Foto: @pauloslachevsky

13 de diciembre 2021

Carmencita

por @Refrigeria

La historia de Carmencita es la historia de las naciones latinoamericanas. Nos es relatada por su cuerpo todos los días, como si en cada momento sus movimientos condensaran las diferencias sociales, los golpes de estado, las matanzas y los desaparecidos, la tala del amazonas y los asesinatos de activistas, el mal importado sueño de progreso y ese llanto melancólico por la comunidad perdida. De tal modo, apreciamos que en el temblor de sus tobillos viven los pisoteados y que en sus migrañas se esconde una élite que siempre está a un líder comunista de tomar sus cosas y mandarse a cambiar, de regreso a la tumba que es ese continente que extrañan y que antes que “viejo” debiese llamarse “muerto”. En Carmencita vive, creemos, la expresión de todas esas miles de disputas que se han alojado en aquellas tierras y con su existencia persiste la memoria olvidadiza de cuánto crimen se ha cometido por allí. 

Es que de forma similar al continente americano, ella tampoco se dio cuenta cuándo fue que envejeció, cuándo fue que tantas células habían pasado ya por su organismo, que las nuevas que llegaban lo hacían agotadas y que por lo tanto, en una infinidad de locaciones su cuerpo ya no se renovaba como cuando joven, y que tanto su piel como sus pensamientos se veían rugosos frente al espejo y frente a los demás, que hacía mucho que no le acariciaban la piel, ni escuchaban lo que tenía para decir, si es que alguna vez lo hicieron. 

Son numerosas las maneras en que, sin que nadie más que nosotros lo note, ella a sus 6 décadas se iba pareciendo a los 6 siglos del mestizaje, la inmigración y la colonización de aquel continente que ha sabido envejecer bajo la fúnebre sombra heredada de esa suerte de progenitor bastardo, que es “el muerto continente”. Pero hoy no queremos hablar de Historia, eso preferimos dejarlo a otros con menos interés por los vivos. Hoy, nuestro deseo está puesto en Carmencita y aunque sepamos que mirarla a ella nos enseña también sobre otros asuntos, tenemos muy claro que aquello sólo implica una ganancia secundaria respecto del espectáculo que es verla diariamente circulando por el departamento. 

 Vive, desde que se casó hace unos 40 años, en el número 54 de un edificio que en sus comienzos pareció prometedor, pero que el tiempo también ha vuelto viejo en aspecto y espíritu. Los pasillos del 5to piso, por ejemplo, llevan la pintura de las paredes descascarada, el piso cubierto con baldosas agrietadas, si es que no derechamente rotas, y los números en las puertas están, en el mejor de los casos, oxidados. Así mismo, al interior del departamento el panorama no difiere demasiado de lo que vemos fuera de él, y a pesar de que está siempre exhaustivamente aseado, el tapiz de los muebles, las pantallas de las lámparas, la edad de los electrodomésticos y las fotografías que cuelgan de las paredes, evidencian todos los signos del paso del tiempo y el semblante propio de los lugares que le cantan a la retirada de una época de mayor júbilo que el presente. De todas formas, siendo el departamento modestamente más grande que aquellos tipo “caja de fósforos”, ha logrado brindar por un tiempo gallardo el espacio suficiente para que cada día, Carmencita, como añosa bolita de pinball, rebote dentro de él de esquina a esquina, pues, esas paredes, tienen el impresionante mérito de haber hecho posible que por décadas, y de forma sostenida, los días comiencen y acaben.

En el pequeño callejón sin salida en el que habita, las jornadas amanecen temprano, mucho antes de lo que podríamos considerar necesario para sus quehaceres, y finalizan tarde, mucho después de lo que quisiera su cerebro exhausto. Sería justo decir, que en el 54 todo se mueve a destiempo y que nunca parecen coincidir cansancio y descanso, apuro y velocidad, lentitud y paciencia, alegría y compañía, ni tristeza y soledad. Muy por el contrario, su tristeza es cada día más pública y materia de conversación obligada de sus parientes, mientras que en privado sentirla le es siempre esquivo; en sus apuros la agilidad se vuelve cada vez más errática; y en las noches, de forma mucho más usual de lo que ella desearía, la vigilia tarda demasiado en dejarse derrotar por el cansancio. 

El día de hoy, aunque ciertamente podría haber sido cualquier otro día también, pues es la ideosingracia del departamento-continente 54 que todos los días transcurran sin mucha diferencia entre sí, el sujeto-nación Carmencita despertó antes de las 7 de la mañana, sintiéndose muy cansada, y con esa familiar e ineludible sensación de nerviosismo que siempre lleva por imagen la fisionomía de Miguel, su hijo menor. Sería un equívoco describir la relación entre ellos como mala, pero así también sería definirla como buena. Con la precisión como objetivo, habría que comenzar por describirla con la imagen de la distancia, aunque, en realidad, más que distancia se trataría de evitación. Miguel, ha sabido desarrollar los movimientos más asombrosamente escurridizos vistos por la evolución de las especies, aprendiendo a deslizarse con inusitada agilidad por el departamento, convirtiéndose en presa imposible para su madre, pues, para ella, la transición entre habitaciones implica siempre procesos reposados, abarcativos y exhaustivos. De este modo, la desventaja evolutiva en la que se encuentra Carmencita, hace que de Miguel sólo pueda capturar a su silueta entrando y saliendo de la puerta de su dormitorio, del baño, de la cocina y de la calle, y en ese orden generalmente. 

Hoy, y a pesar de haberse despertado hace un buen rato, lograba recién a eso de las 7:45 sacarse de encima la pesada y abundante ropa de cama. Alargó los minutos hasta que no pudo aguantar más la necesidad urgente de descargar todo el líquido acumulado desde que se acostó el día anterior, casi 10 horas atrás. Gran parte de la dificultad en levantarse de la cama se debió a ese poco hospitalario microclima de ventanas empañadas que provoca la relación prolongada entre el preciado calor de su cuerpo y el frío del aire. Una vez en pie, se viste con esa vieja bata con la que hace años deambula, como mínimo, hasta antes de almorzar. Con pocas actividades que la soliciten, Carmencita nutrirá las horas mañaneras armada de su plumero y acorazada con el típico delantal de combate, para entregarse a sacudir, lenta, encorvada e implacable, cada superficie y rincón del departamento.

A las 8:30 desayuna como por inercia, casi por compromiso. Hace bastante que el paso por el psiquiatra la dejó con medicamentos cuyo mayor logro ha sido el ordenamiento de los días con sus horarios de ingesta, pero cuya peor desgracia es haber causado el extravío del apetito y convertir el comer en un acto anhedónico, y, que entonces, poco importe la marca o el sabor de la mermelada, la ausencia o presencia de mantequilla, si es que el pan está fresco o el alto valor de la palta, de la que solía ser dependiente, pero que ahora no resiente en prescindir. Esta mañana, por ejemplo, desayuna la mitad de una marraqueta en vías de añejamiento, adornada con un trozo de jamón que no alcanzó a cubrir todo el pan, pero que no tuvo problema en rellenar el espacio vacío con un poco de mermelada. 

A las 9:15 termina de desayunar y, plumero en mano, da inicio al recorrido sagrado con el que desempolva por primera vez en el día el departamento. Avanza sacudiendo cada superficie con la minuciosidad de un agente de la Gestapo, entregándose al muy particular placer de descubrir las clandestinidades que se avoca a perseguir y erradicar. Nada más vigorizante para ella que esta frenética cacería, pues todo lo demás la sitúa en un territorio alienado y una temporalidad desajustada, como si sus capacidades fueran extemporáneas a las requeridas para desenvolverse con éxito en este mundo. Lamentablemente, los pocos metros cuadrados de los que dispone para limpiar hacen que, a pesar de su lentitud y torpeza motriz, en 45 minutos haya terminado con todas las superficies del departamento, exceptuando la pieza de su hijo, aquel territorio inhóspito y prohibido para ella. En aquel momento, el pronóstico matutino anuncia que, una vez derrotado el polvo, Carmencita ha vuelto a quedarse consigo misma. 

 Lentamente, como si el tiempo transcurriera marcha arriba, logra llegar a las 10:30, momento en el que se decide a ir a la cocina por una taza de té, así como para desviar la angustia con una actividad manual y trocar con el sabor de la hierba la náusea matutina. Enfría el té a una velocidad de 40 revoluciones por minuto, compás con el que su mente se afirma en la tierra conocida de sus preocupaciones. Luego, volver a calentar lo que queda en la taza le dará a la mañana una extensión a la cuerda floja por la que se viene balanceando desde que terminó de sacudir el departamento. De pronto, cuando más desesperaba, escucha el estruendoso rugir del calefón que le anuncia que Miguel finalmente ha despertado e ido directo a la ducha. Su corazón se acelera y sus cañuelas presionan por despegar ante uno de sus escasas instancias de interacción humana. Con la expectativa en alza y su escasa musculatura, se levanta del letargo en un movimiento casi ágil y, sin duda, peligroso si consideramos la densidad de sus huesos. Entonces, se dirige con apuro a revisar si la puerta de la habitación prohibida ha perdido brevemente su hermetismo, como sólo puede ocurrir durante las duchas de Miguel, único lapso en el que ella puede darle un empujoncito y repasar con la vista el hábitat de sombras y desorden en el que habita aquel enigmático animal que vive a oscuras en los horarios en que el mundo está iluminado ¡Qué no daría ella por ingresar ahí con su plumero, abrir las cortinas de par en par, para que los rayos de sol iluminen todo el polvo en suspensión y entregarse al placer de exterminarlo!

Para el momento en que Miguel salga de la ducha, Carmencita debe haberse inventado ya una actividad que disimule la excitación que invade el preámbulo del saludo de su hijo. El nerviosismo y el apuro, hacen que se afirme de su mejor y más fiel arma, por lo que una vez más, plumero en mano, se dispone a actuar que sacude lo que acababa de limpiar, para que él la vea haciendo algo. Cuando se encuentre con Miguel, éste hará un gesto que la ridiculice o bien, derechamente, la increpará por estar limpiando lo limpio:

“Pero mami, ya está limpiando otra vez, ¿por qué no hace otra cosa? ¡Parece una loca sacudiendo todo el día y de paso me vuelve loco a mí!”

Por suerte, esta mañana cuando la vio sacudiendo la cómoda del living, Miguel sólo hizo un ruido con sus labios y movió la cabeza en desaprobación. Así, será mucho más fácil para ella cuando él se haya ido, porque en caso de tener que entrar en un intercambio verbal con él, sabemos que todo el resto del día, el sujeto-nación Carmencita hará del pecho una náusea y el departamento-continente 54 se verá bañado de lluvias en cada rincón, aumentará la escala Richter de los tobillos, suspirarán vientos huracanados en los umbrales de las puertas, y una masa errante migrará con mayor violencia entre las habitaciones. Por suerte, nos decimos nosotros, hoy el rechazo sólo tomó la forma olvidable de esos gestos que, si bien duelen a la larga, en el corto plazo se pueden hacer desaparecer con el movimiento del plumero.

Como era anticipable, Miguel logró eludir todas las transiciones y atravesó todos los umbrales con agilidad felina. En un movimiento entró a la cocina, en el siguiente asaltó el refrigerador y antes de cerrar la puerta del mismo, se había confeccionado un sanguche para llevar. Con tanta prisa, no hubo tiempo para mucho diálogo, menos para un careo, por lo que las preguntas de Carmencita viajaron por el departamento y fueron contestadas desde la lejanía:

– ¡¿Miguel, vas a salir?! – le grita Carmencita 

– Voy a ir donde un amigo que vive por aquí cerca – responde con un grito desde otra pieza, su hijo

– ¡¿Pero, cómo?! Si no se puede salir así como así, ¡estamos en cuarentena! – le recuerda su madre 

– ¡No pasa nada mami! Todo el mundo lo hace. Vuelvo en la noche – finaliza Miguel

Después del portazo, Carmencita vuelve a quedarse con ella misma. Es apenas el medio día y le quedan tantas horas por delante, que vuelve a armarse del plumero para darle inicio a la segunda barrida de la Gestapo. Es tan cercana a la anterior, que esta vez la policía no encuentra a nadie y se ve obligada a acuartelarse en otras actividades. Entonces, enciende la televisión para palear la náusea alimentándose con las tragedias ajenas que le ofrecen los matinales: historias de ancianos abandonados, de saqueos, alunizajes, jóvenes cuyas vidas se carcomen por la droga, gente a la que le embargarán la casa, accidentes fatales de tránsito, incendios forestales, sequías, posible escasez de alimentos. Se podría argumentar, sin caer en la calumnia, que desde hace un buen tiempo que la tragedia televisada es un componente central de su dieta y que, para ser justos con Carmencita, no es simplemente que la náusea le sea de su propiedad o que provenga sólo del mundo doméstico. Y tampoco es que se llene la imaginación con mentiras y que lo mejor para ella sería simplemente cambiar de dieta y “pensar positivo”, como le suelen recomendar sus cercanos, pues todo este pesar, toda esta tragedia, son la única porción en la que ella está en sintonía con esta época, en la que las 6 décadas van a tono con los 6 siglos, y son los otros, por una vez, los que van a destiempo frente a los acontecimientos, incapaces de la sensibilidad necesaria para percibir el polvo que deja el derrumbe de todo este orden en colapso.

Con su mirada prendada a la pantalla del televisor, el tiempo se le vuelve digerible y lo suficientemente espeso para taponear la angustia en su garganta. Y así se queda hasta el sonido de su celular. Le escribe la Sra. Luisa, su querida y antigua amiga del N°32, y con quien se han acompañado a través de las catástrofes más icónicas de sus vidas: la viudez de ambas, el terremoto de madrugada del 2010, el robo al N°27 que les obligó a abarrotar las ventanas, la emancipación de Laura el 2013, el hallazgo del cuerpo muerto de tres días de la Sra. Augusta el año 94’ y, la peor de todas, el lento encadenamiento de las horas que se han vuelto décadas. Sin ir más lejos, Luisa es la persona encargada de notificarles a Laura y Miguel cuando pase lo peor, y la única en conocimiento de las instrucciones de qué hacer con las cosas cuando esto ocurra. En este día en particular, la Sra. Luisa contactaba a Carmencita con la sincera beatitud de una bendición sentida. Le compartía a su amiga una cadena de whatsapp en formato video, portadora de un mensaje esperanzador y positivo, como creado por un angelito en algún lugar del mundo.

Carmencita, sin entusiasmo ni desgano, digita sobre las letras azules del link que le presentan una secuencia de imágenes suplementadas con esa música manipuladora, transparente y sin copyright, que acompaña a todos los buenos deseos propagados por la mensajería celular, ya sea que traten de bricolaje, consejos de cocina, lifehacks, rutinas de ejercicio o cómo hacer negocios desde la casa y también, como en este caso, los que se avocan en formato ppt al crecimiento espiritual. El que recibía hoy decía así:

La buena salud mental y corporal está al alcance de todos

Tan sólo basta con transformar nuestros hábitos 

Manteniendo pensamientos positivos y concentrándonos en nuestra respiración

Construimos nuestro camino a la autosanación

Con una actitud positiva podemos modificar hasta nuestro ADN

Es muy importante alejar de nuestras mentes las preocupaciones y el miedo

Porque cuanto más tiempo vivimos estresados, más nos enfermamos

Y cuanto antes nos inundamos de amor, antes nos sanamos a nosotros mismos 

El mundo enferma porque todos buscan alguien más que los cure

Somos nosotros los que debemos hacerlo

¡Tú eres tu propio sanador!

El camino del amor y la sanación comienzan contigo

Únete a Nación SANA y se parte de la gran SaNación

www.sanación.org

Cuando el video terminó, Carmencita le agradeció en el alma a su amiga y empató los buenos deseos igualando el contador de emoticones. Puso el celular a un lado y se quedó un rato modificando su ADN con la respiración. No es que lo visto le resultara nuevo, ya varias veces le habían deseado bendiciones similares, es sólo que a diario olvidaba autosanarse. De hecho, luego de unos 3 minutos de pensamientos positivos, el programa que estaba viendo volvió de comerciales y su ADN recuperó la forma usual. Lo que sí tuvo la potencia de romper su inercia y despegarla definitivamente de la televisión, fue el siguiente mensaje que recibió. Era de Laura. Hace 10 días que no sabía de ella, dato que no se olvida cuando la aplicación de mensajes registra las horas y los días de las interacciones:

Esta vez, cuando puso el celular a un lado se le apretó el pecho y soltó un suspiro. Las 5 de la tarde parecieron tan lejanas que no encontró más remedio que el conocido, por lo que se hizo de su arma predilecta y convocó a una nueva inspección. La elevada ansiedad suscitada por la eminente visita de Laura, hizo que esta vez y como nunca, la Gestapo fuera en serio. La guarida entre el horno y el mueble de cocina sufrió una redada pocas veces vista. Igual suerte corrieron el piso bajo el refrigerador y los cielos de las repisas del living. Esa tarde, no hubo mueble ni altura, esquina ni recoveco, que no fuera alcanzado por el blando brazo de la limpieza. Sin embargo, la mayor masacre ocurrió al final. Tuvo lugar bajo el pesado sillón del living, el que no había sido sacudido ni levantado en más de una década. Tomó aire profundo, plantó sus tobillos temblorosos con la mayor templanza que podía, flectó su medianía y con sus brazos estirados, logró agarrar con esos dedos artrosados el borde del vacío entre el mueble y el suelo. Presionó fuerte sus piernas contra el piso e hizo palanca con torso y brazos hacia arriba. Un ruido gutural escapó desde sus pulmones por su boca. Su espalda se resintió y también lo hicieron los dedos… pero el sillón cedió y pudo abrir el espacio suficiente para sacudir allí después de tanto tiempo ¡que victoria olímpica! La magnitud del tesoro que se descubría ante ella se expresaba por la transformación de su mirada. En un segundo, sus ojos perdían todo gobierno y se expandían fuera de sus marcos, hipnotizados y frenéticamente atraídos por el néctar más elusivo y exquisito. El suelo bajo el sillón marcaba con impecable precisión diferencias tajantes en la coloración, una frontera entre dos mundos: uno sin polvo y otro donde éste había prosperado a sus anchas. 

Las condiciones naturales exigidas por la operación que tenía frente a ella volvían obsoletas las posibilidades de maniobra que le brindaba su amado plumero y la obligaron a hacerse de armamento más sofisticado. Se dirigió a la armería tras la cocina, esa pequeñísima y oscura habitación que olía a la combinación química de diversos detergentes en polvo y que alojaba todo tipo productos de limpieza. Allí, en el fondo de la habitación y en una caja de cartón cuyo diseño de fachada hacía tiempo que había perdido su tonalidad original, dormía la antigua aspiradora que Carmencita recibiera como regalo de matrimonio. Eran extrañas las ocasiones en las que se decidía a hacer alianza con un ser tan amenazante, híbrido entre arma de exterminio y criatura lovecraftiana: con una turbina como cuerpo, el cuello como una serpiente de acordeón y que terminaba en esa cabeza de tiburón martillo, con un agujero negro por boca que succionaba sin discriminar lo que tuviera en frente. Con todo, la peor parte para Carmencita era el rugir de aquella bestia, capaz de dejar el interior de su cráneo retumbando por horas, incluso hasta el día siguiente. 

Pero ni el miedo ni el sufrimiento que en ella causaban las tácticas de la aspiradora, pudieron impedir que se maravillara con la succión definitiva que la cabeza de tiburón martillo imprimía sobre el espacio rectangular habitado por el polvo. La simetría en la interacción de ambos rectángulos generaba un espectáculo geométrico, en el que una fuerza devastadora y homogeneizante avanzaba arrasando al color grisáceo del polvo y dejando tras de sí lo que, acríticamente, se podría considerar el color natural del piso. Lo más apasionante, sin embargo, probablemente fuera ese placer primitivo y visceral que le provocaba la desaparición instantánea de una infinidad de partículas que aceleraban a velocidades subatómicas desde el reposo milenario y hacia la nada. Aunque no era sólo polvo lo que arrasaba el tubo succionador, también se llevaba para sí finísimas telas de araña, cadáveres de insectos, pelusas antiquísimas y más de algún objeto que, por la rapidez con la que fue succionado, nunca sabremos si eran basura o de valía. Pero, nada de eso importaba en ese momento, Carmencita era gobernada por una voluntad sedienta y externa que la hacía capaz de movimientos propios de una agilidad pretérita.

A las 5 con quince llegó Laura. Tocó un par de veces la puerta sin obtener respuesta. Preocupada, buscó entre su cartera la copia que mantenía de las llaves del continente. Al ingresar vio a su madre tirada en el piso y debió haber pensado que ese momento que tantas veces había anticipado estaba finalmente aquí, porque pegó un grito fuertísimo y corrió a auxiliarla. La tomó en su regazo con un candor inusual y alienígena para ambas, pero breve, porque a medida que Carmencita fue volviendo en sí, Laura tuvo tiempo de calcular la escena. Vio a su madre vestida con el delantal de la Gestapo, vio la aspiradora suelta en las cercanías, el sillón corrido y comprendió. 

Había ocurrido que, exhausta al terminar de sacudir, Carmencita todavía tenía que levantar el sillón una vez más para volverlo a su sitio, por lo que con mucho menos ímpetu que al comienzo, repitió la contorsión. En el primer intento obtuvo un fallo, también lo hizo en el segundo. Se preparó para el tercero y cuando comenzó la palanca, su nuca se votó a huelga y cayó inconsciente de espalda al piso. Laura, al comprender la secuencia de eventos que llevaron a que encontrara a su mamá tirada en el suelo, Laura rápidamente transformó el pavor en enojo, haciendo que sus palabras tomaran el conocido tinte del sermón.

-¿!Qué hacías abajo del sillón mamá!? ¿No ves que te puedes lastimar? Imagínate yo no hubiera venido hoy… Dios no lo quiera, que un día te pase algo y no haya nadie cerca – golpeaba certera la hija –

Es impresionante la puntería de los seres queridos. Laura había asestado en el medio del miedo. ¿Cómo no recordar con sus palabras el hallazgo del cuerpo inerte de la Sra. Augusta? Los ojos de Carmencita buscaron un punto alejado de la cara de su hija y se llenaron de lágrimas. Laura, por su parte, en el recuerdo de tantas horas en el diván hablando sobre su madre y consciente ya de que, sin proponérselo, siempre que estaban juntas llegaba con tanta facilidad la aspereza, se propuso recobrar algo de la sensibilidad anterior.

-No esté triste, mamá. Si parece que la reto es porque me preocupo. Quisiera verla feliz, alegre, activa… – recula culposa-

-Yo sé, hija – la interrumpe Carmencita como queriendo recobrar aire –

-Si usted tiene todo de lo más importante en la vida. Gente que la quiere, una salud que, dentro de todo, está bien, tiene a sus amigas del edificio, yo la he podido colaborar económicamente y lo voy a seguir haciendo… – finaliza Laura estirando la oración –

-Si sé hija, si estoy muy agradecida de usted – le reafirma Carmencita – Soy yo la tonta que quería tener el departamento limpio para cuando llegara.

Al tiempo que se sacuden sus ropas, Laura asiste a su madre y comienzan a ponerse de pie para caminar hacia la cocina y así continuar con el plan inicial de tomar once juntas. Se sientan una frente a la otra en la mesita que da a esa ventana de tantas mañanas y tardes. Laura se ve frustrada, como si de entrada nada hubiera sido como planificaba, y otra vez el contacto con su madre sólo conocía el camino del roce y se volvía doloroso. 

-Cuénteme mamita, ¿está yendo a la psicóloga? – pregunta Laura buscando nuevos ángulos desde los que conversar con su madre –

-Sí mijita… nos vemos por el zoom

-¿Y qué le ha dicho ella? 

-No mucho, no es muy dada a hablar la niña 

-Tiene que sacarle el jugo, si pa eso es la terapia – agrega sin poder evitar el tono condescendiente –

-Eso hago hija, pero como que no me avengo – dice con un vibrato que la traiciona y le obliga, una vez más, a refugiar la mirada –

-Ya po mamita, tire pa’rriba. ¿Sabe qué?, hay que estar agradecidas – le dice su hija, intentando reconfortarla – 

-Si yo estoy agradecida -le reitera, interrumpiendo un discurso motivacional que había escuchado mil veces –

-Mire usted, si no será este el mejor momento en la historia para estar una deprimida. Imagínese las personas hace 100 años nomás y con depresión… ¿Usted cree que habría tenido una psicóloga que la ayude? ¿o un psiquiatra? ¿medicamentos? La Weli no tuvo nada de eso

-Tiene razón mija – le responde Carmencita, sin que su tono sustentara lo dicho –

 -Figúrese que hoy en día hay cuánto tratamiento. Antes la gente se moría sin haberse enterado, si quiera, que tenían depresión. En cambio, hoy día, el que no mejora es porque no tiene ganas – decreta Laura en inconciencia de lo capacitista que eran sus palabras, pero notando que eran resentidas por su madre, y continúa –

-Yo misma me meto a taller que pillo para aprender. Una tiene que moverse. Ahora, por ejemplo, estoy aprendiendo técnicas de respiración sanadora. El año pasado hice reiki… – inconcluye Laura, como para darle a su enumeración una infinitud que no poseía – 

-Que interesante hija – complementa su madre como quien habla, pero no dice –

– Sí po mamita, también existen las flores de batch, la limpieza áurica… Me encantaría que usted se inscribiera en algunos de estos cursos que dictan en su municipalidad – dice la hija echando afuera, por fin, lo que traía entre manos –

-Yo no sé Laurita, no soy tan dada a esas cosas. Yo aquí tengo mis ocupaciones. Prefiero quedarme aquí con lo mío – se defiende Carmencita ya contra las cuerdas –

-¡Pero tiene que salir, mamá! Hacer cursos, aprender cosas, hacer yoga, conocer gente… tiene toda la vida por delante, todavía. Vamos a ir juntas a uno, ¿le parece?

-Sí la oigo Laurita… pero no sé, no me avengo no más – responde su madre desde la lona, lista para que el plan de su hija logre el K.O. –

-Y, entonces mamá ¿qué propone que hagamos? – pero Carmencita ya no encuentra palabras para responder y pega su vista en la ventana

-¿Me acompaña entonces un día de estos a un curso de sanación? – remata Laura –

Acorralada y sin argumentos que contraponer a su hija, Carmencita se vio en la obligación de aceptar la invitación. Es difícil para las viudas escapar de los tentáculos pegajosos del individualismo místico-espiritual. Son muchas las instancias que hacen de ese tipo de soledad, el terreno propicio para construir una piscina con el dolor propio y nadarse una hasta el fin de los días. 

Cuando se marchó, Laura se veía ligera, como si se hubiera desembarazado de un pesar. Al otro lado de la puerta, en cambio, el cuerpo de Carmencita parecía derrotado. Sus tobillos temblaban más activos que nunca y contagiaban a sus manos. Su cabeza empujaba en descenso y aplastaba la verticalidad del cuello, provocando un efecto de placas tectónicas que levantaban un monte en su espalda. Además, con todo el remesón vivido se hacía anunciar una migraña de esas capaces de tumbar a un héroe, que la obligaría a ausentarse hasta un momento más propicio, por lo que se recostó. Dado lo agitado de su ánimo y lo agotado de su temple cayó dormida, milagrosamente, hasta el día siguiente bien entrada la mañana. Había olvidado cerrar los ventanales, por lo que al despertar vio que, producto del progreso inmobiliario que trae consigo esas enormes torres de “cajas de fósforo”, al departamento-continente 54 habían migrado una infinidad de partículas de polvo. Felizmente enfadada, no pudo evitar pensar que al mínimo descuido puede “una ser invadida por la suciedad”. Ante semejante urgencia, limpió la desocupada agenda de la tarde, se acorazó con el delantal de la Gestapo, y plumero en mano, se entregó a la vigorizante labor de expulsar cada partícula extranjera de sus tierras.

Fue una gesta que debió ser incluida en los anales de la historia, al lado de esas glorias nacionales llenas de la épica fundadora que estas tierras tanto le envidian al continente muerto, cuando de acumular mártires y estatuas se trata. Si supieran ellos, y de paso también Carmencita, que lo que ella hace es todavía más heroico, todavía más enorme y épico que lo que hizo cualquier prócer latinoamericano. Porque mientras ellos pelearon contra un rey allá lejos, Carmencita, tú te enfrentas al polvo, y el polvo no es como los realistas que, una vez dada la orden del rey se retirarán de América abandonando la trinchera. El polvo no se va, no se ha ido, ni se irá nunca. Llegó antes que nosotros y seguirá cayendo cuando ya no estemos, porque tiene todo el tiempo del mundo para hacer lo que hace, y que tú, con el plumero y el delantal, te enfrentes a él y lo derrotes todas las mañanas y todas las tardes, y también entremedio del día, es una proeza que no se veía desde hace miles de años, desde esa época en la que los mortales todavía luchaban contra la eternidad.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *