas.

Proponemos que la matriz de este poema en prosa es «indio». Lo cual requiere actualizar algunos de los predicados que el uso actual ha suprimido. Hoy la palabra designa a los miembros de los llamados pueblos originarios. Vale decir quechua, o aimara o mapuche. Para leer nuestro poema vale otro significado: ´designación que los europeos dieron a los aborígenes del continente que invadieron´. En otras palabras, antes de la invasión y del error geográfico de Colón, no existían los actuales «indios». Había cientos de pueblos con diversas organizaciones y lenguajes, que carecían de un nombre común. La otra cosa que creo necesario actualizar es una ambigüedad que ya tenía la palabra desde muy temprano. En efecto, Garcilaso Inca se llamó a sí mismo tanto «indio» como «mestizo» en sus Comentarios[2], es decir, no distinguía para nada entre los dos términos.

Esta palabra matriz, «indio», genera dos textos: el poema presente, que llamaremos el del «hombre mutilado del rostro», y el texto ausente de la Conquista europea del territorio que hoy es Perú[3].

Para nuestra lectura hay que tener en cuenta que la palabra «rostro» tiene presuposiciones y predicados de la mayor importancia, especialmente en la cultura llamada cristiana occidental. «Rostro» es, ante todo, el más poderoso de los componentes de la identidad. El rostro y su sinónimo, cara, es metonimia por el hombre entero en innumerables frases hechas y no hechas. Algunas hechas: «enrostrar», «arrostrar», «me lo negó en mi cara», «cara dura», «dar la cara», «no tener cara para algo», «descarado», «de cara al futuro». Nuestro rostro es la persona visible y nos inserta en la sociedad a través de la mirada de los otros. Se lo consideró «espejo del alma». Porta los ojos, centro de una riquísima red de sentidos que han dado a nuestra cultura el mito platónico de la caverna, el de Edipo, el de Medusa. Porta los oídos (lenguaje, música, armonía), la boca (lenguaje, amor, alimento). Pero hay un predicado que tiene particular vigencia en nuestras sociedades latinoamericanas. Para nosotros, el «rostro» es el lugar del cuerpo que porta las más poderosas marcas raciales. Más aún, mientras los racistas norteamericanos creían y creen que la raza es cosa de sangre, nosotros creemos que es cosa de forma y color físicos.

Lo primero que entrega la lectura de este poema es una sensación de cabal absurdo. Esta primera impresión, lejos de disminuir, aumenta con cada nueva lectura. Todo el texto es un amasijo de contradicciones, ilogicidades y negaciones de códigos respetados por todo el mundo.

El primer párrafo parece estar formado por dos series de términos opuestos ordenadas por las palabras también opuestas: «guerra» y «paz». Como la primera palabra relativa a esta oposición es «mutilado», las expectativas del lector lo inclinan hacia las habituales relaciones entre «guerra» y «mutilación». Pero el desarrollo del párrafo es una repetida frustración de estas expectativas. Una y otra vez se niega la relación habitual entre estos dos términos. Más todavía: el desarrollo textual consiste en la insistente negación de las relaciones habituales entre «guerra» y «mutilado». Esta «mutilación» vallejiana no pertenece a la enciclopedia de la palabra «guerra». El texto dice muy al principio que el mutilado proviene «de la paz». Pero a muy poco andar, esto se muestra falso.

 Digamos aquí que hay una sola predicación de mutilado que, por implicación y presuposición se mantiene: ser mutilado es siempre profundamente negativo. La especificación de la «mutilación», en la segunda frase, por ejemplo, aumenta la negatividad de la palabra «mutilado» hasta el horror: el «mutilado» lo está «del rostro». Lo cual, ciertamente, distorsiona en la palabra «mutilado», que habitualmente designa la ablación de un miembro físico protuberante (nariz, mano, pierna). Pero al mismo tiempo, aumenta la enormidad del daño: la mutilación del rostro, aún si es inimaginable, es atroz.

Abordado así, el texto no es demasiado resistente a empezar a entregar su significancia. Alguien cuyo rostro fue mutilado por el «amor» y que, además, saca su mutilación de «un abrazo», es bastante legible si se pone el texto no en el código «guerra», sino en el código «amor». «Abrazo», en efecto, es una de las designaciones de la cópula humana. Se diría, entonces, que el «mutilado» lo es por razón de que alguien «abrazó» enamoradamente a alguien. Esta lectura parece calzar también con otro de los extraños signos textuales: la «pérdida» del rostro ocurrió «en el orden de la naturaleza», no «en el desorden de los hombres». 

Esa oposición es particularmente interesante. Dice que el «mutilado» se originó, en algún sentido, más allá o más acá de las cosas humanas. Sin duda que el opuesto normal de la guerra, ese «desorden de los hombres», sería la paz, el «orden de los hombres». Pero el poema, dice expresamente que lo opuesto al «desorden de los hombres» no es el orden humano, sino el «orden de la naturaleza». La dificultad empieza a ceder cuando se nota que en el código habitual, cuando decimos «paz», decimos mayormente «tiempo en que predomina el orden civil, el orden civilizado, el orden normal de una sociedad humana organizada». Y entonces se ve claro que no es en este «orden» donde se ha producido nuestro «mutilado». Él pertenece a otro «orden», no al humano sino al de la naturaleza. Esta lectura se comprueba del todo en la última oposición, la que pone en un extremo al agente que le «comió» la boca al Coronel Piccot, que fue la «pólvora», metonimia por «guerra». La pólvora y la guerra pertenecen al «orden»/»desorden» propiamente humano. En el otro extremo está el mutilado. A él lo mutiló el «aire», un agente que no pertenece al orden humano, sino al orden natural, donde permite la vida de todos: plantas y animales. Los no mutilados pertenecen al «desorden»/»orden» humano. Los mutilados del rostro provienen del «orden de la naturaleza», es decir, del grupo de todas las cosas vivas que no son consideradas hombres por no pertenecer al orden civil, a la comunidad de los no mutilados. Permítaseme un recuerdo. La generación de mis padres explicaba en Chile la preñez extramatrimonial de las mujeres pobres con la siguiente frase «Son como animalitos».

Si leemos desde los códigos peruanos las palabras que en este poema portan la significancia, me parece que la única entre ellas que calza fácilmente, es decir, la única cuyas características en el texto poético encuentra su plenitud en el texto histórico es «guerra». Esta guerra es llamada en el poema «desorden de los hombres». Según el texto, al margen de este desorden, en otro orden, en el «de la naturaleza», se produjo un «abrazo», un abrazo de «amor». De ahí provino el mutilado. Aquí empiezan a ponerse tensas las palabras. Si, por ejemplo, pensamos en los padres de Garcilaso Inca de la Vega, en el noble español Garcilaso, uno de los primeros invasores europeos, y en su concubina, doña Isabel Chimpu Occllo, princesa Inca, ¿dónde, desde qué codigo, leer el «desorden de los hombres» y el «orden de la naturaleza»? No cabe duda de que leída desde los códigos de doña Isabel, su historia personal pertenece plenamente al «desorden de los hombres». Leída desde los códigos de él, perteneciente a la nobleza española, pertenece en cambio al «orden de la naturaleza». ¿Y cómo, si no con humillación y furia, leería esa oposición el hijo poeta, dueño de los dos códigos?

En el párrafo segundo se acumulan dificultades nuevas. Se dijo en el primero que había un «mutilado» del rostro. Ahora, en este segundo, nueva contradicción. Resulta que tiene rostro, pero «yerto». Y además, «muerto». Por cierto que el significado de «muerto» es ante todo poético. Proviene, de dos fuentes. Primero, de su opuesto, la palabra «vivo». Por oposición a lo «vivo» del «tronco», el rostro está «muerto». Pero también se lo llama «muerto» por contagio de «yerto», que pertenece al sistema descriptivo de «muerto». Todo el párrafo está estructurado por la oposición «vivo»/»muerto». La palabra «yerto» se halla en una frase extremadamente violenta: «rostro yerto pegado con clavos a la cabeza viva». Se introduce así en el texto el contenido dolor, y también violencia. Alguien le clavó una prótesis atroz en la carne viva al mutilado. No es, pues, un acontecimiento trivial esto de tener un rostro mutilado por provenir de ese «abrazo» que ocurrió ajeno al orden civil. Tales abrazos producen hombres, ciertamente, pero son hombres sin identidad, hombres cuyo rostro no es rostro, y por eso, hombres a cuya cabeza le duele el rostro que lleva, adherido a ella por la violencia de unos clavos metidos en la carne. La matriz «indio» que postulábamos parece producir un texto más rico con cada nueva frase.

Las que vienen son una nueva justificación de esta lectura. Como suele suceder en estos poemas de Vallejo donde prevalece la categoría blanco/no blanco, el poeta está textualizado aquí. «Vi una vez un árbol darme la espalda y vi una vez un camino que me daba la espalda». «Dar la espalda» es una conocida frase hecha, cuyo significado mayor es despreciar, no tomar en cuenta, ningunear. El poeta textualizado fue, pues, víctima de esta violencia triste. Un «árbol» le dio la espalda, y también se la dio un «camino». Luego explica lo que es «un árbol de espaldas» y «un camino de espaldas». Son diferentes. Aquel «sólo crece en los lugares donde nunca nació ni murió nadie». Éste «avanza por los lugares donde ha habido todas las muertes y ningún nacimiento». A la sombra de un árbol de esos, nació el mutilado del rostro. Y su existencia transcurre a lo largo de uno de esos caminos. En resumen: tanto los entes de la naturaleza como los entes de la cultura desprecian al hombre mutilado del rostro. Lo que dice, entonces, todo el párrafo, es soledad. Pero ¿soledad por relación a qué? Ciertamente no la soledad romántica del yo rechazado por excelso. La del mutilado es la soledad concreta del que no halla compañía entre las cosas naturales, esas mismas que alguna vez acompañaron al súbdito del Imperio Inca: cuando el «orden» humano de las comunidades del incario daba ánima a las cosas naturales, que así, amaban a sus súbditos y eran amadas por ellos. Sin el orden social que murió por la invasión, por la «guerra», nadie ha nacido ni ha muerto por relación a estos árboles. Tampoco halla compañía el mutilado en los caminos, esos productos culturales de la organización civil de los hombres. Sólo el «orden» de los hombres produce caminos. Nunca hubo nadie como él entre esos felices constructores de caminos que fueron los ciudadanos del Imperio, tan eficientes, que todavía hoy en el sur de Chile se reconocen trozos del Camino del Inca. En los caminos que hacen los no mutilados, tampoco hay acogida para él. Antes la hubo, pero los que construyeron y usaron esos otros caminos, esos que no le hubieran dado la espalda, están todos muertos.

El tercer párrafo dice cómo funciona el mutilado del rostro. Digamos que aquí está plenamente presente algo que era apenas una presuposición débil en el primer párrafo. El mutilado del rostro vive y se mueve en un mundo de hombres que no son mutilados. Y aquí cabe la pregunta que no hicimos a tiempo: ¿quién le clavó un rostro yerto al mutilado en el cráneo? Los otros, los no mutilados, parece una buena respuesta. A esta altura, quiero confesar que ya antes, en esa extrañísima frase del párrafo segundo («Este rostro resulta ser el dorso del cráneo, el cráneo del cráneo») me parece ver la imagen de un hombre humillado, que habla a su interlocutor con la cara tan abajada, que no deja ver sino su cráneo. El habérsele obligado a llevar un doloroso rostro de «indio» pegado al cráneo, hace «yerto» a este rostro, y por eso «toda la vida síquica, toda la expresión animal de este hombre, se refugia, para traducirse al exterior, en el peludo cráneo, en el tronco y las extremidades». Por no poderse ver el rostro real, ese que tienen los no mutilados, toda la noticia que esta víctima da de su verdadera vida síquica y también de sus impulsos animales, hay que obtenerla observando el resto de su cuerpo. La segunda de las dos frases que componen el párrafo repite lo mismo, agregando bellamente un término que antes no estaba. Entre lo que no puede expresar directamente el rostro mutilado está «el resplandor humano de su ser».

El párrafo final es el más cargado de todos. Lo lastra el dolor de los tres antecedentes. Este hombre sin rostro, pese a su mutilación, pese a que le hemos fijado una máscara yerta con clavos sobre el cráneo, es un hombre cabal, un hombre como cualquier otro. «Está entero y nada le hace falta…ve y llora…huele y respira…escucha… habla y sonríe…piensa y se sume en sí…quiere y subsiste». Cuatro elementos me emocionan especialmente en esta enumeración: «llora», «piensa», «sonríe», «se sume en sí». Me dan imágenes hermanas de otras que he visto por las pampas del norte de mi país y por los caminos de Bolivia y del Perú.

Las últimas dos frases agregan una consideración que no es, como parece a primera vista, un puro remate retórico. Al decir que «Jesús conocía al mutilado de la función… Yo conozco al mutilado del órgano», sin duda está poniendo una frente a la otra, las dos figuras, la que proviene del cristianismo y la que hombres que se decían cristianos le clavaron a los mutilados del Nuevo Mundo.


[1] «The Semiotics of a Genre: The Prose Poem», Chapter V de Michael Riffaterre, The Semiotics of Poetry. Bloomington & London: Indiana University Press, 1978, pp. 116 ss.

[2] En el Cap. VI del Libro I de los Comentarios reales, hablando de los papeles de Blas Valera, dice «que yo como indio traduje en mi tosco romance». Más adelante, al final del Cap. XIX, del mismo Libro I, dice «Al lector suplico reciba mi ánimo, que es de darle gusto y contento, aunque las fuerças ni el habilidad de un indio nascido entre los indios y criado entre armas y cavallos no puedan llegar allá». En el Cap. XXXI del Libro IX, se encuentra la muy citada frase «A los hijos de español y de india o de indio y española, nos llaman mestizos… fue impuesto por los primeros españoles que tuvieron hijos en Indias, y por ser nombre impuesto por nuestro padres y por su significación, me lo llamo yo a boca llena, y me honro con él». Inca Garcilado de la Vega, Comentarios reales de los Incas. 2 vols. Buenos Aires: Emecé Editores, 1943.

[3] Para intertextos secundarios, me parece aceptable la proposición de Julio Vélez, aceptada por González Vigil, de que el «órgano» marxista y su relación con la «función» esté de alguna manera presente aquí, pero no de la manera excesivamente simplificada que propone en su edición anotada de Poemas en prosa. Poemas humanos. España, aparta de mí este cáliz. Madrid: Cátedra, 1988, p. 105. Más ceñida parece la mención que hace González Vigil de la idea darwiniana de la transferencia a otros órganos de las funciones que ya no puede cumplir el órgano faltante. César Vallejo, Obra poética. Tomo I de Obras Completas. Ed. crítica, prólogo, bibliografía e índices de Ricardo González Vigil. Biblioteca Clásicos del Perú, 6. Lima, 1991, pp. 481 s. El concepto de intertexto no se encuentra ni en Vélez ni en González Vigil.

Jorge Guzmán nació en Santiago de Chile en 1930. Escritor y académico, fue profesor de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, y Director del Centro de Estudios Humanísticos de la misma institución.

1 comentario

  • Una vez más alguien tratando de desmenuzar la poesía como si fuera un cadáver al que hay que encontrar la causa de su muerte. Ahora con Vallejo, del que basta con leer, como se debe leer a un poeta que nos grita con lo que les falta a las palabras comunes su dolor universal

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